Cuéntase que mientras Zenón exponía sus tropos —o dificultades— contra la posibilidad de movimiento, otro filósofo, Diógenes, se levantó y anduvo ante los circunstantes, de donde toma origen la frase vulgar: el movimiento se demuestra andando. Pero Zenón hubiera contestado fácilmente que eso era mostrar el movimiento, no demostrarlo. La contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible subsiste, y en la duda Zenón, con su maestro Parménides, se decidía por la segunda, porque el reino de la razón es el reino de la evidencia.
Así, pues, en la contradicción radical que movió a los hombres a filosofar, Heráclito resolvió a favor del mundo de los sentidos, negando la razón, y Parménides a favor de la razón, negando la experiencia sensible. Ambos abocan a dos actitudes ante la vida que son esencialmente opuestas al espíritu heleno y occidental; el escepticismo en Heráclito, el quietismo contemplativo en Parménides. Ello exigía del genio filosófico griego otras más profundas soluciones capaces de recomponer la integridad del hombre y, con ella, su armonía y actividad.
Podemos observar cómo en este período de iniciación (preático o presocrático) de la filosofía griega, el pensamiento humano ha ascendido ya a través de los grados de abstracción de que hemos hablado. Los primeros filósofos cosmólogos, con su búsqueda de un principio material de todas las cosas, representaban el primer grado de abstracción: la abstracción física. Pitágoras y su escuela, a su vez, ascendieron al segundo grado o abstracción matemática: el número. Heráclito y Parménides, primeros filósofos metafísicos, alcanzaron, por fin, el tercer y último grado, la abstracción metafísica: el ser.
LOS SOFISTAS Y SÓCRATES
Entre el V y el IV se sitúa el Siglo de Oro de la filosofía griega. Es el período ateniense, que producirá, además de a Sócrates, a las dos figuras quizá más grandes de la filosofía de todos los tiempos: Platón y Aristóteles. Una característica fundamental señala el límite de su comienzo: el espíritu reflexiona sobre sí mismo, y abandona, por el momento, el estudio del mundo exterior. ¿Para qué conocer el mundo —se pregunta Sócrates— si no me conozco a mí mismo? ¿Qué soy yo mismo y qué mi razón, ese instrumento de que me valgo para conocer? Tal es el problema para este período, que se ha llamado humanístico, de la filosofía griega.
En la iniciación de esta nueva época hay que destacar un fenómeno de carácter social, que es lo que se conoce en la historia con el nombre de sofística. Sofista no quiere decir en sí más que sabio o maestro de sabiduría, y así era empleada esta palabra en aquella época. El sentido peyorativo y hasta injurioso que hoy tiene (hábil falsario en el discurso) procede de lo que realmente llegaron a ser los sofistas.
Grecia no tuvo unidad política hasta los tiempos de Alejandro, que son los de su decadencia. Se gobernaba por ciudades (polis) independientes, y en forma democrática, con la espontánea democracia de los pequeños grupos sociales. En el ágora se administraba justicia públicamente, y cada ciudadano defendía su propia causa. En estas condiciones puede comprenderse la inmensa importancia que para todos tenía el saber exponer brillantemente y convencer a los jueces. Pues bien, los sofistas fueron precisamente maestros dedicados a la enseñanza de retórica y dialéctica, esto es, del arte de exponer, defender y persuadir públicamente. Lo que hasta esa época había sido el libre y desinteresado ejercicio de la más noble dedicación, convirtióse entonces en una actividad mercantil; este fue el primer sentido peyorativo que, en la época, adquirió la palabra sofista: el que cobra por enseñar o, mejor aún, enseña por cobrar.
