José María de Pereda
LOS HOMBRES DE PRO
ADVERTENCIA
La siguiente novela ha formado parte, hasta ahora, de un libro titulado BOCETOS AL TEMPLE. Personas cuyos dictámenes son leyes para mí, pretenden que Los HOMBRES DE PRO deben establecerse de cuenta propia y correr solos las aventuras que les depare la suerte. Por eso aparecen aquí dando nombre a este primer tomo de mis Obras completas, en cuya impresión no se seguirá el mismo orden en que fueron saliendo a luz por vez primera, sino el más conveniente a mis propósitos, que en nada perjudican el escaso interés que puedan merecer del público mis libros.
Siguiendo los consejos de las mencionadas personas, no será la alteración hecha en los BOCETOS AL TEMPLE la única que se observe durante el curso de esta publicación. Parece ser que ha llegado la oportunidad (y no quiero desaprovecharla) de que se completen mutuamente algunos tomos de mis cuadros sueltos, adquiriendo, por ejemplo, él de ESCENAS MONTAÑESAS lo que indebidamente posee el de ESBOZOS y RASGUÑOS, y desprendiéndose, en cambio, de lo que, con muy justos títulos, le reclama este su hermano menor.
Ignoro si con todos estos cambalaches y trastrueques falto a alguna ley que debe respetarse. Varios ejemplos, que recuerdo, me dicen que no; uno solo, pero de mucha calidad, afirma que ni las erratas de la primera edición de un libro deben desaparecer de las sucesivas, por respeto a los lectores que le poseen, o le han adquirido o conocido con ellas.
Mientras se ventila esta cuestión de derecho y se llega a formar jurisprudencia sobre el caso, creo yo que no debe estar prohibido en la prodad literaria lo que es lícito y hasta recomendable en las rústicas y urbanas. Ahora, si se me dice que eso de prodad literaria es, en España, música celestial, porque los libros son aquí primi cantis, y todo el mundo, menos su autor, puede hacer de ellos mangas y capirotes …, ya es otra cosa.
Por de pronto, y aceptando la responsabilidad que me alcance por el atrevimiento, a mi parecer me agarro …, y lo dicho, dicho.
J.M. DE PEREDA.
Febrero de 1884.
CAPÍTULO PRIMERO
Docena y media de casucas, algunas de ellas formadas en semicírculo, a lo cual se llamaba plaza, y en el punto más alto de ella una iglesia a la moda del día, es decir, ruinosa a partes, y a partes arruinada ya, era lo que componía años hace, y seguirá componiendo probablemente, un pueblo cuyo nombre no figura en mapa alguno ni debe figurar tampoco en esta historia.
En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el señor cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro patatas y pocas más alubias con que se alimentaba cada día.
Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por consiguiente, comían el miserable mendrugo cotidiano empapado en el sudor de un trabajo tan rudo como incesante.
Todos dije, y dije mal: todos menos uno. Este uno se llamaba Simón Cerojo, que había logrado interesar el corazón de una moza de un pueblo inmediato, la cual moza le trajo al matrimonio cuatro mil reales de una herencia que le cayó de repente un año antes de que Simón la pretendiera.
Era Juana, que así se llamaba la moza, más que regularmente vana por naturaleza, a la cual debía algunos favores, no muchos en verdad; pero desde los cuatro mil de la herencia, fué cosa de no podérsela aguantar. Parecíale gentezuela de poco más o menos toda la que la rodeaba en su pueblo, y se prometió solemnemente morir soltera si no se presentaba por allí un pretendiente que, a la cualidad de buen mozo, reuniese un poco de educación, algo de mundo y cierto aquel a la usanza del día.
Simón Cerojo, que acababa de recibir su licencia de soldado, que sabía un poco de pluma y había corrido media España con su regimiento, de cuyo coronel fue asistente cinco años, y era, además, un mocetón fresco y rollizo, se creyó con todas las condiciones exigidas por la vanidosa muchacha; y se atrevió a pretenderla, no sin llevar encima, por memorial y a mayor abundamiento, en su primera visita, un reloj de cinco duros y alguna de la ropa que, como prenda «de una buena estimación y una fina amistad», le había regalado su coronel al despedirle. Aceptó Juana la pretensión de buen grado, y se celebró en su día la boda, con la posible solemnidad; y como Simón, huérfano de padres años hacía, y sin pizca de parentela en el mundo, poseía en su pueblo, por herencia, una casuca con su poco de balcón a la plaza, trasladóse a ella el flamante matrimonio.
