Entonces Catalina vio unas cosas en el agua. Vio unas siluetas que gritaban destruidas por el sufrimiento. Vio un lugar lleno de dolor y sufrimiento, terror e impotencia. Reconoció a algunos de ellos porque los había matado o, por lo menos, a sus fantasmas. Había visto sus imágenes mientras la perseguían por el bosque. Eran guerreros que habían estado comprometidos con Siobhan.
—Ellos me traicionaron –dijo Siobhan— y pagaron por su traición. Mantendrás tu palabra conmigo o te convertiré en algo más útil. Haz lo que yo quiero, o te unirás a ellos y me servirás como lo hacen ellos.
Entonces soltó a Catalina y Catalina se levantó, hablando a borbotones mientras luchaba por coger aire. Ahora la fuente había desaparecido y, una vez más, estaban en el patio de la forja. Ahora Siobhan estaba un poco apartada de ella, de pie como si no hubiera pasado nada.
—Yo quiero ser tu amiga, Catalina —dijo—. No me querrías como enemiga. Pero haré lo que deba.
—¿Lo que debas? —replicó Catalina—. ¿Crees que tienes que amenazarme o hacerme matar a gente?
Siobhan extendió las manos.
—Como te dije, es la maldición de los poderosos. Tienes el potencial para ser muy útil para lo que se avecina, y yo sacaré el máximo provecho de eso.
—No lo haré —dijo Catalina—. No mataré a una chica sin razón.
Entonces Catalina atacó, no físicamente, sino con sus poderes. Reunió su fuerza y la lanzó como una piedra contra los muros que rodeaban la mente de Siobhan. Rebotó y el poder parpadeó.
—No tienes el poder para luchar contra mí —dijo Siobhan—, y no te molestes en tomar esa opción. Déjame que te lo ponga más fácil.
Hizo un gesto y la fuente apreció de nuevo y las aguas se movieron. Esta vez, cuando la imagen se fijó, no tuvo que preguntar a quién estaba mirando.
—¿Sofía? —preguntó Catalina—. Déjala en paz, Siobhan, te lo advierto…
Siobhan la agarró de nuevo y la obligó a mirar a esa imagen con la horrible fuerza que parecía poseer.
—Alguien va a morir —dijo Siobhan—. Puedes escoger quién, simplemente escogiendo si matas a Gertrude Illiard. Puedes matarla a ella, o tu hermana puede morir. Tú eliges.
Catalina la miró fijamente. Sabía que en realidad no era una elección. No cuando se trataba de su hermana.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré. Haré lo que tú quieras.
Dio la vuelta y se dirigió hacia Ashton. No fue a despedirse de Will, Tomás o Winifred, en parte porque no quería arriesgarse a que Siobhan se acercara tanto a ellos y, en parte, porque estaba segura de que, de algún modo, verían lo que debía hacer a continuación y se avergonzarían de ella por eso.
Catalina estaba avergonzada. Odiaba pensar en lo que estaba a punto de hacer y en el hecho de que tenía tan poca elección. Solo debía esperar que todo esto fuera una prueba y que Siobhan la detuviera a tiempo.
—Tengo que hacerlo —se decía a sí misma mientras caminaba—. Tengo que hacerlo.
«Sí» —le susurraba la voz de Siobhan—, «debes hacerlo».
CAPÍTULO DOS
Sofía regresó al campamento que había hecho con las demás, sin saber qué hacer, qué pensar, incluso qué sentir. Debía concentrarse en cada paso en la oscuridad, pero lo cierto era que no podía concentrarse, no después de todo lo que había descubierto. Tropezó con unas raíces y se sujetó a unos árboles para apoyarse mientras intentaba encontrarle el sentido a la noticia. Notaba que unas hojas se le enredaban en su largo pelo rojo y la corteza dejaba tiras de musgo en su vestido.
La presencia de Sienne la detuvo. El gato del bosque le empujaba las piernas, guiándola de vuelta al lugar donde estaba la carreta, el círculo de luz de la hoguera parecía el único lugar seguro en un mundo que, de repente, no tenía fundamentos. Cora y Emelina estaban allí, la antigua sirvienta contratada de palacio y la niña abandonada con un talento para tocar las mentes miraban a Sofía como si se hubiera convertido en un fantasma.
Ahora mismo, Sofía no estaba segura de no haberlo hecho. Se sentía frágil; irreal, como si el mínimo golpe de aire pudiera hacerla estallar en un montón de direcciones diferentes, para no volverla a juntarse nunca más. Sofía sabía que el camino de vuelta a través de los árboles la habría dejado con un aspecto salvaje. Se sentó contra una de las ruedas del carro, mirando fijamente perpleja hacia delante mientras Sienne se acurrucaba contra ella, casi como lo hubiera hecho un gato doméstico en lugar del gran depredador que era.
—¿Qué sucede? —preguntó Emelina. «¿Sucedió algo?» —añadió mentalmente.
Cora fue también hacia ella y estiró el brazo para tocar el hombro de Sofía.
—¿Pasa algo?
—Yo… —Sofía rió, aunque reír fuera todo menos la respuesta adecuada a lo que ella sentía—. Creo que estoy embarazada.
A medio camino de decirlo, la risa se convirtió en lágrimas y, una vez empezó, Sofía no podía parar. Simplemente le salían y ni tan solo podía decir si eran lágrimas de felicidad o de desesperación, la ansiedad al pensar en todo lo que le podría venir o en algo completamente diferente.
Las otras fueron a abrazarla, rodeando a Sofía con sus brazos mientras el mundo se nublaba a través de aquel laberinto.
—Todo irá bien —dijo Cora—. Haremos que funcione.
Ahora mismo, Sofía no podía ver cómo algo de eso podía funcionar.
—¿Es Sebastián el padre? —preguntó Emelina.
Sofía asintió. ¿Cómo podía pensar que había habido alguien más? Entonces se dio cuenta… Emelina estaba pensando en Ruperto, preguntando si el intento de violación había ido más lejos de lo que pensaban.
—Sebastián… —consiguió decir Sofía—. Él es el único con el que me he acostado. Es su hijo.
El hijo de los dos. O lo sería, con el tiempo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cora.
Sofía no tenía una respuesta para esa pregunta. Era la pregunta que amenazaba con abrumarla de nuevo y que parecía traer lágrimas con tan solo intentar pensar en ella. No podía imaginar lo que vendría a continuación. No podía ni empezar a imaginarse cómo irían las cosas.
Aun así, hizo todo lo que pudo por pensar en ello. En un mundo ideal, ella y Sebastián ahora estarían casados, y ella hubiera descubierto que estaba embarazada rodeada de gente que la ayudaría, en un lugar cálido y seguro donde Sofía podría criar bien a un hijo.
En su lugar, estaba a la intemperie con frío y humedad, enterándose de la noticia, solo con Cora y Emelina para contárselo, sin tan solo su hermana para ayudarla.
«¿Catalina?» —mandó hacia la oscuridad—. «¿Puedes oírme?»
No hubo respuesta. Tal vez era la distancia la que lo hacía, o tal vez Catalina estaba demasiado ocupada para responder. Tal vez podía ser una de entre una docena de otras cosas, pues lo cierto era que Sofía no sabía lo suficiente acerca del talento que tenían ella y su hermana para saber seguro qué podía delimitarlo. Lo único que sabía era que la oscuridad se tragó sus palabras con la misma certeza que si, sencillamente, las hubiera gritado.
—Quizás Sebastián vendrá a por ti —dijo Cora.
Emelina la miró con incredulidad.
—¿Realmente piensas que esto va a pasar? ¿Qué un príncipe