Catalina se sacó una rata del pie de una patada y se incorporó un poco más, mirando a su alrededor.
—No podemos quedarnos donde estamos —dijo.
Sofía asintió.
—Moriremos si nos quedamos aquí en las calles.
Ese era un pensamiento duro, pero probablemente también era cierto. Había muchas maneras de morir en las calles de esta ciudad. El frío y el hambre eran solo el principio de la lista. Con las bandas callejeras, la vigilancia, la enfermedad, y todos los otros peligros que había aquí, incluso el orfanato empezaba a parecer seguro.
Y no era que Catalina fuera a volver jamás. Antes lo quemaría por completo que volver a atravesar sus puertas. Tal vez algún día lo quemaría por completo de todos modos. Sonrió al pensar en ello.
Al sentir dolor por el hambre, Catalina sacó su último pastel y empezó a devorarlo. Entonces se acordó de su hermana. Arrancó la mitad y se la dio.
Sofía la miró con ilusión, pero con culpa.
—No pasa nada —mintió Catalina—. Tengo otro en mi vestido.
Sofía lo cogió a regañadientes. Catalina percibió que su hermana sabía que estaba mintiendo, pero tenía demasiada hambre para negarlo. Pero su conexión era tan cercana, que Catalina sentía el hambre de su hermana y Catalina nunca se permitiría ser feliz si no lo era su hermana.
Finalmente, las dos salieron lentamente de su escondite.
—Bueno, hermana mayor —preguntó Catalina—, ¿alguna idea?
Sofía suspiró con tristeza y negó con la cabeza.
—Bueno, estoy muerta de hambre —dijo Catalina—. Será mejor pensar con la barriga llena.
Sofía asintió para demostrar que estaba de acuerdo, y las dos se dirigieron hacia las calles principales.
Pronto encontraron un objetivo –otro panadero- y robaron el desayuno del mismo modo que habían robado su última comida. Mientras estaban escondidas en un callejón y se atiborraban, era tentador pensar que podrían vivir así el resto de sus vidas, usando el talento que compartían para coger lo que necesitaban cuando nadie las veía. Pero Catalina sabía que esto no podía funcionar así. Nada bueno duraba para siempre.
Catalina echó un vistazo al bullicio de la ciudad que había ante ella. Era abrumadora. Y parecía que sus calles no acababan nunca.
—Si no podemos quedarnos en la calle —dijo—, ¿qué hacemos? ¿A dónde vamos?
Sofía dudó por un momento, parecía estar tan insegura como lo estaba Catalina.
—No lo sé —confesó.
—Bueno, ¿y qué es lo que podemos hacer? —preguntó Catalina.
La lista no parecía ser tan larga como debería haber sido. Lo cierto era que los huérfanos, como eran ellas, no tenían opciones en sus vidas. Se preparaban para vidas en las que serían contratados como aprendices o sirvientas, soldados o algo peor. No existía una esperanza real de que alguna vez fueran libres, pues incluso aquellos que verdaderamente estuvieran buscando un aprendiz solo pagarían una miseria; ni tan solo lo suficiente para saldar su deuda.
Y la verdad es que Catalina tenía poca paciencia para coser y para cocinar, para la etiqueta y para la mercería.
—Podríamos encontrar algún comerciante e intentar aprender por nosotros mismas —sugirió Catalina.
Sofía negó con la cabeza.
—Incluso aunque encontráramos a uno dispuesto a hacerse cargo de nosotras, querrían saber de nuestras familias de antemano. Cuando no pudiéramos mostrar a un padre que nos avalara, sabrían lo que éramos.
Catalina tuvo que admitir que su hermana tenía razón.
—Bien, en ese caso, podríamos enrolarnos como tripulación en una barcaza y ver el resto del país.
Incluso mientras lo decía, sabía que probablemente era tan absurda como su primera idea. El capitán de una barcaza también haría preguntas y, probablemente, los perseguidores de huérfanos fugados vigilarían en las barcazas en busca de los que estuvieran intentando escapar. Definitivamente, no podían confiar en nadie más para que las ayudara, no después de lo que había sucedido en la biblioteca, con el único hombre de esta ciudad que ella había considerado un amigo.
Qué ingenua y estúpida había sido.
Sofía también parecía ver la magnitud de a lo que se enfrentaban. Apartó la vista con un gesto melancólico en la cara.
—Si pudieras hacer cualquier cosa —preguntó Sofía— si pudieras ir a cualquier sitio, ¿a dónde irías?
Catalina no había pensado en ello en esos términos.
—No lo sé —dijo—. Quiero decir, nunca pensé en más allá que pasar el día.
Sofía se quedó en silencio durante un buen rato. Catalina podía sentir que estaba pensando.
Finalmente, Sofía habló.
—Si intentamos hacer cualquier cosa normal, van a haber tantos obstáculos como si apuntamos a las cosas más grandes del mundo. Tal vez incluso más, pues la gente espera de nosotros que nos conformemos con menos. Así qué, ¿qué quieres, más que cualquier otra cosa?
Catalina pensó en ello.
—Quiero encontrar a nuestros padres —dijo Catalina, dándose cuenta de lo que había dicho mientras hablaba.
Sintió la ráfaga de dolor que recorrió a Sofía tras aquellas palabras.
—Nuestros padres están muertos —dijo Sofía. Parecía tan segura que Catalina deseaba preguntarle de nuevo qué había sucedido todos aquellos años atrás—. Lo siento, Catalina. No me refería a eso.
Catalina suspiró amargamente.
—Quiero que nadie vuelva a controlar lo que hago —dijo Catalina, escogiendo aquello que quería casi tanto como el regreso de sus padres—. Quiero ser libre, realmente libre.
—Yo también quiero eso —dijo Sofía—. Pero hay muy poca gente realmente libre en esta ciudad. En realidad, los únicos están…
Miró hacia el otro lado de la ciudad y, siguiéndole la mirada, Catalina vio que estaba mirando hacia el palacio, con su mármol reluciente y sus adornos dorados.
Catalina podía sentir lo que estaba pensando.
—No creo que ser una sirvienta en palacio te hiciera libre —dijo Catalina.
—No estaba pensando en ser una sirvienta —dijo bruscamente Sofía—. Y si… ¿y si simplemente pudiéramos entrar allí y ser uno de ellos? ¿Y si pudiéramos convencerlos de que lo éramos? ¿Y si pudiéramos casarnos con un hombre rico, tener contactos en la corte?
Catalina no rió, pero solo porque vio lo en serio que su hermana se tomaba aquella idea. Si pudiera tener cualquier cosa en el mundo, lo último que querría Catalina sería entrar en palacio y convertirse en una gran dama, para casarse con un hombre que le dijera lo que tenía que hacer.
—No quiero que mi libertad dependa de nadie más —dijo Catalina—. El mundo nos ha enseñado una cosa y solo una cosa: tenemos que depender de nosotras mismas. Solo de nosotras mismas. De ese modo, podemos controlar todo lo que nos suceda. Y no tenemos que confiar en nadie. Tenemos que aprender a cuidar de nosotras. A mantenernos. A vivir de la tierra. A aprender a cazar. A cultivar. Cualquier cosa en la que no tengamos que confiar en nadie más.