Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cané Miguel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada, quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como un pantalón de marinero; la cerradura claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado, desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la obscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones!..

      He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.

      XXI

      Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. ¡Vas-y-voir!

      El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre todo… no íbamos a clase!

      La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa, luego segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. "Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín".

      Era italiano y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fué siempre para nosotros una grave cuestión decir si era gordo o flaco.

      Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos, para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del general Buendía. – Sáenz Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco. – Le veíamos todos los días, le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia. – Sáenz Peña me miraba triunfante! – Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas. – A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente. No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirle? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No le tenía en Arica. – Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general. – Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía. – Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la noche y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía. – No encontrábamos compromiso plausible, ni modus vivendi aceptable. Reconocer que aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador me hacía sufrir en extremo. – ¿Cómo podría escudriñar moralmente un individuo, si no era capaz de clasificarle como volumen positivo? – Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema. – Medio sofocado, grité desde la puerta: "¡Roque!.. ¡Encontré! – ¿Qué? – Buendía… – ¡Acaba! – ¡Es flaco y barrigón!"

      No añadiré una palabra más; si alguno de los que estas líneas lean ha observado un hombre de esas condiciones, habrá sin duda sentido las mismas vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha encontrado la clave del secreto, que le abandono generosamente.

      XXII

      Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un sér de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencias y frutos nos traía a la memoria un ombú frondoso. – El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que le había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.

      Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fué portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:

      Levántasi, muchachi,

      que la cuatro sun

      e lo federali

      sun vení o Cordun.

      Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres, que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle. – Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre entre dientes: "Levántasi, muchachi", etc. Cuando le retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del Dr. Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.

      Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un specimen más completo que nuestro enfermero. – Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia. – Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en silencio y se daba por enterado. – Un día había caído en el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla. – El Dr. Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla. – Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la