Doña Luz tenía encantado a D. Anselmo y D. Anselmo a doña Luz. Para esto había diversas causas. Ahora que están en moda los schemas, podremos representar los espíritus del médico y de la señorita, como dos esferas muy excéntricas, pero tocándose y compenetrándose por un lado, donde formaban sendos casquetes unidos por la base; algo idéntico a la humanidad en el schema del ser, a la lenteja que los krausistas han hecho tan famosa. D. Anselmo y doña Luz tenían, pues, una lenteja espiritual mancomunada, donde se entendían a maravilla, quedando el resto de la esfera de cada uno desconocida e inexplorada por el otro. Así es que jamás llegaban a saberse de memoria; escollo en que suelen dar los entendimientos afines, y que a la larga engendra fastidio y desvío.
Siempre tenían estos dos amigos campo en que hacer incursiones y descubrimientos, tratando de penetrar o penetrando el uno en la mente del otro. Nunca se hartaban de hablar, y su conversación era una eterna disputa. Doña Luz era creyente y espiritualista con su poco de misticismo; D. Anselmo, positivista feroz. D. Anselmo era además un parlanchín de siete suelas, y nada le encantaba más que el que le oyesen. Sólo se reposaban ambos en sus discusiones cuando jugaban al ajedrez. Solían jugar uno o dos juegos diarios.
Don Anselmo, contaría ya sesenta años de edad. Estaba viudo como D. Acisclo, y tenía una hija de veinte, morenilla muy agraciada, pequeña de cuerpo, soltera aún, y llamada doña Manolita, alias la culebrosa. La llamaban así por su extraordinaria viveza y movilidad. Afirmaban en el pueblo que estaba hecha y como amasada de rabillos de lagartijas. Decía y hacía a cada momento doscientos mil graciosos disparates, aunque todos inocentes y nada comprometidos, por lo cual la apellidaban también el trueno; pero realmente no era trueno, sino tempestad de risas, de bromas alegres y de regocijados discursos, porque era no menos picotera que su padre. Por lo demás, el fondo de doña Manolita no podía ser más excelente. Era leal, afectuosa sin malicia y sin envidia, de agudo ingenio, y más juiciosa y reflexiva en lo importante de lo que prometía su exterior y superficial aturdimiento.
Como doña Luz era grave y mesurada, doña Manolita le servía como para completar sus modos de ser. Por esto, sin duda, y por las otras cualidades de que hemos hablado, doña Luz hizo de ella su compañera. Doña Manolita era la única persona a quien doña Luz tuteaba en Villafría. Aún no se confiaba en ella con total abandono, porque doña Luz era muy reservada; pero de día en día iba ganando más doña Manolita en su corazón. Juntas salían a pie de paseo, juntas iban a la iglesia, y juntas tenían costumbre de sentarse en las tertulias. Doña Manolita remedaba a doña Luz en vestido y peinado, y la seguía o acudía adonde la llamaba. Decía doña Manolita que era ella para doña Luz lo que para los galanes de las comedias de capa y espada el lacayo gracioso; y recordando que en varias comedias de las mejores este lacayo se llamaba Polilla, decía a doña Luz: «Hija, yo soy tu Polilla».
Respecto a D. Acisclo, pensaba doña Luz como su padre, y no guardaba al antiguo administrador la más ligera inquinia, porque se hubiese alzado con casi todo el caudal de sus mayores. Si el marqués se había empeñado en arruinarse, ¿qué pecaba en ello D. Acisclo? Con cierta moral alambicada, que don Acisclo no podía conocer, acaso hubiera salvado los intereses del marqués, acaso hubiera hecho durar otros cuantos años más el esplendor de la casa; pero pedir esto por aquellos lugares era pedir cotufas en el golfo. Bastaba, pues, a doña Luz, para estar profundamente agradecida a D. Acisclo, la firme persuasión que abrigaba, de que con otro cualquier administrador de por allí, la ruina de su padre hubiera sido diez años más pronto, y ella no se hubiera criado como una dama elegante, en el seno del bienestar, con aya inglesa, y con todos los cuidados debidos. Sabe Dios cómo se hubiera criado y lo que hubiera sido de ella si el marqués se arruina y muere de berrenchín, dejándola huérfana de edad de cinco años y no de quince.
