El día 1.º de enero de 1853, la duquesa llevaba al Monte de Piedad su anillo de boda.
Es preciso estar bien falto de todo socorro humano para empeñar un objeto de tan escaso valor como un anillo de matrimonio. Pero la duquesa no tenía ni un céntimo en casa y no se vive sin dinero, por más que el crédito sea el gran resorte del comercio de París. Se compran muchas cosas sin pagarlas cuando se puede echar sobre el mostrador una tarjeta con un nombre conocido y una dirección elegante. Podéis amueblar vuestra casa, llenar vuestra bodega y proveer vuestro ropero sin que tengáis necesidad de enseñar el color de vuestros escudos. Pero hay mil gastos cotidianos que no se hacen más que con el dinero en la mano. Un vestido se toma a crédito, pero los remiendos se pagan al contado. Algunas veces es más fácil comprar un reloj que una col. La duquesa disponía de un resto de crédito que cultivaba con un cuidado religioso, pero, en cuanto al dinero, no sabía cómo procurárselo. El duque de La Tour de Embleuse ya no tenía amigos: los había gastado como el resto de su fortuna. Tal compañero de colegio nos profesa cariño hasta mil francos; tal camarada de placer llega a prestarnos cien luises; tal vecino compasivo representa un valor de mil escudos. Pasada cierta cifra, se cree libre de todos los deberes de la amistad; no tiene nada de qué reprocharse; ya no os debe nada; tiene el derecho de desviar la vista cuando os encuentra y de negaros la entrada cuando llamáis a su puerta. Las amigas de la duquesa se habían ido apartando de ella una después de otra. La amistad de las mujeres es seguramente más cordial que la de los hombres, pero en uno y otro sexo no hay afecto duradero más que para sus iguales. Se experimenta un placer delicado en subir dos o tres veces una escalera estrecha y en sentarse cerca de un miserable camastro, pero hay muy pocas almas tan heroicas que sean capaces de vivir familiarmente con la desgracia de los demás. Las mejores amigas de la pobre mujer, aquellas que la llamaban Margarita, habían sentido enfriarse su corazón en aquel departamento sin alfombras y sin fuego, y ya habían dejado de ir. Cuando se les hablaba de la duquesa, hacían su elogio, la compadecían sinceramente y decían: «Nos queremos como siempre, pero no nos vemos casi nunca. ¡Su marido tiene la culpa!»
En aquel abandono lamentable, la duquesa recurría al último amigo de los desgraciados, un acreedor que presta a un interés muy elevado, es verdad, pero sin objeciones ni reproches. El Monte de Piedad guardaba sus alhajas, sus encajes, sus vestidos, lo mejor de su ropa blanca y el penúltimo colchón de su cama. Lo había empeñado todo a la vista del propio duque que veía marchar uno a uno todos los objetos de su mobiliario, despidiéndose alegremente de ellos. Aquel incomprensible viejo vivía en su casa como Luis XIV en su reino, sin preocuparse del porvenir y diciendo: «¡Después de mí, el diluvio!» Se levantaba ya tarde, almorzaba con excelente apetito, se pasaba una hora en el tocador, se teñía el pelo, se ponía colorete, se pulía las uñas y paseaba sus gracias por París hasta la hora de comer. No mostraba la menor extrañeza cuando veía una buena comida sobre la mesa, y era demasiado discreto para preguntar a su mujer cómo la había logrado. Si la comida era magra, se condolía humorísticamente y sonreía a la mala fortuna como otras veces a la buena. Cuando Germana empezó a toser, bromeó alegremente sobre tan mala costumbre. Se pasó largo tiempo sin ver que la pobre languidecía, y el día que lo advirtió experimentó una viva contrariedad.
