Un Grito De Honor . Морган Райс. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Морган Райс
Издательство: Lukeman Literary Management Ltd
Серия: El Anillo del Hechicero
Жанр произведения: Героическая фантастика
Год издания: 0
isbn: 9781632911087
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alcanzan la grandeza,

      y a algunos les es impuesta la grandeza”.

—William ShakespeareNoche de Reyes

      CAPÍTULO UNO

      Luanda fue a la carga en el campo de batalla, evitando por poco a un caballo a galope, mientras se dirigía hacia la pequeña vivienda donde estaba el rey McCloud. Ella puso la fría lanza de hierro en su mano, temblando, mientras atravesaba las polvorientas tierras de esta ciudad que una vez conoció, esta ciudad de su gente. Todos estos meses ella había sido obligada a presenciar cómo eran masacrados – y ya había tenido suficiente. Algo en su interior la hizo reaccionar. Ya no le importaba si iba contra todo el ejército McCloud – haría todo lo que estuviera en sus manos para detenerlo.

      Luanda sabía que lo que iba a hacer era una locura, que estaba tomando su vida en sus manos, y que era probable que McCloud la matara. Pero alejó esos pensamientos de su mente mientras corría. Había llegado el momento de hacer lo correcto, costara lo que costara.

      En el campo de batalla lleno de gente, en medio de los soldados, ella vio a McCloud a lo lejos, llevando a esa pobre chica gritando hacia una vivienda abandonada—una pequeña casa de barro. Él cerró la puerta de golpe, detrás de ellos, levantando una nube de polvo.

      "¡Luanda!", se escuchó un grito.

      Ella se volvió y vio a Bronson, tal vez nueve metros detrás, persiguiéndola. Su avance fue interrumpido por la incesante oleada de caballos y soldados, que lo obligó a parar varias veces.

      Ahora era su gran oportunidad. Si Bronson la alcanzaba, él podría impedirle avanzar.

      Luanda duplicó su velocidad, empuñando la lanza y tratando de no pensar en la locura que era todo esto, en las pocas posibilidades que tenía. Si ejércitos completos no podían contra McCloud, si sus generales, su propio hijo, temblaban ante él, ¿qué oportunidad podría tener ella?

      Por otra parte, Luanda nunca había matado a un hombre, mucho menos a un hombre de la estatura de McCloud. ¿Se paralizaría llegado el momento? ¿Podría realmente acecharlo? ¿Él era insensible, como le había advertido Bronson?

      Luanda se sintió implícita en el derramamiento de sangre de este ejército, en la ruina de su propia tierra. En retrospectiva, lamentaba haber aceptado casarse con McCloud, a pesar de su amor por Bronson. Ella había aprendido que los McCloud eran gente salvaje, imposible de corregir. Los MacGil habían sido afortunados al estar separados por las Tierras Altas, de eso se daba cuenta ella ahora, y de que ellos se habían quedado en su lado del Anillo. Ella había sido ingenua, había sido tan tonta en suponer que los McCloud no eran tan malos como le habían hecho creer. Ella pensó que podría cambiarlos, que al tener la oportunidad de ser una princesa McCloud—y algún día reina—valdría la pena, fuera cual fuera el riesgo.

      Pero ahora sabía que estaba equivocada. Daría todo—renunciaría a su título, a sus riquezas, a su fama, todo ello – por no haber conocido nunca a los McCloud, por estar de vuelta en la seguridad, con su familia, en su lado del Anillo. Estaba enojada con su padre por haber arreglado ese matrimonio; ella era joven e ingenua, pero él debió haberlo sabido. ¿Era tan importante para él la política como para sacrificar a su propia hija? También estaba enojada con él, por morir, por haberla dejado sola con todo esto.

      Luanda había aprendido a la mala, en estos últimos meses, a depender de sí misma, y ahora era su oportunidad de hacer las cosas bien.

      Temblaba cuando llegó a la pequeña casa de barro, con su puerta oscura, de roble, que estaba bien cerrada. Giró y miró a ambos lados, esperando que los hombres de McCloud se le echaran encima, pero para su alivio, estaban todos muy preocupados con los estragos que estaban causando, para darse cuenta.

      Levantó la estaca que tenía en la mano y sujetó el picaporte, girándolo con toda la delicadeza que pudo, rogando no alertar a McCloud.