Doña Luz gustaba además de D. Acisclo. Simpatizaba con su actividad, con su amor al trabajo y con otras virtudes que en él resplandecían.
Por el buen parecer, doña Luz había vivido, sin el menor conato de irse a su casa, en la casa de don Acisclo, hasta que cumplió veintidós años. Desde entonces en adelante, intentó varias veces irse a vivir sola a su casa; pero D. Acisclo la retenía suave y cariñosamente. Dábale a entender que sería una tristeza quedar solo, después de haberse acostumbrado a su compañía, y apelaba también, algo grotescamente, a qué dirán, sosteniendo que doña Luz era muchacha y que no debía campar por sus respetos como vieja solterona, que buena y severa que fuese, si vivía sola, habían de decir que era una vaca sin cencerro.
Doña Luz, lejos de ofenderse, se reía de esta comparación poco galante, y seguía viviendo en la casa del antiguo administrador.
Por otra parte, la independencia de doña Luz era perfecta.
Tres o cuatro cuartos le pertenecían exclusivamente en la casa, y estaban amueblados con el gusto más primoroso. En ellos no entraban de diario sino los cuatro amigos íntimos ya referidos: Juana la criada; una de las de cuerpo de casa, que hacía la limpieza bajo la inspección de Juana, a fin de que no rompiese algún objeto de arte o mueble delicado; y, por último, otros tres seres, que eran también semi—íntimos de doña Luz, y que completaban o cerraban su círculo familiar. Eran estos tres seres Tomás el criado antiguo, y ya su escudero y acompañante, cuando ella salía a caballo; el tío Blas, aperador de la señorita, con quien se entendía para cuidar sus bienes, que ella misma administraba y que iban mejorando hasta el punto de que le producían cerca de 20.000 rs. en algunos años de buena cosecha; y el galgo Palomo, blanco, gigantesco en su clase, y de terrible genio para quien se le antojaba a él que molestaba u ofendía a su ama, con la cual era todo blandura, docilidad y mansedumbre.
A más de esta sociedad cotidiana, no se negaba doña Luz a asistir a otras de más ancha base. Los hijos, hijas, nueras y yernos de D. Acisclo, con crecida y numerosa prole, sus consuegros y consuegras, compadres y comadres, formaban una caterva con quien era menester alternar. Todos ellos eran insignificantes y poco divertidos; no eran ni malos ni buenos, y doña Luz hacía milagros de diplomacia para no tratarlos mucho y no enojarlos tampoco.
En los días de cumpleaños y del santo de cada individuo de la familia de D. Acisclo, había comida patriarcal en la casa, y mucho jaleo de baile. Doña Luz no se excusaba de asistir a tales funciones, y casi siempre acertaba a dejar prendados a todos de su amabilidad y alegría.
-V-
La amistad de doña Manolita
La vida de doña Luz era, no obstante, tan regular, tan monótona, tan sin accidentes que diferenciasen unos días de otros días, que habían pasado los años, y en la memoria de ella eran como sueño fugaz, donde todo estaba confundido.
Esto tiene para cualquiera el hechizo de la paz. Para doña Luz aún tenía mayor hechizo.
Cuanto agitaba su mente con pensamientos, o su voluntad con deseos o pasiones, era extraño al mundo que la rodeaba: procedía de un mundo ideal, donde no hay espacio ni tiempo. Así es que, si bien doña Luz, no distinguiéndose en esto de los demás mortales, no pensaba ni sentía todo a la vez, como las causas de su pensar y de su sentir más hondo no tenían punto señalado en nuestro planeta, ni momento marcado en la cronología, los efectos se sustraían también a las leyes de la sucesión y del lugar y parecía que se daban en una eternidad inmóvil.
Me pesará de no ser claro y trataré de explicarme con más llaneza, aunque peque de difuso. Doña Luz no era una soñadora mística; distaba infinito de vivir en continuo arrobo; veía, comprendía y apreciaba cuanto ocurría en torno de