Novelas y cuentos. Serafín Estébanez Calderón. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Serafín Estébanez Calderón
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664124319
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y tomen este largo plazo, y conténtense o resígnense al menos con él, ya que no supieron, o no pudieron, o, por no lo decir, no quisieron defender su libertad y su independencia, dejando para un "mañana" incierto lo mejor que parecía en un "hoy" seguro de seguras y firmes esperanzas.

      No quiera Dios que mi nombre ni la sangre de donde vengo entren a parte, para provocar tamañas desdichas sobre nuestros antiguos vasallos, y menos para arrebatarles la mísera fortuna que les resta, dándoles, en cambio, la servidumbre y la muerte. Si alguna esperanza pueden tener las que nuestro tío ha podido inspirar sobre mi posesión, fuerza será que abandonen vuelos tan locos y osadías tan temerosas, por lo mismo que son tan atrevidas. No alhambras, no coronas quiero; no ansío ni por esclavos ni por tesoros; no anhelo por las fiestas ni por las zambras; quietud quiero, mi hogar me basta, los bienes de mis padres me sobran en parte; y puesto que mi dicha me ha dado una en una religión santa, en ella quiero morir a trueque de los mayores bienes, ya que bienes queréis llamar a los que, si se consiguen, han de comprarse en tantos duelos, fuerzas, lágrimas, hogueras y muertes. No, primo; si os pude considerar árabe lejos de mis ojos, abanderizando el Africa, confiándoos en la fe berberisca y combatiendo inútilmente en la Goleta y Túnez estos mismos castellanos que queréis vencer en nuestro país, nunca presumí que en ánimo morisco, quien nació ya cristiano, viniese a ofrecer su amor a quien no quisiera ver un príncipe en un amante, sino sólo un caballero.

      —No más, Zaida—le interrumpió el mancebo—; tu palabra última revela cuanto pasa en tu corazón. Esa fe de que tanto blasonas acaso se sostiene más en ti con la memoria de un caballero que no con las pláticas de las misiones; más con el recreo de los papeles y endechas, que con la lectura de catecismos; pero no cuentes con burlar a nuestro tío ni burlar las esperanzas mías.

      ¡Vive Dios!...

      Algo más de colérico hubiera dicho el moro, a no haber llegado el viejo Gerif, quien, apoyándose en aquellos dos reales vástagos de su familia, los hizo andar hacia la aldea, él pensando en las grandezas pasadas de su estirpe, el mancebo en su engrandecimiento futuro y María en el bien pasado, las angustias presentes y en lo incierto del porvenir.

       Índice

      En tanto de esto, el estropeado y Mercadillo, sentados en la celdilla del campanario, noble aposento del monaguillo, a la pavilosa luz de una de tantas candelillas como sisaba el muchacho, entrambos repasaban los papeles y envoltorios de la bolsa que olvidó el honrado usurero. Al cabo de buena pieza no pudo más el soldado, y dijo:

      —¡Vive Dios! que todo el dinero lo tiene el bueno de Antúnez situado a ganancias, tal es la esterilidad de su bolsa. Pero en trueque papeles a carga: no queda más remedio... nóminas... listas de préstamos... no resta más senda, Mercado amigo, que aplicarle a este prestamista la receta que mi capitán Francisco de Carvajal le aplicó al susodicho notario romano, el de los 200.000 escudos. O múltese Antúnez, o sus papeles sufrirán el auto de fe más riguroso que ha visto Toledo. Pero alto allá: este otro papel es de fresca data, y envuelve otro papel cerrado y sellado con blasones y armerías. Antúnez no se contenta ya con la delgada usura de los aldeanos, y presta también a los grandes señores. Pero leamos; y en seguida así leyó el soldado:

      "Mi buen Antúnez, he llegado con órdenes de Su Majestad a la Aljecira en las galeras de Leiva: vuestras cuentas las he aprobado: no por ellas, sino para asunto de importancia quiero estar a recaudo en esa aldea y en vuestra casa, a hurto de todo curioso, por dos o tres días. Ese billete entregadlo, y vuestra vida me responde de vuestra fidelidad.—Don Lope de Zúñiga."

      —Mejor dijera, dijo el soldado, vuestro dinero me responde, y fuera mayor encarecimiento. Pero este don Lope y de Zúñiga, y viniendo con órdenes, y en las galeras de Leiva, no puede ser sino el superior de un tercio y amo mío; y ahora recuerdo, Mercado hijo, que oí decir que tenía heredamiento por estos rincones de Andalucía. Este don Lope, amigo Mercado, es el más valiente hombre del mundo, capaz de dar el último maravedí, como la última estocada, si aquél le obliga u éste le ofende. Y te digo esto para que moderes esa curiosa picazón que leo en tus ojos y que quisiera penetrar e insinuarse por los poros y resquicios de este cerrado billete; bien así como si fueses pegajosa humedad que todo lo traspasa. Modera, repito, esa picazón, pues no nos valiera, si hiciéramos tal demasía, aunque nos sepultásemos en el nicho último de la honda bóveda de las ánimas. Entretanto resolvamos y fallemos qué hemos de hacer para obligar al que mata, es decir a don Lope, para agradecer a la hermosa, quiero decir, a María, y para multar al honrado usurero.

      Grandes debates tuvieron, y divididos en pareceres se mostraban entrambos amigables componedores, hasta que cansados por el fastidio, más que no convencidos por buenas razones, ejecutoriaron por capítulo principal, primero callar tal descubrimiento con la debida discreción, teniendo presente entre varios fundamentos la soberbia condición y brazo fuerte de aquel misterioso don Lope. En segundo, que el billete buscaría el soldado medio aquella noche en la fiesta para ponerlo en manos de María; y último y final, que el rescate que se lograra por los demás papeles del honrado Antúnez se dividiría entre los dos, el soldado y el de la hopa, salvo el quinto, que antes de todo debería sacarse en pro y beneficio del gozque Canique, que tanta parte tuvo en aquella buena ocasión.

      El soldado recogió sus ayudas y muletas, aseguró el zoquete que mantenía la siniestra rodilla, y en conserva de su gozque enderezó derecho a la casa de Gerif, donde se admitían en fiesta aquella noche los principales moriscos de la aldea.

      La casa de Gerif era de apariencia; la puerta de entrada salía a uno como vestíbulo ancho y espacioso, sostenido en redondo por arcos moriscos, formado cada uno por cuatro pilastras arabescas. En medio surtían tres fuentes de agua cristalina, encerradas en cercos de álamo y albahaca puesta en tiestos de búcaro y azulejos: macetas de amáraco y verdones halagaban el olfato o la vista, según fuera el sentido que quisiera recrearse en tales plantas; y como al frente hubiese tres puertas que daban a los huertos y jardines, y como éstos iban subiendo en anfiteatro a medida de lo que allí se enriscaba la sierra, se gozaba desde el vestíbulo de la mejor vista del mundo entre doseles de enredadera y celinda, entre pirámides de verdura o entre obeliscos altos de jazmines, álamos y cipreses.

      Los pimpollos de las parras y los ramos de la madreselva asaltaban desordenadamente aquella estancia, trayendo hasta en medio de ella los colores de la púrpura y los olores del ámbar, pareciendo todavía más encantada esta escena con los golpes de luces y luminarias que iban por las cornisas de las columnas, con las girándulas que se mecían en los arcos y con los fanales pintados y faroles caprichosos que se sostenían de los ramos y pimpollos de los huertos.

      Mucho concurso llenaba ya la casa cuando llegó el soldado a los umbrales.

      Las costumbres árabes, alteradas antes que puestas en olvido, y las usanzas castellanas admitidas y siempre repugnadas, daban mucha extrañeza a este festejo.

      Las doncellas moriscas con sus tocas en la cabeza, con sus velos arrojados sobre el hombro, con sus alcandoras pintadas, con sus carcajes de oro al comienzo del borceguí y sus brazaletes de piedras en las manos, ponían el colmo a su aliño con el alheño de los ojos.

      Este afeite, ideado para dar mayor realce a los ojos, daba al rostro femenil una expresión de voluptuosidad irresistible para los moros españoles, y nunca fué posible arrancar este uso hasta que aquella infeliz nación fué descuajada de sus hogares.

      Entre la turba alegre de aquellas bellas orientales, y sobre los almohadones de damasco, se hallaba María o Zaida, como la nombraban los moriscos celosos, y que miraban en ella un vástago de sus pasados reyes. María sola descuidó el afeite de sus ojos, ya por despreciarlo como ocioso, o porque fiase más en el poderío de los suyos.

      En la parte inferior, y separados enteramente de las que ellos llaman el cielo en la tierra, estaban los mancebos adornados con los bordados más ricos y con toda la ataujía oriental.

      Los añafiles y atabales, los albogues y tamboriles resonaban alegremente por la estancia: algunos