      Entró. Estaba oscuro, y sus ojos se ajustaron lentamente a la luz áspera del sol de la ciudad blanca; también estaba más fresco aquí, y cuando ella caminó a través del umbral de la pequeña casa, lo primero que escuchó fueron los gemidos y gritos de la chica. Mientras sus ojos se ajustaban, ella echó un vistazo a la pequeña casa y vio a McCloud, desnudo de la cintura para abajo, en el piso; la chica estaba desnuda, luchando debajo de él. La chica lloró y gritó, con los ojos hinchados, mientras McCloud estiraba la mano y tapaba su boca con la carnosa palma de su mano.

      Luanda apenas podía creer que esto era real, que realmente estaba pasando por esto. Ella dio un paso vacilante hacia adelante, con las manos temblorosas, sus rodillas débiles y rezó para tener la fuerza para llevarlo a cabo. Ella agarró la lanza de hierro como si se tratara de su vida.

      Por favor, Dios, déjame matar a este hombre.

      Ella escuchó los gruñidos y gemidos de McCloud, como un animal salvaje, habiendo tenido suficiente. Fue implacable. Los gritos de la chica parecían amplificarse con cada uno de los movimientos de él.

      Luanda dio un paso, luego otro, hasta quedar a pocos centímetros de distancia. Ella miró hacia abajo a McCloud, estudió su cuerpo, tratando de decidir el mejor lugar para atacar. Por suerte, se había quitado su cota de malla y llevaba sólo una camisa delgada, de paño, ahora empapada en sudor. Podía olerlo desde aquí, y ella retrocedió. Quitar su armadura fue un movimiento descuidado de su parte, y ése sería, Luanda decidió, su último error. Ella levantaría el pico por lo alto, con ambas manos y lo sumiría en su espalda expuesta.

      Mientras los gemidos de McCloud alcanzaban su apogeo, Luanda levantó la lanza por lo alto. Pensaba en cómo cambiaría su vida después de este momento, cómo, en cuestión de segundos, nada volvería a ser igual. El reino de McCloud sería libre de su rey tirano; su gente se libraría de más destrucción. Su nuevo marido se levantaría y tomaría su lugar, y finalmente, todo estaría bien.

      Luanda se quedó ahí paralizada, con miedo. Ella tembló. Si ella no actuaba ahora, nunca lo haría.

      Contuvo la respiración, dio un último paso adelante, sostuvo el pico por lo alto con ambas manos y de repente cayó de rodillas, sumiéndolo con todas sus fuerzas, preparándose para hundirlo en su espalda.

      Pero sucedió algo que ella no esperaba, y todo ocurrió de manera borrosa, demasiado rápido para que reaccionara: en el último segundo, McCloud se quitó del camino. Para un hombre de su corpulencia, él era mucho más rápido de lo que ella podía imaginar. Rodó hacia un lado, dejando expuesta a la chica que estaba debajo de él. Era demasiado tarde para que Luanda parara.

      El pico de hierro continuó sumiéndose, para horror de Luanda, hasta el fondo – en el pecho de la chica.

      La chica se sentó recta, chillando, y Luanda estaba mortificada al sentir el pico perforando su carne, profundamente, varios centímetros, en todo su corazón. Brotó sangre de su boca y miró a Luanda, aterrada, traicionada.

      Finalmente, yacía boca abajo, muerta.

      Luanda se arrodilló, entumecida, traumatizada, apenas entendiendo lo que había pasado. Antes de que ella pudiera| procesar todo, antes de que ella pudiera darse cuenta de que McCloud estaba a salvo, sintió un golpe punzante en un costado de su cara y sintió que caía al suelo.

      Mientras se elevaba por el aire, estaba vagamente consciente de que McCloud acababa de golpearla, de darle un tremendo golpe que la había mandado a volar, había, sin duda, anticipado cada movimiento desde que ella había entrado en la habitación. Él había fingido ignorancia. Había esperado el momento indicado, el momento perfecto para no sólo esquivar el golpe de ella, sino para hacer que matara a esa pobre chica y al mismo tiempo, hacerla sentir culpable por ello.

      Antes de que su mundo se desvaneciera, Luanda alcanzó a ver la cara de McCloud. Él estaba sonriendo, con la boca abierta, jadeando, como una bestia salvaje. Lo último que escuchó, antes de que su bota gigante se levantara y bajara hacia su cara, fue su voz gutural, desbordándose como un animal:

      "Me hiciste un favor", dijo él. "Ya había terminado con ella, de todos modos".

      CAPÍTULO