Pero es otro y más profundamente peyorativo el sentido que la palabra adquirió a lo largo de la historia, y ello se deriva del vicio intelectual en que fueron a dar los sofistas con el ejercicio de su función. A fuerza de enseñar a defender todas las causas, y aun de lograr que sus alumnos triunfasen a veces con causas injustas, casi indefendibles, se extendió entre ellos un espíritu escéptico, irónico hacia el concepto de verdad, y una fe ciega en el poder humano de convicción y en su habilidad dialéctica. Uno de los sofistas que registra la historia, Protágoras (485-411), expresó esta convicción en su conocido principio «el hombre es la medida de todas las cosas». Lo que vale tanto como decir que el conocimiento es algo del sujeto, algo que se da en su mente, por lo que el hombre puede crearlo y presentarlo como mejor le acomode; es cuestión de habilidad.
Este movimiento social fue la ocasión de que el espíritu griego se apartase de los temas objetivos —metafísicos o cosmológicos— para polarizarse en la contemplación de lo interior, del hombre mismo y su intelecto. ¿Qué es la verdad, eso que los sofistas ponen en entredicho? ¿Qué es la razón, eso que nos sirve para el descubrimiento de la verdad?
En el seno del movimiento sofístico surge una figura que conmovió profundamente aquel ambiente, y que habrá de ser inspiradora y maestra de los más grandes filósofos griegos de la Edad de Oro: Sócrates (469-399). Este filósofo no escribió nada, ni tuvo tampoco un círculo permanente donde expusiera y sistematizara su pensamiento; él negaba su inclusión entre los sofistas «porque no cobraba por enseñar». Sócrates habló únicamente; habló con sus amigos, con sus conciudadanos, libremente, con la espontaneidad del diálogo. Por ello de su personalidad y de su pensamiento sabemos muy poco de modo concluyente. Además, los discípulos que de él nos hablan —Jenofonte y Platón— son, cada uno por su estilo, malos biógrafos. El uno por defecto y el otro por exceso. Jenofonte no ve en Sócrates más que al ciudadano honorable y justo —una especie de burgués ejemplar—, que fue condenado injustamente por la ciudad y que aceptó la muerte con insuperable entereza. Platón, en cambio, ve la profundidad de la posición del maestro, pero en sus Diálogos, de los que Sócrates es protagonista, mezcla su propio pensamiento con el de su maestro, sin que resulte fácil delimitar lo que corresponde a uno y a otro.
Dijimos al principio que según algunos «el pueblo griego descubrió la razón». Pues bien, esta significación de los griegos se encarna propiamente en la figura de Sócrates. Sócrates afirmó la razón como medio adecuado para penetrar la realidad. Y hubo de sostener esta afirmación frente a dos clases de contradictores. Primeramente, contra los sofistas; la razón bien dirigida sirve para alumbrar la realidad, no es una linterna mágica que forja visiones a capricho sin relación con lo que es. Después, contra los irracionalistas, contra los filisteos de la cultura: mucha gente en Atenas, como en todas partes, pasaba por especialista o profesional en una materia sin que una verdadera comprensión de la misma cimentase aquel conjunto de conocimientos. Sabían cosas porque se las habían enseñado, pero a poco que se escarbase en su saber se descubría enseguida que estaba montado en el aire. En el fondo, todos estos, como los pueblos orientales y los bárbaros, sabían de un modo irracional, basado en la revelación o en el mito.
Sócrates paseaba por las calles de Atenas y tropezaba, por ejemplo, con un militar o con un retórico. Les hace una pregunta sobre cualquier extremo relacionado con su profesión. Ellos dan una respuesta más o menos acertada; entonces Sócrates les pide una aclaración sobre los fundamentos en que ello se basa, preguntándoles, simplemente, ¿por qué? Las más de las veces, los interrogados no resisten dos de estas preguntas y comienzan a divagar o a dar respuestas huecas. No hay en ellos verdadera ciencia porque no la han adquirido mediante el ejercicio de la razón, sino por autoridad o por la memoria.
A esta experiencia llega Sócrates valiéndose del primer aspecto de su método, que se ha llamado ironía. Para la segunda experiencia se valdrá de la mayéutica, nombre que proviene del oficio de su madre, que era partera; esto es, «arte