«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»
Patrick Rothfuss
«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»
Christopher Paolini
«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»
Philip Pullman
«Un viaje de fantasía maravilloso.»
Frank Herbert
«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»
Karen Russell
«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»
Peter V. Brett
Para Melody, Kate, Lloyd, Abby y Russell,
libreros extraordinarios
1
El anciano apareció de la nada como por arte de magia. El fronterizo estaba esperándolo, sentado al amparo de las sombras de un árbol de madera noble que se extendía y lo ocultaba. Se había situado en la parte alta de la ladera de la montaña, desde donde podía otear todo Streleheim y los caminos que de allí partían. A la luz de la luna llena se divisaba todo en un radio de diez millas a la redonda y, aun así, no lo había visto. Le inquietaba y a la vez le hacía sentirse un tanto avergonzado, y el hecho de que siempre que se encontraban ocurriera del mismo modo no lo hacía más llevadero. ¿Cómo lo conseguía el anciano? El fronterizo se había pasado la mayor parte de la vida en esas tierras y seguía vivo gracias a su ingenio y experiencia. Había visto cosas que muchos otros ni siquiera sabían que existían. Era capaz de discernir los movimientos de los animales a partir de su marcha entre la hierba alta. Podía decir con certeza a cuánta distancia se encontraban y a qué velocidad avanzaban. Y aun así era incapaz de ver al anciano durante la noche más clara y en la llanura más despejada, por mucho que supiera que debía buscarlo.
Tampoco ayudaba que el anciano diese con él con tanta facilidad. Se alejó a propósito del camino y se dirigió hacia el fronterizo con zancadas lentas y comedidas, con la cabeza un poco gacha y la vista, que se entreveía por debajo de la sombra de la cogulla, alzada. Iba de negro, como cualquier druida, con capa y capucha, envuelto en una oscuridad aún más impenetrable que las sombras que lo rodeaban. No era un hombre grandullón, ni siquiera era alto o musculoso, pero daba la impresión de ser fuerte y con una determinación férrea. Cuando se le veían los ojos, eran de un tono verdoso. Pero, a veces, también parecía que los tuviera blancos como la leche, sobre todo en ese momento, cuando la noche se llevaba los colores y lo reducía todo a un abanico de tonos grises. Le brillaban como la mirada de un animal iluminada por un rayo de luz: salvajes, penetrantes e hipnóticos. La luz también alumbraba el rostro del anciano y le esculpía las profundas líneas que lo surcaban, desde la frente hasta la barbilla, como un revoltijo de crestas y valles marcados en aquella piel desgastada. Su cabello y barba eran grises, pero se estaban tornando blancos, y cada pelo era ralo y delgado, como los hilos enredados de una telaraña.
El fronterizo abandonó el escondite y se levantó despacio. Era alto y larguirucho, con una espalda ancha. Tenía el pelo largo y negro, anudado en una coleta. Sus ojos marrones brillaban con una mirada aguda y fija, y el rostro delgado era un conjunto de planos y ángulos, aunque atractivo dentro de su tosquedad.
El semblante del anciano se contrajo en una sonrisa cuando se le acercó.
—¿Cómo te encuentras, Kinson? —lo saludó.
El sonido familiar de su voz se llevó la irritación de Kinson Ravenlock como polvo que arrastra el viento.
—Me encuentro bien, Bremen —le contestó, y le ofreció la mano como respuesta.
El anciano la aceptó y se la estrechó con firmeza. Tenía la piel seca y áspera debido al paso de los años, pero el agarre era fuerte.
—¿Cuánto llevas esperando?
—Algo así como tres semanas, lo que no es tanto como había imaginado. ¡Vaya sorpresa me has dado! Aunque eso no es novedad, claro.
Bremen soltó una carcajada. Cuando se separaron, hacía ya seis meses, habían acordado que se reunirían de nuevo con la llegada de la primera luna llena de la cuarta estación, al norte de Paranor, justo donde el bosque cedía el paso a las llanuras de Streleheim. Habían convenido el momento y el lugar del encuentro, aunque no era algo fijo. Ambos eran conscientes de la incertidumbre a la que se enfrentaba el anciano. Bremen se había dirigido al norte y se había adentrado en tierras prohibidas. El momento y el lugar de su retorno estaría condicionado por sucesos que ninguno de ellos dos conocía en el momento de fijar la reunión. Para Kinson, haberse visto obligado a aguardar tres semanas no era nada. Habrían podido ser tres meses perfectamente.
El druida lo observó con esa mirada penetrante, blanca bajo la luz de la luna, desprovista de cualquier otro color.
—¿Has aprendido mucho durante mi ausencia? ¿Has empleado bien el tiempo?
El fronterizo se encogió de hombros.
—En parte. Siéntate conmigo y descansa. ¿Has comido?
Le ofreció al anciano un trozo de pan y un poco de cerveza y ambos se sentaron encorvados en la oscuridad, sin dejar de vigilar las anchas llanuras que se extendían ante ellos. Allí reinaba el silencio, vacío, eterno e inmenso bajo la bóveda celeste nocturna que resplandecía a la luz de la luna. El anciano masticaba distraído, tomándose su tiempo. El fronterizo no había encendido un fuego esa noche, ni ninguna otra desde que había comenzado a aguardar el retorno del druida. Una hoguera llamaría demasiado la atención como para que valiese la pena arriesgarse.
—Los trolls se dirigen hacia el este —explicó Kinson, al cabo de un rato—. Son miles y miles, más de los que pude llegar a contar. Hace unas cuantas semanas, cuando estaban cerca de donde ahora estamos, bajé a su campamento mientras había luna nueva. Sus números crecen, y a algunos los mandan a servir a un lugar que desconozco. Controlan todo el territorio desde el norte de Streleheim hasta más allá de donde me he atrevido a aventurarme. —Hizo una pausa—. ¿Has descubierto algo que diga lo contrario?
El druida sacudió la cabeza. Se había echado la capucha hacia atrás y la melena gris reflejaba la luz de la luna.
—No. Ahora todo ese territorio le pertenece.
Kinson le lanzó una mirada perspicaz.
—Entonces…
—¿Qué más has visto? —le urgió el anciano, interrumpiéndolo.
El fronterizo agarró el odre de cerveza y bebió.
—Los líderes del ejército están encerrados en las tiendas, nadie los ve. Los trolls tienen miedo incluso de pronunciar sus nombres, lo que me extraña. Hasta donde yo sé, no hay nada que asuste a los trolls de las rocas. Excepto ellos, al parecer. —Miró al anciano—. Por la noche, a veces, mientras vigilo, diviso sombras extrañas que revolotean por el cielo bajo la luz de la luna y las estrellas. Seres alados y negros atraviesan el vacío, cazando, vigilando o protegiendo lo que ya han tomado; no lo sé con seguridad y tampoco quiero saberlo. Sin embargo, los intuyo. Incluso ahora, están ahí, dando vueltas en círculo. Siento su presencia como si fuera un picor que me recorre todo el cuerpo. No, un picor no; como si tuviera escalofríos, del tipo que tienes cuando notas que hay alguien que te está observando y sabes que tiene malas intenciones. Se me eriza la piel. No me han visto, porque si lo hubieran hecho, sé que estaría muerto.