– ¿Quieres tomar algo? —preguntó Jana.
– Si tienes una cerveza estaría bien —dijo Jukka con total confianza.
– Vale —Jana entró y hasta la terraza llegó el ruido de la nevera al abrirse y el tintineo de unas botellas de cristal. Regresó con dos botellines de tercio.
– Gracias —dijo Jukka y bebió el primer sorbo—. No te había visto antes por aquí.
– Pues llevo desde mayo en el piso. Yo tampoco te había visto.
– Debemos tener horarios diferentes, obviamente —Jukka bebió de nuevo— De modo que eres ¿checa?
– Sí —respondió ella bebiendo de su botella—. De una pequeña ciudad a unos ochenta y cinco kilómetros de Praga. Jičín. No te sonará.
– ¡Ah, sí! ¡Claro que sí! Está en la zona del Paraíso Bohemio —dijo Jukka con expresión segura ante la mirada desconcertada de Jana.
– ¿Lo conoces? ¿De verdad?
– Ya te digo. El castillo Trosky, el valle que hay a sus pies, el bosque que hay en las laderas del castillo. Sí lo conozco.
– ¿Y eso a que se debe? —preguntó Jana con interés.
– Cosas del pasado —respondió apesadumbrado Jukka—. No es algo que me apetezca recordar.
– Vale.
– Y tú, Jana. ¿Cómo es que hablas español tan bien?
– Como tú ¿no? No eres español ¿no?
– Sí lo soy. Es una larga historia familiar. Mi abuelo vino de Finlandia a España a mediados de los años 40. Una historia aburrida.
– Vale —Jana bebió y comenzó a mirar el horizonte. Las primeras sombras de la noche ya se cernían sobre el mar y los colores azul oscuro y negro se iban fundiendo—. Estudié español. En la Universidad.
– Lengua y literatura. ¿Filología?
– No. Eran asignaturas complementarias y en una academia privada. Estudié Film Studies… ¿Cómo se dice aquí?
– Cine. Comunicación Audiovisual… más o menos. No hay algo similar.
– Pues entonces eso. Estudié cine.
– Interesante —dijo Jukka al tiempo que sintió una especie de escalofrío—. ¿Trabajas en algo relacionado con el cine?
– No —contestó con pesadumbre—. No tiene nada que ver. ¿Y tú? ¿En que trabajas?
– Promotor de ventas. Voy a supermercados de la provincia, me aseguro de que los productos de la compañía para la que trabajo estén bien posicionados, que se apliquen las ofertas y promociones. Es un trabajo, hasta cierto punto, cómodo.
– Pero estás fuera todo el día, en la carretera. ¿Verdad?
– Sí. Pero me gusta. Me relaja conducir —bebió un sorbo y cambió de tema—. ¿Y esa afición por el cine clásico? Los Nibelungos no es una película que le guste a cualquiera.
– Me gusta ese tipo de cine ¿sabes? Como que era todo muy ingenuo, muy directo y con mucha frescura —Jukka advirtió que los ojos de Jana se habían encendido, su rostro además demostraba entusiasmo en lo que decía.
– Sí, supongo que tienes razón —dijo él con cierta indiferencia.
– Oye, Jukka, ya sé que te acabo de conocer y a lo mejor te suena a tontería o a que soy una pesada, o descarada. Pero… —balbuceó un poco antes de terminar la frase— ¿te gustaría ver la película conmigo? A lo mejor te convences de que es cierto eso que te digo. Si ves como hacían los efectos especiales, la interpretación, los movimientos de cámara tan rudimentarios para la época, el propio tema. Está basado en una leyenda épica…
– Disculpa Jana —cortó Jukka—, en serio me gustaría, pero mañana tengo que madrugar. Tengo que ir a hacer una de las rutas que me toca y tengo que salir temprano. En serio. Me gustaría, pero si no te importa mejor en otro momento.
– Vale —dijo Jana con cierta frustración.
– En serio, me gustaría. ¿Podemos vernos otro día? —preguntó Jukka.
– Pero tendría que ser por la tarde. Tengo un compromiso por la noche —respondió ella mirando hacia el horizonte.
– Sin problema. Cuando llegue después del trabajo vengo a avisarte.
– Mejor me llamas al móvil —le dijo mientras le apuntaba el número en un trocito de papel y se lo daba.
Jukka lo cogió. Sintió un escalofrío al rozar los dedos de Jana. Se percató que, en su mirada, hacía unos instantes viva y alegre, había aparecido como un velo de tristeza o, aún más, de melancolía. Tras despedirse de ella volvió a su apartamento. Terminó el informe que no había hecho antes y comenzó a pensar en el encuentro con Jana, en la breve conversación que le hizo recordar su pasado.
Cogió una cerveza de la nevera, la abrió y salió a la terraza. Por curiosidad miró en dirección al piso de Jana. Se veía luz. Luego, Jukka perdió su mirada en el firmamento. Algunas estrellas brillaban tenuemente, otras, por el contrario, parecía hacerlo con insistente fijeza. Del interior del salón le llegaba la música. Decidió finalizar su día. Se dispuso a apagar el ordenador, pero vio que tenía un mensaje de Helena. Entró en la red social y leyó las pocas líneas que le había remitido justo a la hora en la que había estado hablando con Jana. “Gracias por aceptarme. Un saludo”. Jukka respondió con un escueto “De nada”.
Jukka se acostó. No podía conciliar el sueño. Comenzó a dar vueltas en la cama. Sabía lo que pasaba en estos casos. Los minutos se hacían eternos y las horas pasaban lentamente como movidas por un mecanismo que ralentizaba cada segundo hasta la exasperación. Sin ninguna intención de pasar más tiempo del necesario en vela, decidió levantarse. Sabía el motivo de su desvelo. Jana. No exactamente ella. La situación desencadenada por el DVD le había hecho enfrentarse a un pasado del que quería desprenderse, del que al menos durante cuatro años había conseguido mantener fuera de su mente. Jukka deambuló por su apartamento.
Se detuvo delante de la habitación que estaba frente al salón. La puerta había permanecido cerrada durante cuatro años. Miró fijamente. No estaba seguro, pero se decidió. Abrió la puerta y encendió la luz. Sintió el olor a cerrado que penetraba por sus fosas nasales. Una mezcla de aire estanco, aroma a papel envejecido y plástico. Observó con detalle. Cuando organizó la habitación, el día que se instaló, lo hizo a conciencia, con meticulosidad y detalle. Frente a la entrada, de pared a pared, había una mesa encima de la cual se encontraba un portátil, una lámpara de mesa, un disco duro externo con los cables de conexión cuidadosamente guardados en una caja de cartón. Un atril con unos folios llenos de polvo ocupaba la esquina derecha. Recordaba muy bien lo que contenían los cajones de la mesa: bolígrafos, marcadores, material de oficina, algunas viejas fotografías y una funda de plástico en forma de tubo donde tenía guardado sus títulos de licenciatura y doctorado. Nunca había entendido la costumbre de colgarlos en las paredes como habían hecho otros colegas.
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