Entonces Sofía las odiaba, con el tipo de odio por el que siempre reprendía a Catalina por tener demasiado cerca. Quería verlas morir y el desearlo era una especie de dolor también, pues no existía un modo en el que Sofía pudiera estar en posición de hacer que eso sucediera. Ni tan solo podía liberarse a sí misma ahora.
Tampoco podía dormir. El dolor y la postura incómoda se encargaban de ello. A lo que más se podía acercar Sofía era a una especie de delirio medio en sueños, en el que el pasado se mezclaba con el presente mientras la lluvia continuaba pegándole el pelo a la cabeza.
Soñaba con la crueldad que había visto en Ashton, y no solo en el infierno viviente del orfanato. Las calles habían sido casi igual de malas con sus depredadores y su cruel falta de preocupación por aquellos que acababan en ellas. Incluso en el palacio, por cada alma bondadosa, había otra como Milady d’Angelica que parecía gozar del poder que su posición le daba para ser cruel con los demás. Pensaba en un mundo que estaba lleno de guerras y crueldad provocada por los humanos, preguntándose cómo podía haberse convertido en un lugar tan desalmado.
Sofía intentaba llevar sus pensamientos a cosas más agradables, pero no era fácil. Empezó a pensar en Sebastián, pero lo cierto era que eso le dolía demasiado. Las cosas parecían perfectas entre ellos y después de descubrir quién era ella… se había hecho pedazos tan rápidamente que ahora su corazón parecía ceniza. Ni tan solo había intentado hacer frente a su madre y quedarse con Sofía. Simplemente la había despachado.
En su lugar, pensó en Catalina y, pensando en ella, vino la necesidad de gritar para pedir ayuda una vez más. Mandó otra llamada en los primeros destellos de la luz del amanecer, pero aun así, no hubo nada. Peor aún, pensar en su hermana sobre todo traía consigo recuerdos de los tiempos difíciles en el orfanato, o de otras cosas anteriores.
Sofía pensó en el fuego. En el ataque. Era tan pequeña cuando esto había sucedido que apenas recordaba nada de ello. Podía recordar las caras de su madre y de su padre, pero no sus voces gritando las pocas instrucciones para que corrieran. Recordaba tener que huir, pero tan solo podía juntar los más débiles destellos del tiempo anterior a esto. Había un caballito mecedor de madera, una casa grande donde era fácil jugar a perderse, una niñera:
Sofía no podía sacar nada más que eso de su memoria. La Casa de los Abandonados la había cubierto casi por completo con un miasma hecho de dolor, de manera que era difícil pensar más allá de los azotes y de las ruedas de moler, la sumisión forzosa y el temor que venía de saber hacia donde llevaba todo esto.
Lo mismo que ahora aguardaba a Sofía: ser vendida como un animal.
¿Cuánto tiempo estuvo allí colgada, sin poderse mover por mucho que intentara escapar? Por lo menos, el tiempo suficiente para que el sol estuviera en el horizonte. El tiempo suficiente para que cuando vinieran las monjas enmascaradas para cortar las cuerdas, las extremidades de Sofía cedieran, haciendo que se desplomara sobre las piedras del patio. Las monjas no hicieron ni un movimiento para ayudarla.
—Levántate —ordenó una de ellas—. No querrás vender tu deuda con este aspecto.
Sofía continuó allí tumbada, apretando los dientes para aguantar el dolor mientras la sensibilidad trepaba de nuevo a sus piernas. Solo se movió cuando la monja la atacó, pateándola.
—Levanta, te dije —dijo bruscamente.
Sofía se obligó a ponerse de pie y las monjas enmascaradas la tomaron por los brazos del mismo modo que Sofía imaginaba que un prisionero podría ser escoltado hacia su ejecución. Ella no se sentía mucho mejor ante la expectativa de lo que le esperaba.
La llevaron hasta una pequeña celda de piedra, donde había cubos esperando. Entonces la restregaron y, de alguna manera, las monjas enmascaradas consiguieron convertir incluso esto en una especie de tortura. Parte del agua estaba tan caliente que escaldó la piel de Sofía mientras le limpiaba la sangre, haciéndola gritar con todo el dolor que había sufrido cuando la Hermana O’Venn la había azotado.
