– Eso pido, y barras derechas – dijo Sancho – ; a eso me atengo, porque todo, al pie de la letra, ha de suceder por vuestra merced, llamándose el Caballero de la Triste Figura.
– No lo dudes, Sancho – replicó don Quijote – , porque del mesmo y por los mesmos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar qué rey de los cristianos o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda a la corte. También me falta otra cosa; que, puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos. Así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su decendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser yo déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
– Ahí entra bien también – dijo Sancho – lo que algunos desalmados dicen: "No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir: "Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos". Dígolo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y trasponella. Pero está el daño que, en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por ligítima esposa.
– Eso no hay quien la quite – dijo don Quijote.
– Pues, como eso sea – respondió Sancho – , no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
– Hágalo Dios – respondió don Quijote – como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
– Sea par Dios – dijo Sancho – , que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.
– Y aun te sobra – dijo don Quijote – ; y cuando no lo fueras, no hacía nada al caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.
– Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! – dijo Sancho. – Dictado has de decir, que no litado – dijo su amo.
– Sea ansí – respondió Sancho Panza – . Digo que le sabría bien acomodar, porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas. – Bien parecerás – dijo don Quijote – , pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
– ¿Qué hay más – dijo Sancho – , sino tomar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.
– Pues, ¿cómo sabes tú – preguntó don Quijote – que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
– Yo se lo diré – respondió Sancho – : los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.
– Digo que tienes razón – dijo don Quijote – , y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
– Quédese eso del barbero a mi cargo – dijo Sancho – , y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
– Así será – respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron