– ¿Ves allí una ventana iluminada por el reflejo de una luz?
– Sí.
– Allí vive Adam Wast.
– ¿Y quién vela ahora en ella? ¿él?
– No, su mujer.
– ¿Sabes como se llama su mujer?
– Sí; Ketti.
– ¿Y esa mujer tiene madre? insistió con voz profunda Dik.
– No; la loca Ketti murió hace un año, contestó maquinalmente Godofredo, y salió.
IV
DE LO QUE ENCONTRÓ DIK CUANDO MENOS LO ESPERABA
DIK permaneció en el respiradero con la mirada fija en la ventana vecina, donde brillaba el reflejo de la luz. Mucho debía interesarle, puesto que inmóvil, atento, reconcentraba en ella toda su atención, cual si pretendiese penetrar al través de sus paredes lo que acontecía en su interior.
Un momento después se separó del respiradero. Su mirada recorrió el estrecho recinto del sótano, y vió en la oscuridad de uno de sus lóbregos ángulos, un cántaro. Fué á él, lavóse el rostro y las manos de la sangre que los manchaba, y arrojando su gabán de montero, se vistió el traje de seda y oro que su hermano había dejado abandonado sobre su lecho de paja. Cuando estuvo completamente vestido, se ciñó la espada, y apareció un caballero gentil, si bien atezado, de manos membrudas, cosa en aquella época muy común entre los caballeros de mayor alcurnia, cortesanos con poca frecuencia, hombres de armas y caza siempre. Sirviéronle sus manos de peine, y sobre su larga cabellera se ciñó un gorro compañero del traje.
Era éste una túnica talar de anchos pliegues y mangas perdidas, sujeta por un cinturón del mismo género, del que pendía la espada; debajo de esta especie de sobrevesta se veía un jubón de manga estrecha ciñendo los brazos, y un pantalón de seda encarnado aparecía en la extremidad de las piernas, ceñidas en su principio hasta el tobillo por unos botines de gamuza. El deslumbre del traje que vestía Dik, desdecía de una manera enérgica del aspecto del sótano de la horca.
El joven se colocó de nuevo en el respiradero, y fijó su mirada en la ventana de la casa vecina. Un silencio profundo reinaba en la plaza del Mercado, silencio interrumpido á veces por el chirrido de alguna carreta que acompañaba algún hombre con paso lento y forzado, ó por los pasos acompasados de alguna ronda de archeros. Los archeros se apartaban cuidadosamente de la carreta, porque su carga eran cadáveres apestados. Después de estos ruidos transitorios, el silencio volvía á invadir la desierta plaza.
Una voz que cantaba dentro de la casa en que Dik fijaba su mirada, vino á interrumpir de nuevo el silencio; era una voz dulce, simpática, melancólica; cantaba una balada de triste y lánguida armonía, cuya traducción hubiera podido ser:
«¡Londres! ¡Londres! ¡ciudad coronada! tú no eres tan hermosa como las aldeas de mi país; no eres tan hermosa, orgullosa ciudad de Londres.»
«Las almenas de tus torres están envueltas por la niebla; las cabañas de mi país se recortan sobre un cielo azul, velado por blancas nubecillas.»
«¡Londres! ¡Londres! tú eres sombrío como un cementerio; mi valle es alegre como un jardín.»
«¡Londres! ¡Londres! ¡ciudad coronada! tú no eres tan hermosa como las aldeas de mi país.»
La voz calló, y el oído de Dik devoró hambriento sus últimas vibraciones. Hacía algún tiempo que había cesado el canto, y aún le parecía escucharlo.
Un momento después la luz desapareció de la ventana, é inmediatamente la puerta colocada bajo ella se abrió, y salieron dos mujeres. La una llevaba un lío en la mano, y era joven; la otra una lámpara de hierro, y era vieja. La vieja cerró; la joven se deslizó por la solitaria plaza, y pasó muy cerca del respiradero donde observaba Dik, que escuchó el crujido de un traje y el són de unas ligeras pisadas.
