Al día siguiente Susan dijo a Virginia que el hombre de cuyo asesinato se la acusaba se llamaba Gary Hinman. Aseguró que estaban implicados Bobby, otra chica y ella. A la otra chica no la acusaron del asesinato, afirmó, aunque había estado en Sybil Brand no hacía mucho por otro cargo. En aquel momento se encontraba en libertad bajo fianza y había ido a Wisconsin a por el niño que tenía39.
—Y qué, ¿lo hiciste? —Susan la miró y sonrió.
—Claro —dijo como si nada.
Solo que la policía se equivocaba, dijo. Según la policía, ella sujetó al hombre mientras el chico lo apuñaló, cosa que era una tontería, porque ella no podría sujetar a un hombre tan grande. Fue al revés: el chico lo sujetó y ella lo apuñaló, cuatro o cinco veces.
Lo que dejó atónita a Virginia, como comentaría después, fue que Susan lo contó «como si fuera la cosa más normal del mundo».
Las conversaciones de Susan no se limitaron al asesinato. Los temas abarcaron desde los fenómenos parapsicológicos hasta las experiencias de bailarina en topless en San Francisco. Fue estando allí, le dijo a Virginia, cuando conoció «a un hombre, a Charlie». Era el hombre vivo más fuerte. Había estado en la cárcel pero jamás se había hundido. Susan dijo que obedecía sus órdenes sin rechistar, como todos, todos los chicos que vivían con él. Él era el padre, el líder, el amor de todos.
Fue Charlie, aseguró, el que le puso el nombre de Sadie Mae Glutz.
Virginia comentó que eso no le parecía precisamente favorecedor.
Charlie iba a guiarlos al desierto, dijo Susan. Había un agujero en el Valle de la Muerte, solo Charlie sabía dónde, pero muy abajo, dentro de él, en el centro de la Tierra, había toda una civilización. Y Charlie iba a llevar allí a la «familia», a los pocos escogidos. Iban a ir a vivir a aquel pozo del abismo.
Charlie, le confió Susan a Virginia, era Jesucristo.
Susan, decidió Virginia, estaba chiflada.
La noche del miércoles 5 de noviembre un joven que quizás habría podido aportar la solución de los homicidios de los casos Tate y LaBianca dejó de existir.
A las siete y treinta y cinco de la tarde unos agentes del Departamento de Policía de Venice, al responder a una llamada telefónica, llegaron al 28 de la avenida Clubhouse, una casa cercana a la playa alquilada por un tal Mark Ross. Encontraron a un joven —de unos veintidós años, apodado «Zero40», nombre verdadero desconocido— tumbado en un colchón en el suelo del dormitorio. El fallecido aún estaba caliente al tacto. Había sangre en la almohada y lo que parecía un orificio de entrada en la sien derecha. Al lado del cuerpo había una funda de pistola de cuero y un revólver Iver & Johnson del calibre veintidós de ocho balas. Según las personas presentes —un hombre y tres chicas—, Zero se había matado jugando a la ruleta rusa.
Las versiones de los testigos —que se identificaron como Bruce Davis, Linda Baldwin, Sue Bartell y Catherine Gillies, y que dijeron que se alojaban en la casa mientras Ross estaba fuera— cuadraron a la perfección. Linda Baldwin afirmó que estaba tumbada en el lado derecho del colchón y Zero en el izquierdo, cuando este se fijó en la funda de cuero colgada en un perchero al lado de la cama y comentó: «Vaya, una pistola». Desenfundó la pistola, dijo la Srta. Baldwin, y dijo: «Solo hay una bala». Sujetando el arma con la mano derecha, giró el tambor, colocó la boca contra la sien derecha y apretó el gatillo.
Los demás, en distintas partes de la casa, oyeron lo que pareció el estallido de un petardo, según afirmaron. Cuando entraron en el dormitorio, la Srta. Baldwin les dijo: «Zero se ha pegado un tiro, como en las películas». Bruce Davis reconoció que recogió la pistola. Luego llamaron a la policía.
