¡Odio, rencor! ¡Cómo su bienhechora, que era para ella el ideal de la generosidad y de la bondad, podía abrigar semejantes sentimientos! ¿Y por qué prodigio aquel joven desconocido los despertaba en su corazón? Porque, no habla duda, era la lectura de aquella carta, cuyo autor era conocido por su tía, puesto que había exclamado: "Es su letra," lo que había producido semejante desencadenamiento de pasiones.
En esto pensaba la pobre Herminia mientras la señorita Guichard, incapaz de dominar su agitación, se paseaba por el salón, con las manos en la espalda y el cuerpo inclinado, en una postura meditabunda, digna de Napoleón. Una tempestad formidable se formaba desde la víspera en su cerebro. Había pasado toda la noche sin dormir, rumiando proyectos espantosos de venganza. ¿Por qué? ¿Qué nueva afrenta había sufrido? ¿Cómo explicar tanta exasperación? ¿Qué razón había para tanta animosidad contra aquel muchacho á quien nunca había visto y á quien execraba tanto como al otro, al horrible, al infame Roussel?
Una sola frase de la carta leída había hecho este monstruoso milagro: "tú lo eres todo para mí." Esas seis palabras habían valido á Mauricio el odio de la señorita Guichard. Puesto que era tan querido de Fortunato, debía ser, en proporción, odioso á Clementina. Pensó un instante en recibirle cuando él pedía despedirse, para darse el gusto de ponerle en la puerta diciéndole lo que pensaba de su padre adoptivo, pero después pensó que era más digno sustraerse á su agradecimiento y responder á su urbanidad con un silencio desdeñoso. Ella también le vió partir oculta detrás de una cortina y no pudo evitar el encontrarle elegante, sencillo y agraciado. Tan pronto como hubo salido, tiró violentamente de la campanilla para llamar al cochero y al jardinero. Interrogados, los dos servidores no escasearon los elogios.
—¡Ah! ¡Es un bello joven!
—Nos ha dado las gracias como si le hubiésemos salvado la vida.
—Y estaba muy contrariado por no ver á la señorita.
—Nos ha encargado mucho que dijésemos á la señorita que estaba muy agradecido....
—Y después, no habrá partido sin gratificaros, dijo Clementina, deseosa de coger á Mauricio en flagrante delito de tacañería. Supongo que os habrá dado una moneda á cada uno....
—¡Una moneda! dijo el cochero; nos ha puesto buenamente un billete de cien francos en la mano y nos la ha apretado al mismo tiempo!
La señorita Guichard se mordió los labios y dijo á sus gentes con voz ruda:
—¡Está bien! Salid.
Después añadió con acento de desprecio.
—¡Estrechar la mano á mis criados! tiene los gustos bajos de su padre.
Esta conclusión la satisfizo, aunque no fuera justa, y Clementina volvió á entregarse á sus ocupaciones habituales. Á los tres días y á eso de las tres de la tarde, estaba Herminia trabajando bajo el emparrado, cuando la hizo estremecerse una campanada que sonó en la verja. El jardinero abrió y la puerta dió paso á Mauricio Aubry. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo y su cara estaba todavía pálida. Esperando que vinieran á decirle si iba á ser recibido, se acercó maquinalmente al pabellón del portero. Tenía verdaderamente un aire distinguido y Herminia, que le miraba con sencillez, encontraba en verle un vivo placer. El tiempo que el jardinero empleó en ir á prevenir al criado, pareció á la joven sumamente corto. Y cuando oyó crujir la arena bajo los zuecos del jardinero, pensó: "¿Qué tiene hoy Giraud, que corre tanto?" Aprestó el oído para oir la respuesta, que fué seca y terminante.
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