Como Simón manejaba la brocha casi tan bien como la pluma y la azuela, dando un pellizco al caudal de su mujer, blanqueó la fachada principal, pintó de verde el balcón y las ventanas y una cruz del mismo color sobre cada hueco; puso por veleta en el tejado, después de retejarle convenientemente, un guardia civil de madera, apuntando con su fusil (obra admirable y admirada, que él mismo talló), y arregló el cuarto del portal, que hasta entonces había estado sirviendo de cubil. Colocó en él, según lo previamente pactado y convenido con su mujer, un mostrador y una estantería que improvisó con cuatro tablones viejos, e invirtió el resto de la herencia en aceite, aguardiente de caña, hormillas, hilo negro, cordones de justillo y otras baratijas por el estilo. Distribuyóse todo convenientemente entre el mostrador y la anaquelería; sentóse Juana detrás del primero, muy grave y emperejilada; colocó Simón sobre la puerta principal, y mirando a la plaza, un letrero verde en campo rojo, que decía:
Abacería de San Quintín,
en memoria del regimiento en que él había servido, y quedó abierto al público aquel establecimiento, tan necesario en un pueblo que hasta entonces había tenido que surtirse en la villa, a dos leguas de distancia, de los artículos más indispensables.
Por eso se celebró el acontecimiento como uno de los de más transcendencia, por aquellos sencillos habitantes, y fueron los tenderos, durante algunos días, el objeto de la admiración de todos sus convecinos; admiración que recibieron los admirados con toda la dignidad del caso: Simón, con los brazos remangados hasta el codo, de , y con el índice y el pulgar de cada mano apoyados sobre el mostrador; Juana, sentada detrás de éste, con el hocico plegado y los párpados muy caídos. Así al principio; y luego, con bastante más sencillo ceremonial, fueron los de la tienda recaudando poco a poco las roñosas economías de aquellos campesinos, a cambio de sus bebidas y chucherías, no cobrando siempre al contado, pero cuidando, en las fías, de sacar hasta los intereses al vencer los plazos.
Por esta razón, la casa de Simón Cerojo era la única que en el pueblo de que se trata ofrecía un aspecto bastante risueño…, si bien se nublaba un tantico los días festivos, por reunirse en ella más gente de la que dentro cabía, a jugar a las cartas y a beber algo que no se parecía al agua sino en el color. Mas eran éstas ligeras nubéculas que trataba de disipar el señor cura con algunas pláticas oportunas desde el altar mayor, aunque sin conseguirlo; pero que jamás (sea dicho en honor de aquellas buenas gentes) dieron que hacer cosa alguna al juzgado de primera instancia.
Ya irá comprendiendo el lector por qué al decir que todos los vecinos del consabido pueblo comían el pan amasado con el sudor de su rostro, exceptuamos a Simón Cerojo.
Es de advertir que éste era la persona más notable del pueblo, no solamente por su condición de comerciante, de hombre de pluma y de campanudo consejo, sino por estar agarrado a buenas aldabas, o séase por privar con gente de mucha soflama.
En efecto: ya se ha dicho que Simón fué durante cinco años asistente de su coronel, y que le despidió colmándole de atenciones, y, al decir del licenciado, de pruebas «de una buena estimación y una fina amistad». Pues sépase ahora, y es la verdad, que a pesar de haber sido ascendido a general en menos de dos años, por no sé qué ni cuántos pronunciamientos, el tal señor coronel no se desdeñaba de responder muy atento a las cartas en que Simón le enviaba la enhorabuena, ni le escaseaba las ofertas de ha cer algo por él cuando fuese necesario; ofertas que cumplió en dos ocasiones, en las cuales el ex asistente le puso a prueba, no muy dura por cierto, en beneficio de dos convecinos suyos que se creyeron atropellados por la Administración de Hacienda.
– Y ¿cómo Simón— se nos preguntará— estaba al tanto de esos ascensos y de esas evoluciones de su antiguo jefe, viviendo en aquel humildísimo rincón?
Para responder a