—¿Y si quisiéramos irnos? —preguntó Cora.
Emelina miró a su alrededor.
—¿Por qué alguien iba a quererse ir? Vosotras no queréis, ¿verdad?
Entonces hizo lo impensable y hurgó en la mente de su amiga sin preguntar. Allí podía sentir sus dudas, pero también la esperanza de que todo esto saldría bien. Cora realmente quería poderse quedar. Sencillamente no quería sentirse como un animal enjaulado. No quería estar otra vez atrapada. Emelina lo podía entender, pero aun así, se relajó. Cora iba a quedarse.
—Yo no —dijo Cora— pero… necesito saber que todo esto no es una trampa, o una prisión. Necesito saber que no vuelvo a ser una sirvienta ligada por contrato en todo menos en el nombre.
—No lo eres —dijo Vincente—. Esperamos que te quedes, pero si decides marchar, solo pedimos que guardes nuestros secretos. Esos secretos protegen el Hogar de Piedra, más que la neblina, más que nuestros guerreros. Ahora, me iré para que os instaléis. Cuando estéis listas, venid al edificio circular del centro de la aldea. Allí Flora lleva el comedor y habrá comida para las dos.
Se fue, lo que significó que Emelina y Cora pudieron echar un vistazo a su nuevo hogar.
—Es pequeña —dijo Emelina—. Sé que tú vivías en un palacio.
—Yo vivía en cualquier rincón del palacio que encontraba para dormir —puntualizó Cora—. Comparada con una alacena o una hornacina vacía, esto es enorme. Pero necesitará trabajo.
—Podemos trabajar —dijo Emelina, mirando ya las posibilidades—. Atravesamos medio reino. Podemos hacer una cabaña mejor en la que vivir.
—¿Piensas que Catalina o Sofía alguna vez vendrán aquí? —preguntó Cora.
Emelina se había estado haciendo casi la misma pregunta.
—Creo que Sofía va a estar ocupada en Ishjemme —dijo—. Con suerte, realmente encontró a su familia.
—Y tú encontraste a la tuya, en cierto modo —dijo Cora.
Eso era cierto. Puede que la gente que había allí no fueran realmente sus familiares, pero lo parecían. Habían experimentado el mismo odio en el mundo, la misma necesidad de esconderse. Y ahora, estaban allí el uno por el otro. Era lo más cercano a una definición de familia que Emelina había encontrado.
Eso también convertía a Cora en familia. Emelina no quería que ella lo olvidara.
Emelina la abrazó.
—Creo que esto puede ser una familia para las dos. Es un lugar donde las dos podemos ser libres. Es un lugar donde las dos podemos estar a salvo.
—Me gusta la idea de estar a salvo —dijo Cora.
—A mí me gusta la idea de ya no tener que atravesar el reino andando en busca de este lugar —respondió Emelina. A estas alturas ya estaba harta de estar de camino. Alzó la vista—. Tenemos un techo.
Después de tanto tiempo de viaje, incluso eso parecía un lujo.
—Tenemos un techo —le dio la razón Cora—. Y una familia.
Se hacía extraño poder decirlo después de tanto tiempo. Era suficiente. Más que suficiente.
CAPÍTULO CUATRO
La Reina Viuda María de la Casa de Flamberg estaba sentada en sus recibidores y luchaba por contener la furia que amenazaba con consumirla. Furia por el bochorno del día anterior, furia por el modo en que su cuerpo la traicionaba, haciéndola toser sangre en un pañuelo de encaje incluso ahora. Sobre todo, furia por unos hijos que no hacían lo que se les decía.
—El Príncipe Ruperto, su majestad —anunció un sirviente, cuando el hijo mayor entraba haciendo aspavientos en el recibidor, pareciendo esperar exactamente alabanzas por todo lo que había hecho.
—¿Va a felicitarme por mi victoria, Madre? —dijo Ruperto.
La Viuda adoptó su tono más frío. Era lo único que la frenaba de gritar ahora mismo.
—Es costumbre hacer una reverencia.
Al menos eso bastó para que Ruperto parara de golpe y la mirara fijamente con una mezcla de sorpresa y rabia antes de intentar una breve reverencia. Bueno, hagamos que recuerde quién todavía mandaba aquí. Parecía haberlo olvidado por completo en los últimos días.
—Así que quieres que yo te felicite, ¿verdad? —preguntó la Viuda.
—¡Gané yo! —insistió Ruperto—. Yo hice retroceder la invasión. Yo salvé al reino.
Lo dijo como si fuera un caballero que vuelve de una gran cruzada en los viejos tiempos. Bueno, tiempos como estos habían pasado hacía mucho.
—Siguiendo tu propio plan temerario en lugar del que se acordó —dijo la Viuda.
—¡Funcionó!
La Viuda hacía un esfuerzo por contener su mal genio, al menos por ahora. Sin embargo, a cada segundo se hacía más difícil.
—¿Y piensas que la estrategia que yo escogí no hubiera funcionado? —preguntó—. ¿Piensas que no hubieran colisionado contra nuestras defensas? ¿Piensas que debería estar orgullosa de la matanza que ocasionaste?
—Una matanza de enemigos y de los que no luchaban contra ellos —contraatacó Ruperto—. ¿Piensa que no he oído historias sobre las cosas que ha hecho usted, Madre? ¿De las matanzas de los nobles que apoyaban a los Danse? ¿De su acuerdo para permitir que la iglesia de la Diosa Enmascarada matara a cualquiera que ellos consideraran malvado?
No permitiría que su hijo comparara esas cosas. No daría vueltas a las duras necesidades del pasado con un chico que había sido un bebé de pecho incluso durante las más recientes.
—Eso era diferente —dijo—. No teníamos opciones mejores.
—Aquí no tuvimos opciones mejores —espetó Ruperto.
—Teníamos una opción que no incluía la matanza de nuestro pueblo —respondió la Viuda, con el mismo calor en su tono—. Eso no incluía la destrucción de parte de las tierras de cultivo más valiosas del reino. Hiciste retroceder al Nuevo Ejército, pero nuestro plan lo hubiera destrozado.
—El plan de Sebastián era estúpido, como hubiera visto si no hubiera estado tan ciega con sus defectos.
Lo que llevó a la Viuda a la segunda razón de su rabia. La más grande, y la que había estado ocultando sobre que no se fiaba de que pudiera estallar con ella.
—¿Dónde está tu hermano, Ruperto? —preguntó.
Lo intentó con la inocencia. A estas alturas debería haberse dado cuenta de que esto no funcionaba con ella.
—¿Cómo iba a saberlo, Madre?
—Ruperto, Sebastián fue visto por última vez en los muelles, intentando coger un barco hacia Ishjemme. Tú llegaste personalmente para atraparlo. ¿Piensas que no tengo espías?
Ella miraba cómo él intentaba calcular qué decir a continuación. Siempre lo había hecho desde que era un niño, intentar encontrar la forma de las palabras que le permitiera hacer trampa con el mundo para que tuviera la forma que él quería.
—Sebastián está en un lugar seguro —dijo Ruperto.
—Lo que significa que lo has encarcelado, a tu propio hermano. No tienes ningún derecho a hacerlo, Ruperto. —Un ataque de tos se llevó algo de la bofetada de sus palabras. Ignoró la sangre nueva.
—Había pensado que se alegraría, Madre —dijo—. Al fin y al cabo, estaba intentando huir del reino después de escapar del matrimonio que usted había organizado.