Así vociferaban en los corrillos de la plaza los que se creían perjudicados por el futuro matrimonio, ayudándoles en la murmuración casi todos los vecinos de Benimuslim.
El caso era que el tal casamiento no acabaría bien. Aquel vejestorio atacado de rabia amorosa estaba destinado a llorar su calaverada. ¡Pequeños iban a ser los adornos!…
Todo el pueblo sabía que Marieta tenía un novio, Toni el Desganat, un vago que había pasado la niñez con ella correteando por las viñas, y ahora, al ser mayor, la quería con buen fin, esperando para casarse que le entrasen ganas de trabajar y perder la costumbre de beberse en la taberna los cuatro terrones de su herencia en compañía de su amigo el dulzainero Dimoni, otro perdido, que venía a buscarle del inmediato pueblo para tomar juntos famosas borracheras, que dormían en los pajares.
Los parientes de la siñá Tomasa miraban ahora con simpatía al Desgarrat. Este se encargaría de vengarlos.
Y los mismos que antes le despreciaban, los ricachos que volvían la cara al encontrarle, buscábanle en la taberna el día de la primera amonestación, plantándose ante el muchachote, que estaba sentado en un taburete de cuerda, con la vistosa manta sobre las rodillas, la colilla pegada al labio y la mirada fija en el porrón, que, herido por un rayo de sol, reflejaba inquieta mancha roja sobre el cinc de la mesilla.
– ¡Che, Desgarrat! – le decían con sorna. – Marieta se casa.
Pero el Desgarrat acogía esta burla levantando los hombros. Aquello aún había de verse. Hasta el fin nadie es dichoso, y él… ¡recordóns!, ya sabían todos que era muy hombre para vérselas con el tío Sento, que también la echaba de terne.
Así era, y por lo mismo todos esperaban un choque ruidoso.
Allí iba a pasar algo.
Al tío Sento – según propia afirmación- nadie le ganaba a bruto. Levantaba mucho peso en las elecciones, tenía grandes amigos en Valencia, había sido alcalde varias veces y estaba acostumbrado a enarbolar en medio de la plaza el grueso gayato de Liria para sacudirle dos palos con la mayor impunidad al primero que le incomodaba.
II
Llegó el momento de las cartas dotales. El tío Sento no hacía las cosas a medias, y además, buena era Marieta y su familia para despreciar la ocasión.
En trescientas onzas la dotaba el novio, sin contar la ropa y las alhajas pertenecientes a su primera mujer.
La casa de Marieta, aquella casucha de las afueras, sin más adorno que el carro a la puerta y dos o tres caballerías flacas en el establo, fué visitada por todas las chicas del pueblo.
Aquello era un jubileo. Todas, formando grupo, cogidas de la cintura o de las manos, pasaban ante el largo tablado cubierto por blancas colchas, sobre el cual los regalos y la ropa de la novia ostentábase con tal magnificencia que arrancaban exclamaciones de asombro:
– ¡Reina y santísima! ¡Qué cosas tan preciosas!
La ropa blanca, clasificada por tamaños, apilada en altas columnas que casi llegaban al techo, cuidadosamente doblada, algo morena, como de tejido fuerte, pero con un olor a limpieza y lejía que daba gloria; todo a docenas de docenas, desde las camisas hasta los trapos de cocina, con iniciales de colores chillones y guarnecidas con profusión de randas las ropas de uso interior; los vestidos de seda, gruesos y crujientes, con vivos reflejos metálicos; las faldas de rameado percal., mostrando una fresca florescencia de primavera; las mantillas, con sus sutiles y complicados arabescos; los corsés blancos y negros pespunteados de rojo, delatando con imprudencia en sus rígidos contornos el cuerpo de la novia; y encerrados en sus marcos de cartón, los pañolones de Manila, con aves fantásticas volando en un cielo de seda blanca, y grupos de chinos, unos bigotudos y fieros, otros pelones y bobos, admirando con sus caritas de porcelana a las sencillas muchachas, que soñaban despiertas en aquellos misteriosos países, donde los hombres gastan faldas y tienen ojitos de cerdo. Después venían los regalos de los amigos: en su mayoría, pilillas de agua bendita para la alcoba, con sus ángeles de porcelana; cajas con cuchillos y cubiertos de plata, y dos grandes candelabros que descollaban majestuosamente. Eran el regalo del marqués, el cacique de la comarca, el hombre más eminente de España, según el tío Sento, el cual siempre que se trataba de sacarle diputado por el distrito, estaba tan dispuesto a empuñar el garrote como a echarse la escopeta a la cara.
