– Pero no me intentaba seducir, como lo hizo con Silvia, simplemente me amenazaba, – replicó Marisol.
– No importa, hermana – dijo Roberto – Bien, así lo suprimimos, no importa de qué manera, bien, puede enviar a todos nosotros al fuego de la inquisición, y ni siquiera el mismo rey nos ayudaría, ya que los legados del Papa no le someten. Ahora mismo salgo para Toledo. ¿Cuándo debe aparecer este tipo en la casa?
– Dentro de dos días – contestó Marisol con voz baja.
– Perfecto – dijo Roberto. Ya me estoy yendo. Mañana por la tarde llegaré llevando conmigo otros caballeros. Ya le derrocaremos.
Salió del salón. Doña Encarnación mandó a los sirvientes que dieran de comer a su hijo.
Después del desayuno le ganó el sueño ya que había estado en vela toda la noche. Sin embargo al cabo de dos horas ya estaba de pie, se despidió de todos, montó a su caballo y se puso a correr a todo correr hacia Toledo.
Al cabo de dos días Marisol y Doña Encarnación en el salón de su casa estaban esperando la visita de José María. En la habitación de al lado estaban escondidos Roberto con otros caballeros que habían venido de Toledo.
Cerca de las diez de la mañana su dichoso primo segundo apareció, vestido con traje azul, de calcetas oscuras, con su espalda a la talla. Al dejar su caballo cerca de la entrada, entró la casa y se dirigió directamente al salón donde lo esperaban Marisol y Doña Encarnación sentadas en los sillones grandes de color gris a ambos lados de la chimenea. Hizo reverencia, para observar las conveniencias, y acercándose a Marisol, le preguntó sin rodeos:
– ¿Has pensado en lo que te dije hace tres días?
La muchacha asintió con un movimiento de la cabeza.
– No me casaré contigo, José María – le contesto Marisol con voz de hielo. – No te amo.
– Pues, perfecto – pronunció José María con soberbia – no quieres que sea por las buenas, que sea por las malas.
Se acercó a la muchacha y le cogió del brazo con rudeza.
– Bien, te vas conmigo, bien, ahora mismo escribo una denuncia a la inquisición.
La intentó arrastrar detrás de si. La muchacha se puso a gritar. Doña Encarnación se lanzó en su ayuda.
En este preciso momento abrió la puerta, y Roberto con otros caballeros que estaban esperando en la habitación adyacente, entraron corriendo al salón, se acercaron al malhechor, y, con la rapidez de un rayo, lo capturaron y lo ataron. Este ni siquiera pudo defenderse o pronunciar una palabra.
Roberto con ayuda de dos compañeros suyos, llevó a su pariente a la calle, los demás trajeron caballos de la cuadra que estaba detrás de la casa. El desafortunado José María fue enarbolado a su caballo y este convoy formado por los caballeros de Su Majestad, estando a la cabeza Roberto, fue mandado directamente a Toledo, al Tribunal de la corte.
Doña Encarnación y Marisol parecían ni muertos ni vivos después de todo lo sucedido. Sólo al pasar una hora empezaron a volver en sí y se dieron cuenta por fin, que nadie les amenazaba más; así que pudieron tomar aliento.
Diez días después, el dichoso pariente de la familia Echeveria de la Fuente fue juzgado por el Tribunal del Rey y condenado al exilio del país a las colonias, por la pérdida del honor de caballero.
Roberto Echevería personalmente, le escoltó hasta Cádiz, donde el prisionero fue colocado en un navío que le iba a llevar a las islas para cumplir la condena.
Terminado el asunto, Roberto volvió a la casa y comunicó que nada más amenazaba a su familia. Todos los habitantes de la casa, por fin, podían dormir en paz.
– Y ¿si de repente huye y vuelve por aquí? – preguntó Marisol cautamente.
– Es posible, pero muy poco probable. Espero que se quede allí para siempre. Así que podéis vivir tranquilas.