Había más agua que estaba fría como el hielo, de un modo que hizo tiritar a Sofía. Incluso el jabón que utilizaban las monjas escocía, quemándole en los ojos mientras le fregaban el pelo y se lo ataban atrás en un nudo irregular que no tenía nada que ver con los elegantes diseños del palacio. Le quitaron sus enaguas blancas y le dieron la indumentaria gris del orfanato para que se la pusiera. Después de las ropas elegantes que Sofía había llevado los días anteriores, esta hacía que le picara la piel junto con la promesa de mordeduras de insectos. No le dieron de comer. Presuntamente, no valía la pena, ahora que su inversión en ella llegaba al final.
Así era este lugar. Era como una granja para niños, engordándolos justo lo suficiente y con las habilidades y el miedo para convertirlos en aprendices útiles o sirvientes para después venderlos.
—Saben que esto está mal —dijo Sofía mientras la llevaban hacia la puerta—. ¿No ven las cosas que están haciendo?
Otra de las monjas le dio un coscorrón detrás de la cabeza, que hizo tropezar a Sofía.
—Proporcionamos la misericordia de la Diosa Enmascarada a aquellos que la necesitan. Ahora, cállate. Te venderás por un precio peor si tienes la cara amoratada por haberte pegado.
Sofía tragó saliva al pensar en ello. No había pensado en lo cuidadosamente que habían escondido las marcas de sus azotes bajo el gris apagado de su indumentaria. De nuevo, se puso a pensar en los granjeros, aunque ahora se trataba del tipo de comerciante de caballos que podría teñir el pelaje de un caballo para venderlo mejor.
La llevaban por los pasillos del orfanato, pero ahora no había caras observando. No querían que los niños que había allí vieran esta parte, probablemente porque a demasiados les recordaría el destino que les esperaba. Los alentaría a escapar, mientras los azotes de la noche anterior probablemente los habían aterrorizado para que no lo hicieran nunca.
En cualquier caso, ahora se dirigían a las secciones de la Casa de los Abandonados donde ahora no iban los niños, hacia los espacios reservados para las monjas y sus visitas. En su mayoría era sencillo, aunque había notas de riqueza por todas partes, en candelabros bañados de oro, o en el brillo de la plata alrededor de los bordes de una máscara ceremonial.
La habitación a la que llevaron a Sofía era casi lujosa para el nivel del orfanato. Parecía un poco la sala de recepción de una casa noble, con sillas colocadas alrededor de los lados, cada una con una pequeña mesa en la que había una copa de vino y un plato con dulces. En un extremo de la sala había una mesa, tras la que estaba la Hermana O’Venn, con un trozo de vitela doblada a su lado. Sofía imaginó que sería la cuenta de su venta. ¿Le harían saber la cantidad antes revenderla?
—Formalmente —dijo la Hermana O’Venn—, debemos preguntarte, antes de venderte, si tienes los medios para devolver tu deuda a la diosa. Aquí está la cantidad. Ven, cosa inútil, y descubre lo que en realidad vales.
Sofía no tuvo elección; la llevaron hasta la mesa y miró. No se sorprendió al ver que había anotada cada comida, cada noche de alojamiento. Subía tanto que Sofía retrocedió por instinto.
—¿Tienes los medios para pagar esta deuda? —repitió la monja.
Sofía la miró fijamente.
—Sabe que no los tengo.
Había un taburete en medio de la sala, tallado de madera dura y que completamente con el resto de la sala. La Hermana O’Venn señaló hacia él.
—Entonces te sentarás allí, y lo harás recatadamente. No hablarás a menos que se te pida. Obedecerás cualquier instrucción al instante. Falla y habrá castigo.
Sofía estaba demasiado herida para desobedecer. Fue hacia el taburete bajo y se sentó, bajando lo suficiente la mirada para no atraer la atención de las monjas. Aun así, observó cómo entraban unos tipos en la sala, hombres y mujeres, todos rodeados por una sensación de riqueza. Sin embargo, Sofía no pudo ver mucho