– Allah te guarde walí7, dijo uno de ellos, ¿qué nos quieres?
– Lo que voy á deciros os lo dice por mi boca el magnífico emir de las Alpujarras.
Los tres monfíes hicieron una zalá ó saludo á la usanza mora.
– Estamos dispuestos á obedecer, dijo el que hasta entonces habia hablado.
– ¿Veis allá á lo lejos en el camino un carro?
– Le vemos.
– Pues bien, es necesario no perder de vista ese carro.
– ¡Lleva oro! exclamó con la alegría de un bandido que presiente una presa otro de los monfíes.
– No, repuso Harum, en aquel carro van dos damas cubiertas con mantos, un soldado castellano, tuerto, manco y cojo, y dos criadas.
– ¡Ah!
– Tú eres un gamo y un lobo, hijo, dijo Harum dirigiéndose al que habia hablado primero. Parte á cuanto andar puedas, y haz que de uno en otro puesto de la montaña no falten diez de los nuestros, que no pierdan un solo momento de vista ese carro. Si se detiene, si las damas que van en él corren algun peligro, defendedlas.
– Muy bien.
– Que cuando yo llegue á la puerta del Rastro de Granada, que será esta tarde, sepa si ha llegado ó no el carro, y si ha llegado, en qué casa han parado el soldado y las dos damas.
– Muy bien.
– Ea, pues, tú, Zeiri, piés á la montaña. Vosotros seguidme.
Unos y otros se perdieron muy pronto entre las ásperas cortaduras.
A las siete de la mañana habian salido Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes del meson de Lanjaron; á las once del dia Yaye y Abd-el-Gewar á caballo y solos, atravesaban la plaza larga del Albaicin de Granada.
CAPITULO VI.
En que se presentan nuevos é interesantes personajes
Muy poco despues Yaye y Abd-el-Gewar, llamaban á la puerta de su casa y un esclavo les abria.
Yaye desmontó, y llevando por si mismo su caballo del diestro, mientras el esclavo conducia el de Abd-el-Gewar, atravesó el zaguan, la calle principal del jardin y metió el caballo en la caballeriza. Despues salió al jardin y lanzó una ansiosa mirada á la galería de las habitaciones de Isabel: estaban desiertas, las celosias cerradas, un profundo silencio dominaba en aquella casa.
Aquel silencio, que nada tenia de extraño atendido á que era el medio dia de uno caloroso de junio, impresionó al jóven; y es que cuando estamos predispuestos á recibir impresiones tristes, estas impresiones emanan para nosotros de todo lo que nos rodea.
– Kaib, dijo Yaye volviéndose al esclavo berberisco que les habia abierto, ¿no tienes ninguna noticia que darme?
El esclavo, que amaba al jóven, le miró tristemente.
– Ninguna, señor, dijo despues de un momento de silencio.
– ¿Durante mi ausencia no has visto á doña Isabel de Válor?
– No señor; hace dos dias, al amanecer, en las horas del calor, por la tarde, por la noche, las celosías del mirador han estado cerradas. Ni aun la he oido cantar; ya sabeis que la señora cantaba todas las noches… pues nada, señor, nada.
– ¿Con que no la has visto? ¿no ha cantado? Estará enferma acaso.
– Puede ser que lo esté, pero si lo está no guarda el lecho.
– ¿Cómo sabes eso sino la has visto?
– Os diré, señor: durante vuestra ausencia de Granada no la he visto; pero cuando ya debiais haber llegado, hace media hora, la he visto salir de su casa.
– ¡Ah! ¡y estaba triste!
– Muy triste y muy pálida, pero muy hermosa: y luego ¡iba tan bien prendida!
– ¡Bien prendida…!
– Llevaba una falda y un justillo de brocado blanco, un velo de plata y seda, y una corona de flores blancas.
Nubláronse los ojos de Yaye, zumbó un ruido sordo en sus oidos, agolpósele toda su sangre al corazon, se puso mortalmente pálido y un vértigo momentáneo, pero violento, pasó por su cabeza y cubrió su frente de sudor frio.
Necesitó apoyarse en la pared para no caer.
Su poderosa voluntad dominó al vértigo, y volviéndose al esclavo exclamó roncamente:
– Deja los caballos, y ven conmigo.
El berberisco obedeció dócil como un perro; Yaye atravesó como una exhalacion el jardin, el zaguan y la puerta, que abrió con un apresuramiento febril: luego, seguido de Kaib, se aventuró á largo paso por las estrechas, tortuosas y pendientes callejas del Albaicin.
– ¿Quién acompañaba á doña Isabel? preguntó Yaye al berberisco.
– Su hermano don Fernando, un hidalgo mal carado y como de cuarenta años, pero muy galanamente vestido, Diego el Geniz, y Pedro de Barredo, tambien vestidos de gala, dos pajes con libreas nuevas, su dueña y dos doncellas.
– ¡Ah! exclamó Yaye que todo lo adivinaba, apresurando mas el paso: ¿y no iba con ella su hermano mayor don Diego?
– No señor.
– Llevarian literas.
– Si señor, dos: en la una entraron doña Isabel y su dueña, en la otra las dos doncellas.
– ¿Y te vió doña Isabel?
– Si señor, y al verme se puso pálida, muy pálida… y me miró de una manera que sin duda queria decir: cuenta á tu señor que me has visto vestida de blanco, con corona de rosas blancas, y pálida como una muerta.
El berberisco pronunció con una profunda intencion estas palabras.
Yaye se extremeció y apretó mas el paso hasta casi correr.
No se habló una palabra mas entre amo y esclavo.
Al fin Yaye se detuvo en la calle del Agua, delante de una casa de noble apariencia, que mostraba un enorme escuson de piedra berroqueña encima de su gran puerta de roble escultada.
Yaye se lanzó á aquella puerta y asió su enorme llamador.
Pero antes de que pudiese llamar se abrió la puerta y apareció un caballero ricamente vestido de negro.
Este caballero se sorprendió al ver á Yaye, retrocedió un paso y le miró con extrañeza y aun con cuidado.
En el zaguan de aquella casa, que al abrirse la puerta habia quedado á la vista, se veia una dama que se preparaba á entrar en una litera cuando se abrió la puerta y apareció Yaye.
Al verle aquella dama que era notablemente hermosa, se detuvo, se puso densamente pálida, ahogó un grito y fijó una intensa mirada en Yaye.
La extrañeza del caballero y la palidez y la conmocion de la dama á la vista de Yaye, nos obligan á que antes de pasar adelante demos á conocer á estos dos nuevos personajes, y á algun otro mas de los que figuran en nuestra historia.
Aquella dama y aquel caballero, eran esposos.
Ella se llamaba doña Elvira de Céspedes: él don Diego de Córdoba y de Válor.
El casamiento de estos dos seres habia sido una consecuencia de consecuencias.
Doña Elvira era una dama cuya juventud parecia extremada: apenas demostraba diez y ocho años; pero nosotros sabemos por los apuntes que nos hemos visto obligados á entresacar de antiguos papeles para escribir esta verídica historia, que doña Elvira en 1546 habia cumplido veinte y tres años y que se habia casado á los diez y siete con don Diego de Córdoba y de Válor. Sabemos tambien que doña Elvira era hija