Los agentes desconocían que todos los presentes eran miembros de la Familia Manson que llevaban viviendo en el domicilio de Venice desde su puesta en libertad, tras la redada del rancho Barker. Dado que, al ser interrogados por separado, todos contaron en lo esencial la misma versión, la policía aceptó la explicación de la ruleta rusa y registró como suicidio la causa de la muerte.
Había muy buenas razones para dudar de aquella explicación, aunque al parecer nadie dudó.
Después, cuando el agente Jerrome Boen espolvoreó la pistola en busca de huellas latentes no encontró ninguna. Tampoco en la funda de cuero.
Y cuando examinaron el revólver, descubrieron que Zero se la había jugado, desde luego. La pistola contenía siete balas y un casquillo usado. Estaba totalmente cargada, no había ninguna recámara vacía.
Varios miembros de la Familia, entre ellos el propio Manson, seguían en la cárcel en Independence. El 6 de noviembre, Patchett y Sartuchi, inspectores del caso LaBianca, acompañados del teniente Burdick, de la SID, fueron allí a hablar con ellos.
Patchett preguntó a Manson si sabía algo de los homicidios del caso Tate o del caso LaBianca. Manson contestó: «No». Y eso fue todo.
A Patchett le impresionó tan poco Manson que ni siquiera se molestó en redactar un informe de la conversación. De los nueve miembros de la Familia con los que hablaron los inspectores, solo uno mereció un memorándum. En torno a la una y media, aquella tarde, el teniente Burdick habló con una chica registrada con el nombre de Leslie Sankston. «Durante la conversación —apuntó Burdick— pregunté a la Srta. Sankston si estaba al corriente de la supuesta implicación de Sadie [Susan Atkins] en el homicidio de Gary Hinman. Contestó que sí. Pregunté si estaba al corriente de los homicidios del caso Tate y del caso LaBianca. Señaló que de los homicidios del caso Tate, sí, pero pareció desconocer el caso LaBianca. Le pregunté si tenía alguna información de personas de su grupo que pudieran estar implicadas en los homicidios del caso Tate o del caso LaBianca. Señaló que algunas “cosas” la empujaban a creer que alguien de su grupo podría estar implicado en los homicidios del caso Tate. Le pedí que explicara con más detalle esas “cosas”, [pero] ella rehusó señalar a qué se refería y afirmó que quería pensarlo por la noche, que estaba perpleja y no sabía qué hacer. Sí que me dijo que a lo mejor me lo contaba al día siguiente».
No obstante, a la mañana siguiente, cuando Burdick volvió a preguntarle, «afirmó que había decidido que no quería decir nada más sobre el asunto y la conversación se terminó».
Aunque las conversaciones no dieron ningún fruto, los inspectores del caso LaBianca sí que encontraron una posible pista. Antes de marcharse de Independence, Patchett pidió ver los efectos personales de Manson. Al registrar la ropa que llevaba Manson cuando lo detuvieron, Patchett observó que usaba cordones de cuero en los mocasines y también en los pespuntes de los pantalones. Patchett llevó muestras de las dos prendas a Los Ángeles para cotejarlas con el cordón utilizado para atar las manos de Leno LaBianca.
Un cordón de cuero es un cordón de cuero, le dijo en efecto la SID. Aunque los cordones eran similares, no había manera de saber si venían de la misma tira de cuero.
El LAPD y la LASO no tienen el monopolio de la envidia. En cierta medida hay envidia entre casi todos los cuerpos policiales, e incluso dentro de algunos de ellos. La División de Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles es una sola sala, la 308, en la tercera planta de Parker Center. Aunque es amplia y de forma rectangular, no hay tabiques, solo dos largas mesas, y todos los inspectores trabajan en una u otra. Solo unos metros separaban a los inspectores del caso LaBianca de los del caso Tate.
Pero hay distancias psicológicas además de físicas, y, como se ha señalado, mientras que los inspectores del caso Tate eran en buena parte la «vieja guardia», los del caso LaBianca eran sobre todo los «jóvenes arrogantes». Por añadidura, al parecer había vestigios de resentimiento, que provenía del hecho de que a varios de los últimos, no de los primeros, les adjudicaron el último caso de gran atención mediática en Los Ángeles, el asesinato del senador Robert F. Kennedy por parte