Y como digno final a aquella exposición, en lugar preferente, ostentábanse las joyas chispeando sobre la almohadilla granate de los estuches: las uvas de perlas para las orejas, los alfileres de pecho con sus complicados colgajos, las grandes horquillas de oro para los caracoles de las sienes, las tres agujas con cabezas de apretadas perlas que habían de atravesar el airoso rodete, y aquel aderezo, famoso en Beni-muslim, que la siñá Tomasa había comprado en catorce onzas en la calle de las Platerías.
¡Vaya una suerte la de Marieta! Ella se hacía la modesta, enrojeciendo cada vez que ponderaban su futura felicidad; pero había que ver los lagrimones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada e insignificante, y la emoción del carretero, que iba como un criado tras su futuro yerno, guardándole todas las consideraciones debidas a un ser superior.
Por la noche fué la lectura de las cartas. Llegó don Julián, el notario, en su vieja tartana, acompañado de su acólito, un infeliz con cara hambrienta, con el tintero de cuerno asomado a un bolsillo y el papel sellado bajo el brazo.
Don Julián fué entrado casi en triunfo en la cocina, donde ya estaba preparada una mesilla para el escribiente con velón de cuatro brazos.
¡Qué hombre tan sabio aquél! Leía las escrituras en valenciano e intercalaba en el árido texto chistes de su cosecha… Vamos, que no había palurdo que pudiera estar serio en presencia de aquel señor, siempre grave, que tenía cierto aire eclasiástico, con su largo paletó negro, semejante a una sotana, el rostro carrilludo y frescote, cuidadosamente afeitado y las recias gafas montadas en la frente, lo que era para los vecinos de Benimuslim un capricho inexplicable propio de los grandes talentos.
Comenzó el notario a dictar en voz baja; garrapateaba el escribiente en los pliegos de papel sellado, y mientras tanto iban llegando los amigos de casa, con el cura y el alcalde, y desaparecían del largo tablado los regalos de boda para dejar sitio a los macizos bizcochos espolvoreados de azúcar, los platos de amargos y las tortas finas secas como cartón, a más de una docena de botellas de rosa y marrasquino.
Tosió varias veces don Julián, púsose en pie, tirando de las solapas de su paletó, y todos quedaron en silencio, mientras él agarraba los pliegos escritos con la tinta todavía fresca y comenzaba a leer en valenciano.
¡Qué hombre tan chistoso! Al nombrar al novio hizo una mueca grotesca, y el tío Sento fué el primero en celebrarlo con una ruidosa carcajada; al mentar a la novia saludó a Marieta con una reverencia de baile, y volvió a repetirse la risa; pero cuando llegaron las condiciones del contrato, todos se pusieron graves; un viento de egoísmo y de avaricia parecía soplar en aquella cocina, y hasta la novia levantaba la cabeza con los ojos brillantes y las alillas de la nariz dilatadas por la emoción de oír hablar de onzas, de la viña de la Ermita y del olivar del Camino Hondo: todo lo que iba a ser suyo. El tío Sento era el único que sonreía satisfecho de que tan honorable concurso apreciara hasta dónde llegaba su generosidad.
Así se hacían las cosas. Los padres de Marieta lloraban y las vecinas movían la cabeza con expresión de sentimiento. A un hombre así se le podía entregar una hija sin remordimiento alguno.
Cuando el papelote quedó firmado comenzaron a circular los dulces y las copas. El notario lucía su ingenio, mientras el famélico escribiente se atracaba en representación propia y de su principal.
Aquel don Julián era el encanto de su rudo auditorio. Ya verían de lo que era capaz el día de la boda. Don Vicente, el cura y él se habían de emborrachar, brindando por la felicidad de los novios: palabra de honor.
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