Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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y al fin se hace sentir, lastimándonos como una polilla, como una carcoma roedora, se demuestra primero en un recuerdo tenaz que no podemos desechar, en un sentimiento vago, con el cual luchamos con todas nuestras fuerzas hasta que caemos vencidos: en un malestar interno, semejante al roce del remordimiento en el fondo de la conciencia.

      En nosotros existen dos principios que generalmente estan en pugna: la naturaleza y las costumbres, que son una segunda naturaleza, una naturaleza artificial.

      Yaye habia sido educado de una manera doble: cristiano por fuera, musulman por dentro: desde su infancia habia vestido el traje castellano, desde su adolescencia, el anciano Abd-el-Gewar, le habia llevado á las aulas de Salamanca, donde ¡cosa extraña! habia aprendido humanidades, teología y cánones: al mismo tiempo, y esta era tambien otra doble faz de su educacion, se habia ejercitado en la equitacion y el manejo de las armas: ademas, el anciano faqui le habia instruido en todos los puntos dogmáticos del Koran, atacando de paso á la teología cristiana en todos los puntos en que está en discordancia con la alcoránica, como quien durante tantos años habia sido gran faqui y sabio expositor del Koran, en la gran mezquita del Albaicin.

      Yaye, pues, á los diez y ocho años, y considerado desde los puntos de vista de la ciencia y de la destreza ó del valor, podia haber sido indistintamente canónigo, ó faqui, ó capitan de soldados.

      Acaso en las ocultas razones que habia tenido Abd-el-Gewar para educarle de tal modo se contaba con la necesidad que pudiese tener alguna vez de ser cualquiera de estas tres cosas.

      Pero lo que hay de mas extraño en esto es, que á pesar de lo opuesto de estas enseñanzas, la inteligencia del jóven no se embrolló, ni su trato con los cristianos, ni sus estudios canónicos, destruyeron una sola de sus creencias musulmanas.

      Esto consistia en que la influencia de Abd-el-Gewar era, respecto á él, infinitamente mas fuerte que la de los maestros de Salamanca; en que cada vacacion, despues del año escolar, cuando la mayoría de los sopistas se extendia por toda España en busca de recursos para subsistir durante otro año de estudios, de una manera algo mas cómoda que la dependencia de la sopa de los conventos, Yaye era llevado por Abd-el-Gewar á las Alpujarras ó á Granada, donde le hacia aspirar un odio irreconciliable contra los cristianos, á la vista de la dureza, de los excesos y aun de las infamias, de que eran víctimas los moriscos: Yaye se irritaba, y esta irritacion sorda, esta gota de hiel que la presion de la tiranía, de la intolerancia, del fanatismo, de la soberbia del vencedor, deja caer incesantemente sobre el corazon de los vencidos, iba acrecentando su odio hácia los cristianos y preparándole á ser algun dia uno de sus mas terribles enemigos.

      Ya hemos visto que, lleno el baso del sufrimiento del jóven con el pregon del edicto del emperador, su primera palabra habia sido un grito de insurreccion.

      Aun no era tiempo y Abd-el-Gewar supo contener al pueblo, supo cambiar el oro por la sangre; supo inspirarles alguna esperanza y con ella alguna paciencia.

      Desde que salió de la Plaza Larga con el jóven, habia estado vagando con él por las cercanas cumbres del cerro del Aceituno y de Santa Elena, y durante un largo paseo por lugares en donde no podian ser escuchados sino por los lagartos y por los grillos, le habia preparado á cercanos acontecimientos que debian fijar irrevocablemente su porvenir: le habia anunciado que iba por fin á conocer á su padre y á su reino; le habia hablado de proyectos de emancipacion para el pueblo moro-español, cuando llegase el probablemente próximo caso de que España, fatigada por el mismo peso de su grandeza, empezase á fraccionarse; habíale, en fin, hecho oir estas sentenciosas y magníficas palabras:

      – Ten presente, hijo mio, que el hombre que es verdaderamente virtuoso no vive para sí mismo sino para los demás: ten en cuenta que dentro de poco descansaran sobre tus hombros los destinos de un pueblo que es muy desgraciado: que tú no serás un hombre, sino una esperanza; que en fin, ese pueblo tendrá fijos en ti los ojos para execrarte ó para bendecirte.

