Yaye, pues, tenia razon para no saber qué hacer ni qué pensar: habia abandonado por fanatismo á Isabel, habia sido cruel con ella, habia dejado que se llevase á efecto su casamiento con Miguel Lopez. Por resultado de aquel casamiento habia caido él mismo, como herido por un rayo, y habia sido asesinado Miguel Lopez (porque Yaye no sabia otra cosa); entregado á una mujer que le amaba, á doña Elvira, habia llegado de una manera fatal hasta el adulterio, y por último, al verse libre por un acaso, habia caido en poder de otra mujer, con la cual podia decirse, ó al menos la exagerada sensibilidad de conciencia de Yaye se lo hacia creer, estaba moralmente casado; su padre lloraba desolado su pérdida; Abd-el-Gewar, su ayo, estaba igualmente aterrado por la ignorancia de su destino, y por último, influia en él su alta posicion de emir de un pueblo, aunque reducido, enérgico, indomable, valiente, sobre el cual estaban fijas las recelosas miradas del rey de España y de sus lugartenientes en Granada.
A pesar de esto, la virtud culminante de Yaye, la caridad, le retenia allí, en aquella cámara, como protector de dos mujeres tan desgraciadas como aquellas.
La imaginacion, pues, de Yaye, era un caos; una máquina de pensamientos contrarios, que fatigaban su cerebro y le lastimaban; pensamientos embrollados, de cuyo laberinto queria en vano salir; problemas difíciles, cuya resolucion se afanaba en vano por alcanzar; dificultades, contra las cuales gastaba en vano toda su actividad.
Abrióse la puerta de entrada de la cámara, y un monfí con todas las trazas de lacayo, dijo:
– Poderoso señor: el walí Harum y dos sacerdotes cristianos con los suyos me siguen.
– Adelante, adelante, dijo Yaye, despojándose de su gorra, á punto que se oyó la campanilla del viático y se inundó de luces la antecámara.
La puerta se abrió de par en par.
Un sacerdote revestido entró, llevando el copon en las manos; á su lado iba un monago, agitando una campanilla; tras este sacerdote venia otro, que llevaba entre sus manos el santo óleo, y luego un sacristan con una linterna.
El sacerdote que conducía el viático entró en el dormitorio.
Poco despues Estrella salió llorando, y se quedó de pié, en silencio, al lado de una mesa, junto á la cual, silencioso é impresionado, estaba Yaye; el sacerdote que llevaba consigo la extremauncion, quedó en la cámara con el sacristan y los acompañantes del viático.
Durante algun tiempo nada se oyó en el dormitorio; sin duda la moribunda estaba confesando; pero un cuarto de hora despues, se oyó dentro la campanilla. Estrella cayó de rodillas con las manos cruzadas sobre el pecho; los asistentes se arrodillaron á su vez, y Yaye se arrodilló lentamente, y, aunque musulman, rogó á Dios por la salvacion de la moribunda; los dos monfíes que habian quedado á la puerta, se arrodillaron tambien, imitando á su señor.
Y cuando todos estaban arrodillados, cuando todos oraban, cesó de repente la campanilla, se abrió la puerta, y el monago que habia penetrado con el sacerdote, dijo con su voz atiplada de niño de coro, y con la frialdad de quien está acostumbrado á tales situaciones:
– ¡Señor licenciado Dávalos! ¡acudid, acudid pronto con la extremauncion, que la enferma se muere!
– ¡Mi madre! exclamó Estrella, y dió algunos pasos hácia el dormitorio; pero se detuvo, vaciló, y cayó desmayada entre los brazos de Yaye.
Media hora despues, nadie quedaba en la casa del capitan Sedeño, á escepcion de un cadáver de mujer.
Yaye habia dado con sus monfíes un golpe de mano; habia trasladado, desmayada aun, en una litera, á Estrella, á la linda casa que le habia buscado Harum, y habia mandado retirar los monfíes del subterráneo de la casa del capitan y de la calle de San Gregorio. El criado de Alvaro de Sedeño, y las dos criadas, habian sido conducidos á la casa de Yaye, y encerrados en los sótanos.
Las huellas habian quedado borradas, y nadie hubiera creido que por aquella casa, donde solo quedaba la muerte, habian pasado los monfíes.
CAPITULO XIV.
En que se sabe por qué habia dejado su casa el capitan estropeado
Retrocedamos un tanto á la madrugada del dia anterior, en que el capitan Sedeño habia salido de Granada en direccion á las Alpujarras.
Urgente debia ser el motivo que á ellas le llevaba, puesto que aguijaba su caballo todo cuanto podia correr el animal, sin cuidarse de si reventaria ó no.
Antes de llegar al Padul, entró en una venta, pronunció algunas palabras en árabe al oido del ventero, y le entregó el caballo; poco despues el ventero sacó otro caballo enjaezado con los arneses del primero, montó el capitan, aunque cojo, con la misma facilidad que pudiera haberlo hecho un hombre sano, y tomó de nuevo el camino, con toda la rapidez de que era capaz su nueva cabalgadura.
Cuatro veces mudó de caballo en la misma forma, y antes de las ocho de la mañana, dejando á un lado la villa de Orgiva, tomó por la misma loma y por el mismo barranco que al principio de esta historia vimos tomar á Yaye y Adb-el-Gewar.
Al llegar al bosque de pinos, lanzó un agudo silbido, y algunos monfíes adelantaron.
Mostróles el capitan un pergamino enrollado, leido el cual por el walí que mandaba los monfíes, le hizo desmontar, le vendó los ojos, le prestó su brazo para servirle de guía y de apoyo, y llevando otro de los monfíes el caballo del diestro, se introdujeron en la selva; atravesaron estrechos y pendientes senderos, bajaron á un profundo barranco, treparon por entre las breñas á una gigantesca cueva, y cuando estuvieron dentro, el walí se llevó una pequeña corneta á los labios y dejó oir un toque particular.
Poco despues se vió moverse una enorme roca, y dejar patente una puerta de hierro, abierta tambien.
Entraron el walí, el alférez y el monfí que llevaba el caballo, y la puerta volvió á cerrarse.
Allí imperaban ya las tinieblas: de trecho en trecho una linterna clavada en la pared de una ancha mina abovedada, determinaba una escasa luz: al pié de cada una de aquellas linternas y como centinela, se veia un monfí armado.
A pocos pasos que adelantaron en la mina, el monfí que conducia el caballo torció por una de las galerías que á trechos se veian á derecha é izquierda, y el walí y el alferez, continuaron solos la mina adelante.
Al fin de ella llegaron á un ensanchamiento octógono de muros y bóveda árabe de ladrillo agramilado, á cuyo frente se veia una puerta ornamentada, y delante de ella una numerosa guardia con ostentosos trages musulmanes. El walí que conducia al alférez habló algunas palabras con el walí de la guardia, é inmediatamente aquel abrió con una llave dorada la puerta, dando paso al walí y al capitan Sedeño.
La puerta volvió á cerrarse.
Entonces el walí quitó la venda al capitan.
Se encontraban ya en la parte maravillosa del alcázar subterráneo.
Era una magnífica galería sustentada por arcos calados sobre columnas de alabastro: bellísimas lámparas producian á través de sus velos de gasa una luz languida; cubria el pavimento una muelle alfombra; veíanse de trecho en trecho, é inmóviles como estátuas, esclavos negros, vestidos de púrpura, y era por último, aquella galería, el magnífico ingreso de un alcazar admirable.
Siguieron adelante, atravesando galerías y cámaras, hasta llegar á una, en cuya puerta hizo esperar el walí á Sedeño.
Poco despues salió, y dijo al capitan:
– El poderoso Yuzuf, padre del elegido de Dios Muley Yaye-ebn-Al-Ahamar, emir de los monfíes de las Alpujarras, te espera.
Alvaro de Sedeño entró en una ostentosa cámara, y se despojó respetuosamente de la gorra.
En aquella cámara, pensativo y triste, se paseaba un anciano, sencilla aunque magestuosamente vestido.
Cualquiera al verle con su blanca toca revuelta á la cabeza, su caftan negro y su ancho y flotante albornoz blanco, le