Libro primero
Ciudad de Lesbos es Mitilene, grande y hermosa. La parten canales, por donde entra y corre la mar, y la adornan puentes de lustrosa y blanca piedra. No semeja, a la vista, ciudad, sino grupo de islas.
A unos doscientos estadios de Mitilene, cierto rico hombre poseía magnífica hacienda, montes abundantes de caza, fértiles sembrados, dehesas y colinas cubiertas de viñedo: todo junto a la mar, cuyas ondas besaban la arena menuda de la playa.
En esta hacienda, un cabrero llamado Lamón, que apacentaba su ganado, halló a un niño, a quien criaba una cabra. En el centro de un matorral, entre zarzas y hiedra trepadora, y sobre blanco césped, reposaba el infantico. Allí solía entrar la cabra, de suerte que desaparecía a menudo, y abandonando su cabritillo, asistía a la criatura. Lamón notó estas desapariciones, y se compadeció del cabritillo abandonado; pero un día, en el ardor de la siesta, siguiendo la pista de la cabra, la vio deslizarse con cautela entre las matas, a fin de no lastimar con las pezuñas al niño, el cual, como si fuera del pecho materno, iba tomando la leche. Maravillado Lamón, que harto motivo había para ello, se acercó más, y vio que la criatura era varón, bonito y robusto, y con prendas más ricas de lo que prometía su corta ventura, porque estaba envuelto en mantilla de púrpura con hebilla de oro, y al lado habla un puñalito, cuyo puño era de marfil. Lo primero que discurrió Lamón fue cargar con aquellas alhajas y abandonar al niño; pero avergonzado luego de no remedar siquiera la compasión de la cabra, no bien llegó la noche, lo llevó todo, niño, cabra y alhajas, a su mujer, Mirtale, a la cual, para que se le quitase la aprensión de que las cabras parieran niños, le contó lo ocurrido; cómo halló a la criatura, cómo la cabra la amamantaba y cómo él había tenido vergüenza de dejarla morir. Y siendo Mirtale del mismo parecer, ocultaron las alhajas, prohijaron al niño y encomendaron a la cabra su crianza. A fin de que el nombre del niño pareciese pastoral, decidieron llamarle Dafnis.
Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era Dryas, halló y vio algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una gruta consagrada a las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo exterior, redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido a la cintura y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos pastores. A este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba a veces que se le había Perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo a su antiguo y tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno a modo de lazo, y entró en la gruta a fin de coger la oveja; pero no bien llegó cerca, vio lo que no esperaba: vio a la oveja que, con ternura verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante leche, a una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba la boca pura y limpia, ya a una teta, ya a otra, y cuando se había hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña, y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también.
Considerando divino tal hallazgo, y enseñado por la oveja a compadecer y amar a la niña, Dryas la tomó en sus brazos, guardó aquellas prendas en el zurrón y rogó a las Ninfas que le dejasen criar con buena suerte a la que se había puesto bajo su amparo. Y como ya era tiempo de llevar la manada al aprisco, volvió a su cabaña, contó a su mujer lo ocurrido, le mostró a la niña, y la exhortó a tomarla por hija, ocultando cómo había sido hallada. Napé, que así se llamaba la pastora, amó desde luego a la niña como madre, recelosa de que la oveja no la venciese en ternura y en prueba de que la niña era su hija, le puso el nombre pastoral de Cloe.
Pronto crecieron los niños. Su hermosura distaba mucho de parecer rústica. Cuando él cumplió quince años y ella dos menos, Dryas y Lamón tuvieron idéntico sueño en una misma noche. Pensaron ver que las Ninfas, las de la gruta donde estaba la fuente y donde Dryas había encontrado a la niña, ponían a Dafnis y a Cloe en poder de un mozuelo gentil a par que arrogante, con alas en los hombros y armado de arco y flechas pequeñitas, el cual, hiriendo a ambos con la misma flecha, les mandó que fuesen pastores: a ella, de ovejas; a él, de cabras. No poco afligió a los viejos este sueño, que destinaba a sus hijos al oficio de guardar ganado, porque hasta entonces habían augurado mejor suerte para ellos, fiándose en las prendas halladas, por lo cual los hablan criado con el mayor regalo y les habían hecho aprender las letras y cuanto en el campo hay de bueno. Resolvieron, no obstante, obedecer a los dioses, cuya providencia había salvado a los niños. Y después de comunicarse mutuamente el sueño, y de haber hecho un sacrificio, en la gruta de las Ninfas, al mozuelo de las alas (cuyo nombre no acertaban a adivinar), enviaron a los mozos a cuidar del hato, enseñándoles el oficio pastoril: de qué modo ha de apacentarse antes del mediodía, de qué modo después de pasada la siesta; cuándo conviene llevar al abrevadero, cuándo al aprisco; en qué ocasión debe emplearse el cayado y en qué ocasión basta la voz. Ellos se alegraron de esto en gran manera, como si los hubieran hecho príncipes, y amaron a sus cabras y corderos más que suele el vulgo de los pastores, porque ella recordaba que debía la vida a una oveja, y él no había olvidado que una cabra le cuidó y alimentó en su abandono.
Empezaba entonces la primavera y se abrían las flores en montes, selvas y prados. Oíase ya por todas partes susurro de abejas y gorjeo de pajarillos. Los recentales balaban, los corderos retozaban en la montaña, las abejas susurraban en el prado, y en umbrías y sotos cantaban las aves. Como en aquella bendita estación todo se regocijaba, Dafnis y Cloe, tan jóvenes y sencillos, se pusieron a remedar lo que veían y oían. Oían cantar a los pájaros, y cantaban; veían brincar a los corderos, y brincaban gallardamente, y remedando a las abejas, cogían flores, y ya se las ponían en el pecho, ya, tejiendo guirnaldas, se las ofrecían a las Ninfas. Todo lo hacían juntos y apacentaban cerca el uno del otro. A menudo Dafnis hacía volver a la oveja que se extraviaba, y a menudo Cloe espantaba a las cabras más atrevidas para que no trepasen a los riscos. A veces uno solo cuidaba de ambos hatos, mientras que el otro se recreaba y jugaba. Sus juegos eran infantiles y propios de zagales. Ora ella, con juncos que cogía, formaba jaulas para cigarras, y, distraída en esta faena, descuidaba el ganado. Ora él cortaba delgadas cañas, les agujereaba los nudos, las pegaba con cera blanda, y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña. A menudo compartían ambos la leche y el vino, y se comían juntos la merienda que traían de casa. En suma, más bien se hubieran visto las cabras y las ovejas dispersas que a Dafnis y Cloe separados.
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