      Despues de estas palabras que fueron pronunciadas por el anciano cerca de la puerta del Fajalauza, entraron en el Albaicín: el sol descendia: Abd-el-Gewar se dirigió á la cita que tenia en casa del Habaquí con los xeques del Albaicín y Yaye se encaminó, pensativo y engrandecido por las palabras de su anciano mentor, á su casa, situada en la calle del Zenete.

      Casi junto á su puerta, al pasar bajo los miradores de la casa de don Fernando de Córdoba, y de Válor, su vecino, cayó á sus piés el ramito de madreselva; cuando despues de recogerlo alzó los ojos, vió la hermosa mano de Isabel.

      Entonces sintió una impresion dolorosa, como la de quien, marchando confiado por un camino en que no espera encontrar obstáculos, se lastima el pié al tropezar con un objeto durísimo.

      Aquel duro objeto era Isabel, la hija del renegado, la doncella cristiana.

      ¡Y aquella mujer le arrojaba una prenda que representaba un lazo de amor!

      Yaye, sin embargo, como hemos visto, habia saludado triste y lánguidamente á la doncella.

      ¿En qué consistia esta dulce expresion tratándose de un enemigo?

      Es que aquel enemigo era una mujer y una mujer enamorada, y Yaye creia sentir hácia ella un impulso de caridad.

      Entre otras prevenciones, habia hecho Abd-el-Gewar al jóven la de que aquella noche á las doce estuviese dispuesto á montar á caballo y partir con él á las Alpujarras.

      Yaye habia preparado sus ropas moriscas, su jaco damasquino, su yatagan, su lanza de dos hierros y sus pistoletes: habia bajado al jardin, y al extremo de él habia entrado en las caballerizas.

      Como buen ginete habia observado cuidadosamente el estado de los caballos, y habia revistado las monturas.

      Al salir reparó que, en una galería, sobre otro jardin que solo estaba separado del suyo por una tapia, como solo lo estaba aquella galería de la de sus habitaciones por un tabique, apoyada en su labrada balaustrada de alerce, habia una mujer.

      Aquella mujer era Isabel de Válor.

      La amante enemiga de Yaye.

      Yaye llevaba aun en su justillo sobre su corazon el ramito de madreselva.

      Al ver esta prenda de su amor sobre el pecho de su amado, la pobre niña sonrió como deben sonreir los ángeles en presencia de Dios.

      Aquella sonrisa que era equivalente á un encantador saludo, obligó al jóven á detenerse y á hablarla.

      Pero se detuvo de mala gana, y como cuando hacemos las cosas á la fuerza somos poco espontáneos, necesitó buscar un medio cualquiera para dirigirla la palabra.

      – Estais pálida, Isabel, la dijo: ¿estais enferma?

      Estas palabras que tenian el acento de una tierna solicitud, hicieron sonreir de nuevo á la jóven de una manera mucho mas expresiva.

      ¿Sabeis lo que es á veces la sonrisa de una mujer?

      A veces reemplaza á los ojos, y es mas elocuente que ellos: á veces toda el alma de una mujer, con sus delicados perfumes, por decirlo asi, se exhala por los labios convertida en una sonrisa.

      – Soy muy desgraciada, dijo tristemente la jóven.

      Y sus ojos se llenaron de lágrimas, y su hermosa boca antes tan dulce, se contrajo en una expresion de dolor.

      – ¡Desgraciada! exclamó Yaye, no sabiendo qué contestar.

      – Sí, sí, muy desgraciada, pero todo lo espero en vos, todo; y cuando os veo, se alienta mi esperanza y soy muy feliz.

      – ¿Que lo esperais todo de mí?

      – Sí, todo; no puedo por ahora deciros mas, pero esta noche…

      Un vivísimo rubor cubrió el rostro de la jóven que al fin continuó, haciendo un esfuerzo:

      – Esta noche os espero.

      – ¡Que me esperais!

      – Si; tomad la llave del postigo del jardin y esperad para venir á que yo cante en la habitacion inmediata á la vuestra: adios.

      Y la jóven, saludando con los ojos y con la sonrisa, pero con una sonrisa triste