En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando. Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y volviéndose a la vieja, le dijo:
–Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este señor.
–Responde lo que quisieres, nieta-respondió la vieja-; que yo sé que tienes discreción para todo.
Y Preciosa dijo:
–Yo, señor caballero, aunque soy gitana, pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas y aunque de quince años (que, según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. El temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de. muchas obras dudo. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra: pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo; de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos, y tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición, y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa. Y habéis de considerar que en el tiempo de este noviciado podría ser que cobrásedes la vista, que ahora debéis de tener perdida, o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que ahora seguís con tanto ahinco; y cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues faltando alguna dellas, no habéis de tocar un dedo de la mía.
Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía. Viendo lo cual Preciosa, tornó a decirle:
–No es éste caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse: volveos, señor, a la villa, y considerad de espacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
–Satanás tienes en tu pecho, muchacha-dijo a esta sazón la gitana vieja-: ¡mira que dices cosas, que no las diría un colegial de Salamanca! ¿cómo es esto? que me tienes loca, y te estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
–Calle, abuela-respondió Preciosa-, y sepa que todas las cosas que me oye son nonada y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decía, y toda la discreción que mostraba, era añadir leña al fuego que ardía en el pecho del caballero. Finalmente, quedaron en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho. Sacó el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y diósdos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomaste en ninguna manera; a quien la gitana dijo:
–Calla, niña; que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber entregado las armas en señal de rendimiento; y el dar, en cualquiera ocasión que sea, siempre fué indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: "Al cielo rogando, y con el mazo dando." Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquerido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, y de oro en oro, que pueden andar cosidos en el alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las yerbas de Extremadura? Y si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano, como destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces por tres delitos diferentes me he visito casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra una sarta de perlas, y de la otra cuarenta reales de a ocho, que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
–Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas leyes en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los Emperadores; quédese con ellos, y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad que la vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo; que ha mucho que nos esperan, y ya deben de estar enfadadas.
–Así verán ellas-replicó la vieja-moneda déstas como veen al Turco agora. Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
–Sí traigo-dijo él galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen retular por las esquinas: "Víctor, Víctor."
En resolución, concertaron la venida de allí a ocho días, y que se había de llamar, cuando fuése gitano, Andrés Caballero, porque también había gitanos entre ellos deste apellido.
Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) las dejó, y se entró en Madrid, y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada de la gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho; entró en Madrid, y como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vió en ellos a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual apenas también hubo visto la Gitanilla cuando dijo:
–Subid, niñas; que aquí os darán limosna.
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