El paraiso de las mujeres. Blasco Ibáñez Vicente. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Blasco Ibáñez Vicente
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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quedó de pie sobre el reducido promontorio.

      Lo primero que pensó fué buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que representaba su única esperanza.

      Buscando en la penumbra, dió con un grupo de arbustos vigorosos cuyas ramas llegaban á la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo ver que tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con su relativa pequeńez.

      Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de este fenómeno vegetal, y se limitó á pasar la cuerda en derredor de tres de los árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no se alejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio, metiéndose tierra adentro.

      La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir á la media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veía una luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó á descubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundía á veces hasta la cintura.

      Quiso volver atrás, convencido de la inutilidad de su exploración. Prefería pasar la noche en el bote, por ofrecerle mayores comodidades para su sueńo que esta tierra desconocida. Pero al poco tiempo de marchar en varias direcciones se dió cuenta de que estaba completamente desorientado. Aquel mar tranquilo como una laguna, sin rompientes y sin olas, no podía guiarle con el ruido de sus aguas al chocar contra la orilla.

      Un silencio absoluto envolvió á Edwin. La profunda calma de la noche solamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma de árboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos de madera vigorosa.

      Al salir á una llanura abierta en la selva enana, se sentó en el suelo, admirando la suavidad del césped. Lo mismo era pasar allí la noche que en la embarcación. No hacía frío, y además él estaba abrumado por el cansancio y por las tremendas emociones sufridas en el mar. Comió varias galletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabó por tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría del sueńo.

      Iba á dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él. Adivinaba la proximidad invisible de pequeńos animales de la noche, atraídos sin duda por la novedad de su presencia. Bajo los matorrales inmediatos sonaba un murmullo de vida comprimida y susurrante, igual á un revoloteo de insectos ó un arrastre de reptiles.

      –Deben ser ratas—pensó el ingeniero.

      Al extender, desperezándose, uno de sus brazos, dió contra los matorrales más próximos, é inmediatamente sonó bajo el ramaje un rumor medroso de fuga.

      Gillespie sonrió, satisfecho de no estar solo en esta tierra misteriosa. No se había equivocado: eran ratas ú otros roedores del bosque de arbustos.

      De nuevo empezaba á adormecerse, cuando un zumbido, que parecía sofocado voluntariamente, pasó varias veces sobre su rostro. Al mismo tiempo le abanicó las mejillas cierta brisa dulce, semejante á la que levantan unas alas agitándose con suavidad.

      –Algún murciélago—volvió á decirse.

      Sus ojos creyeron ver en la lobreguez algo más obscuro aún que pasaba, flotando en el aire, por encima de su rostro. De este pájaro de la noche surgieron repentinamente dos puntos de luz, dos pequeńos focos de intensa blancura, iguales á unos ojos hechos con diamantes. Un par de rayos sutiles pero intensísimos se pasearon á lo largo de su cuerpo, iluminándole desde la frente hasta la punta de los pies. El ingeniero, asombrado por el supuesto murciélago, levantó un brazo, abofeteando al vacío. Instantáneamente, el misterioso volador apagó los rayos de sus ojos, alejándose con un chillido de velocidad forzada que le hizo perderse á lo lejos en unos cuantos segundos.

      Esta visita quitó el sueńo á Edwin, obligándole á sentarse sobre la pequeńa pradera que le servía de cama. Sus ojos pudieron ver entonces por encima de los matorrales varios puntos de luz que se movían con una evolución rítmica, cambiando la intensidad y el color de sus resplandores.

      –Indudablemente son luciérnagas—murmuró—; luciérnagas de este país, distintas á todas las que conozco.

      Las había de una blancura ligeramente azul, como la de los más ricos diamantes; otras eran de verde esmeralda, de topacio, de ópalo, de zafiro. Parecía que sobre el terciopelo negro de la noche todas las piedras preciosas conocidas por los hombres se deslizasen como en una contradanza. Volaban formando parejas, y sus rayos, al cruzarse, se esparcían en distintas direcciones.