Cuando el doctor le anunció que sólo un milagro podía salvar a la infeliz niña, le llamó médico Tant-Pis (Tanto peor), y le dijo frotándose las manos: «¡Vamos, vamos, eso no será nada!» El mismo ignoraba si hablaba así para tranquilizar a la familia o es que realmente su trivialidad natural le impedía sentir el dolor. Su mujer y su hija le adoraban tal como era. Trataba a la duquesa con la misma galantería que al día siguiente de la boda, y hacía saltar a Germana sobre sus rodillas como cuando tenía tres años. La duquesa jamás le acusó, ni en su fuero interno, de su ruina; veía en él, lo mismo que veintitrés años antes, al hombre perfecto; tomaba su indiferencia por valor y firmeza; esperaba en él, a pesar de todo, y le creía capaz de levantar la casa por un golpe inesperado de fortuna.
A Germana, según el doctor Le Bris, no le quedaban más que cuatro meses de vida. Debía caer en los primeros días de la primavera, a tiempo para que las lilas blancas pudiesen florecer sobre su tumba. La pobre joven presentía su destino y juzgaba sobre su estado con una clarividencia bien rara en los tuberculosos. Quizás hasta tenía sospechas del mal que minaba a su madre. Dormía al lado de la duquesa, y en sus largas noches de insomnio se asustaba algunas veces del sueño anhelante de la querida enfermera. «Cuando yo haya muerto, pensaba, mamá no tardará en seguirme. No estaremos mucho tiempo separadas; pero, ¿qué será de mi padre?»
Todas las preocupaciones, todas las miserias, todos los dolores físicos y morales tenían su asiento en aquel rincón del palacio Sanglié; y en París, donde la miseria abunda, no había, quizás, una familia más completamente miserable que la de La Tour de Embleuse que poseía por todo recurso un anillo de boda.
La duquesa fue primero a la sucursal del Monte de Piedad, situada en la calle de Bonaparte, cerca de la Escuela de Bellas Artes, pero encontró la casa cerrada; había olvidado que era día de fiesta. Entonces se le ocurrió la idea de que tal vez habría abierto el comisionista de la calle de Condé, pero le ocurrió lo mismo. No sabía ya dónde dirigirse, porque los establecimientos de este género no son muy frecuentes en el barrio de San Germán; no obstante, como el duque no podía comenzar el año ayunando, entró en un pequeño establecimiento de bisutería de la encrucijada del Odeón donde vendió su anillo por once francos. El mercader prometió conservarlo tres meses, por si quería ir a buscarlo.
Guardó el dinero en una punta de su pañuelo de bolsillo y, sin detenerse, se encaminó hacia la calle de los Lombardos. Entró en una farmacia, compró una botella de aceite de hígado de bacalao para Germana, atravesó el arroyo, se detuvo en una tienda, eligió una langosta y una perdiz, y volvió, enlodada hasta las rodillas, al palacio Sanglié. No le quedaban más que cuarenta céntimos.
El departamento que ocupaba era una construcción ligera, añadida treinta años antes al edificio. Las cuatro piezas de que se componía estaban separadas por tabiques de madera. La antesala daba por un lado al salón y por el otro a un largo corredor que conducía a la habitación del duque. Desde el salón se pasaba a la habitación de la duquesa y desde allí al comedor que unía la habitación del duque con la de la duquesa.
La señora de La Tour de Embleuse encontró en la antesala a su única sirvienta, la vieja Semíramis, que lloraba silenciosamente con un papel en la mano.
– ¿Qué tienes? – preguntó.
– Señora, esto es todo lo que ha traído el panadero. Si no le pagamos, no nos dará más pan.
La duquesa recordó que, efectivamente, se le debían más de 600 francos.
– No llores más – dijo – . Aquí tienes algún dinero; ve a la panadería de la calle del Bac y compra un panecillo de Viena para el señor y para nosotros lo traes del otro. Llévate eso a la cocina; es el almuerzo del señor. Y Germana, ¿ya está levantada?
– Sí, señora; el médico la ha visto a las diez. Aun está en la habitación del señor duque.
Semíramis salió y la señora de La Tour de Embleuse se dirigió a la habitación de su marido. Cuando se disponía a abrir la puerta, oyó la voz del duque, clara, alegre y vibrante como un clarín.
– ¡Cincuenta mil francos de renta! – decía el viejo – . ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna!
II
PETICIÓN