De un salto se puso Dik fuera del subterráneo, y empezó á seguir á la mujer.
La oscuridad era densísima, nada se veía á algunos pasos de distancia, y el leve rumor de los pasos de la mujer era lo único que servía á Dik para no perder la pista.
La joven atravesó la plaza, se deslizó por el cuartel del Temple y se dirigió á San James, sin duda reparó en que la seguían, puesto que se detuvo á la entrada del cuartel, residencia de la alta nobleza. Dik adelantó, y se detuvo junto á ella.
– ¿Quién eres? preguntó la niña con una voz argentina.
– ¡Quién soy yo!.. ¿qué te importa? contestó trabajosamente Dik, mientras su sangre circulaba con una rapidez terrible. ¿Dónde vas, Ketti?
Un grito débil, involuntario, salió de los labios de la joven, y Ricardo la sintió asida de su cuello, sintió los latidos del seno de aquella mujer; la oyó decir con acento indescribible:
– ¡Dik!..
La joven no dijo más, dobló su cabeza sobre el pecho del joven, y empezó á llorar entre sollozos.
– Aparta, la dijo Dik separándola dulcemente; no es en mis brazos donde debo recibirte. Me has hecho traición.
– No, no, me engañaron, contestó la joven llorando; ¡te creí muerto!..
– Es decir…
– Que estoy casada.
– Bien, dijo Dik; es necesario que nos alejemos de aquí. Podría encontrarnos una ronda. Necesitamos hablar despacio, y es preciso que me conduzcas á cualquier parte. Yo no conozco á nadie en Londres. ¿A dónde vas?
– Al palacio de lady Ester…
– ¡Lady Ester!.. exclamó con extrañeza Dik: ¿qué tienes tú de común con lady Ester?
– Coso sus trajes, y le llevo uno para el baile que da esta noche Juan-sin-tierra á los nobles de Whitehall.
– Y bien…
– Ven conmigo, la diré que eres mi Dik; todo lo sabe, porque es buena, y la he contado mis penas. Ella, que es fuerte y poderosa, nos protegerá, Dik.
La joven se asió del brazo de Dik, que se dejó conducir. Al doblar la esquina próxima, un vivo resplandor se dejó ver adelantando hacia ellos. El primer movimiento de entrambos fué mirarse, sin pensar en inquirir la causa de aquel resplandor: la joven era hermosísima, y en sus ojos, grandes y melancólicos, se pintó una expresión de asombro al ver el magnífico traje de Dik, deslumbrante al resplandor que cada vez se acercaba más.
– ¡Ah! ¡Dik, dijo con tristeza Ketti, eres un gran señor!
– Silencio, dijo Dik.
El resplandor se había detenido; le producían dos hachones conducidos por archeros que precedían á dos trompeteros y un heraldo á caballo. Dik y Ketti se ocultaron en el dintel de una casa, y observaron; los trompeteros hicieron sonar tres veces las trompetas, y el heraldo gritó con voz sonora:
– Habitantes de la muy ilustre y leal ciudad de Londres: El muy alto y poderoso señor obispo de Eli, canciller del reino, en nombre de su gracia el rey, os hace saber: que el nombrado Dik, montero contra los edictos en los cotos reales de Dinden-Wood, acusado de desacato á su gracia el rey, ha burlado la persecución de los archeros y se ha ocultado en Londres. En nombre del muy alto y poderoso señor obispo de Eli, cincuenta marcos de plata al inglés, noble ó pechero, que presente su cabeza. ¡Salud al rey!
– Y bien, dijo Dik para sí, la cabeza de un montero está harto pagada: pero vale más la de un caballero.
– ¡Pobre hombre! exclamó Ketti conmovida, sin sospechar que asía del brazo á aquel á quien acababan de pregonar.
El heraldo y su comitiva adelantaron pasando junto á Dik. Los archeros se apartaron con respeto al ver el rico atavío del joven, y siguieron adelante acompañados de algunos curiosos.
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