Por la tarde Doña Encarnación organizó una pequeña cena familiar para celebrar aquel evento, a donde invitó a sus hermanas, tías de Marisol y a su abuela. Todos se alegraban por la prodigiosa liberación del peligro que amenazó a toda la familia, agradeciendo a Roberto por la discreción.
– Y ahora, ¿qué piensas hacer, mi hermana? – le preguntó a Marisol Roberto después de la cena – ¡no estaría mal que te buscáramos a un novio!
– Pienso irme a Andalucía para unos meses – le contestó Marisol – por aquí, en Madrid, sólo tengo disgustos. En nuestra finca me siento bien y tranquila. No importa que pronto llegue el invierno, no le tengo miedo.
Doña Encarnación se apenó, al saber de la decisión de su hija.
– Estarás sola allí, hija mía – le dijo con un suspiro – Y yo también me quedo sola en nuestra casa, pero tengo que estar aquí. ¡Ojalá que por lo menos Roberto se case pronto para que pueda criar a mis nietos!
– No te preocupes por mí, mamá – le consolaba Marisol. Allí estaré muy bien en nuestra casa antigua, en nuestro jardín tan grande y hermoso, no importa en qué estación del año estemos; por aquí tienes a mis tías y a mi abuela, además Roberto y Jorge Miguel van a ir a visitarte con más frecuencia.
Quiero vivir allí unos meses para tranquilizarme, – añadió – ya pensaré que voy a hacer. Por aquí no me siento bien, parece que las mismas paredes me aprieten; ni siquiera puedo continuar mis ensayos con el coro, ya que todos vieron aquel incidente con José María. Ya no sé que puedan pensar de mi.
– Bueno, quizás, en realidad, así será mejor para ti – suspiró Doña Encarnación – vete con mi bendición, hija mía, ¡quién sabe!, acaso allí, en Córdoba, hallarás a tu prometido.
Por la mañana del día siguiente, a la entrada de la casa, a Marisol ya estaba esperándola el coche, para llevarla a Andalucía. La muchacha llevaba consigo a Silvia, su nueva sirviente. Su hermano Roberto debía acompañarla hasta Toledo.
Doña Encarnación lloraba abrazando a su hija y despidiéndose de ella. Al subir al coche, la muchacha extendió su vista mirando su casa por última vez. Pensó que su vida anterior se quedaba atrás. Le parecía que algo maravilloso, por fin, debía ocurrir en su vida, sustituyendo todas las penas y disgustos de los últimos años.
Por eso Marisol, con alegría, miraba los paisajes de la Castilla otoñal que pasaban ante su mirada, a través de las ventanillas del coche que la llevaba fuera, lejos de Madrid, al encuentro de una vida nueva.
Capítulo 14
Al cabo de unos días, Marisol llegó de nuevo a su querida finca en Andalucía. Estaban a mediados del mes de Octubre. Los árboles en el jardín y arboledas de alrededor ya empezaban a obtener los hermosos matices del otoño. En el jardín los campesinos recogían la cosecha de frutas. Una parte de la cosecha Don José la enviaba con carretería a Madrid, el resto la vendía a comerciantes.
El administrador de la finca se quejaba que antes de que los musulmanes y judíos fueran expulsados del país, había muchos comerciantes que llevaban su negocio muy bien y pagaban a manos llenas; pero en aquel momento el comercio iba muy flojo.
Don José vivía en la finca con su esposa, Doña Manuela. Los esposos ya eran de avanzada edad. No obstante, su vida al aire libre, entre la naturaleza, discurría bastante calmadamente, así que los dos gozaban de muy buena salud. Su hijo mayor ya hacía tiempo que vivía en Córdoba, donde se dedicaba al comercio, ayudando a vender la cosecha recogida en el jardín de la finca. El segundo hijo de los esposos estaba casado con una sirviente de la finca vecina, donde vivía con su familia y servía de cochero.
Doña Manuela atendía la casa para mantenerla en orden.
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