“¡NO TE DETENGAS!”, ordena Logan. “¡Sigue conduciendo!” Lo dice usando un tono de voz como de militar.
Pero no puedo escuchar. Hay un hombre ahí, parado, indefenso, vistiendo únicamente unos pantalones vaqueros deshilachados y un chaleco sin mangas, en el frío polar. Él tiene una barba larga, negra, el cabello revuelto y ojos grandes, negros, delirantes. Él es tan delgado, que parece que no ha comido en muchos días. Lleva un arco y una flecha atada a su pecho. Es un ser humano, un sobreviviente, como nosotros, eso es obvio.
Él agita sus brazos frenéticamente y no puedo atropellarlo. Ni puedo soportar dejarlo.
Nos detenemos abruptamente, a unos centímetros de distancia del hombre. Está ahí parado con los ojos abiertos de par en par, como si no esperara que nos detuviéramos realmente.
Logan no pierde el tiempo para salir de un salto, con las dos manos sobre su pistola, apuntando a la cabeza del hombre.
“¡APÁRTATE!”, grita.
Yo también salgo de repente.
El hombre levanta sus brazos, lentamente, aturdido, mientras da varios pasos hacia atrás.
“¡No disparen!”, suplica el hombre. “¡Por favor! ¡Soy como ustedes! Necesito ayuda. Por favor. No pueden dejarme morir aquí. Muero de hambre. No he comido en varios días. Déjenme ir con ustedes. Déjenme ir con ustedes. Por favor. ¡Por favor!”.
Se le quiebra la voz y veo la angustia en su rostro. Entiendo lo que él siente. No hace mucho tiempo, yo estaba igual que él, viviendo de gorra para sobrevivir con cada comida, aquí en las montañas. No estoy mucho mejor ahora.
“¡Tomen esto!”, dice el hombre, quitándose el arco y la carcaza de flechas. “¡Es para ustedes! ¡No es mi intención hacer daño!”.
“Camina despacio”, advierte Logan, sospechando aún.
El hombre extiende la mano con cautela y entrega el arma.
“Brooke, recógelo tú”, dice Logan.
Doy un paso al frente, tomo el arco y las flechas y las pongo en la parte trasera del camión.
“¿Lo ven?”, dice el hombre, sonriendo. “No soy una amenaza. Solamente quiero unirme a ustedes. Por favor. No pueden dejarme morir aquí”.
Lentamente, Logan relaja la guardia y baja un poco su arma. Pero mantiene enfocada la mirada en el hombre.
“Lo siento”, dice Logan. “No podemos tener otra boca que alimentar”.
“¡Espera!”, le grito a Logan. “No eres el único que está aquí. Tú no tomas todas las decisiones”. Me dirijo al hombre. “Cómo te llamas?”, le pregunto. “¿De dónde eres?”.
Me mira con desesperación.
“Me llamo Rupert”, dice él. “He sobrevivido aquí durante dos años. Yo ya te había visto a ti y a tu hermana. Cuando los tratantes de esclavos se la llevaron, intenté ayudar. ¡Soy quien taló ese árbol!”.
Mi corazón se rompe cuando dice esto. Él es la única persona que intentó ayudarnos. No puedo dejarlo aquí. No es correcto.
“Tenemos que llevarlo”, le digo a Logan. “Podemos hacer espacio para uno más”.
“No lo conoces”, dice Logan. “Además, no tenemos comida”.
“Puedo cazar”, dice el hombre. “Tengo la flecha y el arco”.
“Te está siendo de mucha ayuda aquí arriba”, dice Logan.
“Por favor”, dice Rupert. “Puedo ayudar. Por favor. No quiero su comida”.
“Lo llevaremos”, le digo a Logan.
“No, no lo llevaremos”, contesta. “No conoces a este hombre. No sabes nada de él”.
“No sé gran cosa de ti”, le digo a Logan, sintiendome más enojada. Odio que sea tan cínico, tan reservado. “Tú no eres la única persona que tiene derecho a vivir”.
“Si lo llevas, nos pondrás en peligro a todos”, dice. “No solamente a ti. También a tu hermana”.
“Somos tres personas, hasta donde sé”, se escucha la voz de Bree.
Volteo a ver que ella salió del camión y está parada detrás de nosotros.
“Y eso significa que somos una democracia. Y mi voto cuenta. Voto por llevarlo. No podemos dejarle aquí para que muera”.
Logan mueve la cabeza, parece enojado. Sin decir otra palabra, su mandíbula se enducrece, vuelve a subir al camión.
El hombre me mira con una gran sonrisa, su cara tiene miles de arrugas.
“Gracias”, dice susurrando. “No sé cómo agradecerte”.
“Sólo date prisa, antes de que él cambie de opinión”, digo, mientras volvemos al camión.
Al acercarse Rupert a la puerta, Logan dice: “No te sentarás adelante. Entra en la parte trasera del camión”.
Antes de que yo pueda discutir, Rupert sube feliz en la parte trasera del camión. Bree entra y yo también y nos vamos.
Es un estresante recordatorio del viaje de regreso al río. Conforme avanzamos, el cielo se oscurece; constantemtne observo la puesta del sol, de un rojo sangriento a través de las nubes. Está haciendo más frío cada segundo, y la nieve se está endureciendo conforme avanzamos, convirtiéndose en hielo en algunos lugares, lo que hace más inestable la conducción. El indicador de gasolina está disminuyendo, parpadea en rojo y aunque nos falta kilómetro y medio para llegar, siento como si estuviéramos luchando por cada centímetro. También siento cómo Logan está desasosegado por nuestro nuevo pasajero. Es un desconocido más. Una boca más que alimentar.
En silencio obligo al camión a seguir adelante, al cielo a mantener la luz, a la nieve a que no se endurezca, mientras piso a fondo el acelerador. Justo cuando creo que nunca vamos a llegar allá, rodeamos la curva, y veo nuestra salida. Giro con fuerza sobre el estrecho camino de tierra, que desciende hacia el río, obligando al camión a lograrlo. Sé que la lancha está a solo ciento ochenta metros de distancia.
Damos vuelta en otra curva, y al hacerlo, mi corazón se llena de alivio cuando veo la lancha. Todavía está ahí, flotando en el agua, y veo a Ben ahí parado, parece nervioso, mirando al horizonte esperando que nos acerquemos.
“¡Nuestra lancha!”, grita Bree emocionada.
Este camino tiene más baches cuando aceleramos cuesta abajo. Pero vamos a lograrlo. Me siento aliviada.
Sin embargo, al ver el horizonte, a lo lejos veo algo que me hace sentir descorazonada. No puedo creerlo. Logan debe estarlo viéndolo al mismo tiempo.
“Maldita sea”, susurra.
A lo lejos, en el Hudson, está la lancha de un tratante de esclavos—una lancha motora grande, brillante, elegante, negra, que se acerca rápidamente hacia nosotros. Es del doble de tamaño de la nuestra, y estoy segura de que está mucho más equipada. Para empeorar las cosas, veo otra lancha detrás de esa, más atrás.
Logan tenía razón. Estaban mucho más cerca de lo que creí.
Oprimo el freno y patinamos hasta detenernos como a nueve metros de la costa. Pongo la palanca de cambios en estacionar, abro la puerta y salgo, preparándome para correr hacia la lancha.
De repente, algo anda muy mal. Siento que no puedo respirar y un brazo rodea mi garganta; después siento que me arrastran hacia atrás. Me estoy sofocando, viendo estrellas, y no entiendo qué está pasando. ¿Los tratantes de esclavos nos tendieron una emboscada?
“No te muevas”, sisea una voz en mi oído.
Siento algo afilado y frío contra mi garganta y me percato de que es un cuchillo.
Es entonces que me doy cuenta de lo que ha sucedido. Rupert. El