      Gillespie encontraba cada vez más interesante este desfile aéreo; pero de pronto, como si obedeciesen á una orden, todos los fulgores se extinguieron á un tiempo. En vano aguardó pacientemente. Parecía que los insectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar con algunos de sus rayos la cabeza que surgía curiosa sobre los matorrales.

      Pasó mucho tiempo sin que la obscuridad volviera á cortarse con la menor raya de luz, y Edwin sintió el desencanto de un público cuando se convence de que es inútil esperar la continuación de un espectáculo. Volvió á tenderse, buscando otra vez el sueńo; pero, al descansar la cabeza en la hierba, oyó junto á sus orejas unos trotecillos medrosos y unos gritos de susto. Hasta sintió en su cogote el roce de varios animalejos que parecían haberse librado casualmente por unos milímetros de morir aplastados.

      –Voy á pasar la noche en numerosa compańía—se dijo Edwin—. ĄY yo que me imaginaba esta tierra como un desierto!… Mańana, indudablemente, presenciaré cosas extraordinarias y podré explicarme los misterios de esta noche. ĄAhora, á dormir!

      Y como si hubiese perdido toda curiosidad, fué sumiéndose en el sueńo…. Pero antes de dormirse completamente sintió un pinchazo en una muńeca, algo semejante á la mordedura de un colmillo único, una incisión que pareció llegar hasta el torrente de su sangre.

      Quiso mover el brazo en que había recibido esta herida y no pudo. Una torpeza creciente se fué difundiendo por sus músculos y sus nervios, paralizando toda acción.

      Pensó que tal vez había serpientes bajo los matorrales y que acababa de recibir su mordedura venenosa. Fué á mover el otro brazo, y, en el momento que intentaba levantarlo del suelo, recibió una segunda picadura, igualmente paralizante.

      –Ya no hay remedio—se dijo—. Me han mordido las víboras.

      Y cayó vencido por el sueńo, como si se esparciese por todo su cuerpo el sopor de un narcótico.

      Cuando despertó, tuvo inmediatamente la certidumbre de habar dormido muchas horas. El sol estaba alto, y al abrir los ojos se vió obligado á cerrarlos inmediatamente. Ladeó la cabeza, huyendo de la causticidad de su luz, y poco á poco fué entreabriendo el ojo más inmediato á la tierra, mientras conservaba cerrado el otro.

      Al extenderse esta visión única casi á ras del suelo, fué tal la sorpresa experimentada por él, que volvió por segunda vez á juntar sus párpados. Debía estar durmiendo aún. Lo que acababa de ver era una prueba de que se hallaba sumido todavía en el mundo incoherente de los ensueńos. Dejó transcurrir algún tiempo pura resucitar en su interior las facultades que son necesarias en la vida real. Después de convencerse de que no dormía, de que se hallaba verdaderamente despierto, volvió á abrir sus párpados lentamente, y se estremeció con la más grande de las sorpresas viendo que persistía el mismo espectáculo.

      Todo el lado de la pradera que llegaba á abarcar con su ojo abierto, así como la linde de la masa de matorrales y la tierra que quedaba entre sus troncos, estaban ocupados por una muchedumbre de seres humanos, idénticos en sus formas á los componentes de todas las muchedumbres. Pero lo que él creía matorrales eran árboles iguales á todos los árboles y formando un bosque que se perdía de vista. Lo verdaderamente extraordinario era la falta de proporción, la absurda diferencia entre su propia persona y cuanto le rodeaba. Estos hombres, estos árboles, así como los caballos en que iban montados algunos de aquellos, hacían recordar las personas y los paisajes cuando se examinan con unos gemelos puestos al revés, ó sea colocando los ojos en las lentes gruesas, para ver la realidad á través de las lentes pequeńas.

      Gillespie