Algún tiempo anduvo lampiño, como dicen los arqueólogos que están las estatuas de Paris, a quien amó Elena, y el busto del famoso Antinóo; luego lució bigote a la borgoñona, a semejanza de aquellos galanes españoles del siglo XVII, que fueron regocijo de damas, monjas y villanas; por fin resolvió dejarse barba apuntada, según es fama que la tuvo el duque de Gandía cuando amó a Isabel de Portugal, y bigotes largos, como aquel conde de Villamediana que murió por haber puesto en otra reina los ojos.
Bien quisiera don Juan vestir de manera que la ropa favoreciese su buen talle; alguna vez imaginó verse engalanado con capotillo de terciopelo negro, esmaltado por la venera roja de Santiago, gregüescos acuchillados de raso, calzas de seda, zapatos de veludillo, chambergo de plumas, con su joyel de pedrería, guantes de ámbar, espada de taza y lazo, y escarcela, bien preñada de doblas: pero no siendo carnaval todo el año, se ha resignado a usar prosaicos pantalones de patén, levitas de tricot y americanas de chiviot, conservando como único elemento práctico de otros tiempos las monedas de oro que lleva en el bolsillo del chaleco, por cierto en abundancia, aunque parezca inverosímil. Los billetes de banco no le gustan, porque dice que las damas no deben tocar más papeles que cartas de amor y cuentas pagadas, y que con las criadas oros son triunfos.
De todo lo dicho se deduce que la amatividad de don Juan no le domina y absorbe tan por entero, que llegue a cegarle; antes por el contrario, él la dirige y encauza de modo que, en vez de quedar esclavo de sus pasiones, las ordena con arreglo a sus deseos.
Pero puede afirmarse que extrema la filantropía en lo que a la mujer se refiere, hasta la exageración, y aun sostiene que con ser tan sublime y adorable virtud la caridad, le lleva ventaja el amor; porque la caridad alegra un solo corazón, y el amor regocija dos almas y dos cuerpos.
Capítulo II
Estaba don Juan hacía pocos días de regreso en Madrid, tras una ausencia de dos años y medio, semana más o menos, cuando una tarde, después de almorzar como debe hacerlo quien vive en servicio del amor, no pudo resistir a la tentación de abrir el balcón de su despacho y asomarse a dar, apoyado en la barandilla, las primeras chupadas a un buen veguero. Dos ideas ocupaban su imaginación: la primera mandar que buscasen y avisasen a la célebre Mónica para que estuviese dispuesta a volver a su servicio si la cocinera provisional no cumplía bien su sagrada obligación; y la segunda, no permanecer ocioso en materia de amores, para evitar lo cual, entre cada dos bocanadas de humo, dirigía unas cuantas miradas a la casa de enfrente, donde vivía una viuda de peregrina belleza, pero de tan fresca y reciente viudez, que don Juan no juzgaba cuerdo empezar todavía su conquista. A pesar de ello, miró discretamente varias veces hacia los visillos medio levantados, tras cuya muselina se dibujaba la figura de la viuda, entretenida en hacer labor. Acaso aquellas miradas fuesen estériles, mas también podían dar resultado; porque hay galanterías, homenajes y aun simples demostraciones de agrado, que son como letras de cambio a muchos días vista.
Luego se vistió don Juan con su habitual elegancia, tomó de sobre una mesa el sombrero, los guantes de piel de perro avellanados, con pespuntes rojos, el bastón con puño de plata labrada, y se echó a la calle deseoso de pasear, andando a la ventura y a lo que saliere, porque a la sazón no tenía mujer determinada que le ocupase el ánimo.
Al cabo de media hora llegó a una de aquellas alamedas del Retiro que empiezan junto a la Casa de fieras y terminan en el estanque llamado Baño de la elefanta.
El sol iba cayendo lentamente hacia la parte de Madrid, cuyas torres, puntiagudas y negruzcas, aparecían envueltas en una atmósfera de polvo luminoso, y a lo lejos se oía el rumor confuso de muchos ruidos juntos, que semejaban la turbulenta respiración de la ciudad. La temperatura era grata y el paseo estaba muy lucido, como si aquella tarde se hubiesen citado allí las madrileñas más lindas y elegantes, al contrario de otros días, en que parece que se congregan las cursis y feas para amargarnos la vida, atormentarnos los ojos y hacernos dudar del Todopoderoso.
Don Juan miraba sin descaro, pero con bastante detenimiento a cuantas pasaban cerca de él, y las miraba comenzando por abajo, es decir, procurando verles primero los pies, luego el talle, y últimamente la cabeza. Si aquéllos eran feos o muy grandes, no proseguía el examen; si el cuerpo no era airoso, desviaba la vista: mujer en quien llegase a investigar con la mirada el color del pelo, la forma del cuello o el encaje de la cabeza sobre los hombros, podía mostrarse orgullosa de sus pies y su cintura. Acaso resultara demasiado minucioso y rigorista en estos exámenes; pero él los disculpaba diciendo que si a un caballo de carrera se exigen innumerables cualidades para ser calificado de bello, muchas más deben desearse reunidas en la mujer, que es lo principal de la vida para todo hombre de mediano entendimiento.
En esta ocupación iba gratamente entretenido, cuando acertó a pasar a su lado una señora elegantísima. Comenzó don Juan el examen.
Los pies de la dama eran de forma irreprochable, finos, algo elevados por el tarso, ni tan largos como de bolera, ni tan cortos como de china, y no calzados, afectando descuido, con zapatones a la inglesa, sino con medias de seda roja y zapatos de charol a la francesa, de tacón un poquito alto y sujetos con lazo de cinta negra. (Dicho sea de paso, don Juan maldecía con sagrada indignación de la pérfida Inglaterra que, no contenta con habernos robado a Gibraltar, ha hecho adoptar a nuestras mujeres la aborrecible moda de los zapatos grandes.)
Aquella mujer no llevaba ridícula y dañosamente apretada la cintura; su talle, sin que nada le oprimiera, resultaba en perfecta armonía de líneas con las curvas que hacia arriba dibujaban el pecho y con las que hacia abajo modelaban las caderas. El traje no podía ser más elegante. Componíanlo falda negra y plegada en menudas tablas con primoroso arte, abrigo corto de rico paño gris muy bordado, que se ajustaba perfectamente a su hechicero cuerpo, y gran sombrero, también negro, guarnecido de plumas rizadas, y velo de tul con motas que, fingiendo lunares, sombreaba dulcemente su rostro. Vista de espalda, descubría por bajo del sombrero gran parte del rodete bien prieto, formado por una cabellera rubia oscura, surcada de hebras algo más claras, que, heridas por la luz, parecían de oro. Su andar era pausado y firme; pisaba bien y sus movimientos estaban animados por una gracia encantadora. Don Juan se dio en seguida a pensar en lo bonita que estaría aquella mujer envuelta en una bata lujosa, lánguidamente tumbada en una butaca, o vestida de baile con los brazos desnudos, ceñido el cuerpo en sedas y encajes, o mejor aún, en el momento de lavarse y peinarse, que es el instante más favorable para saber si la belleza femenina está en aquel punto de sazón y frescura que la hace ser la obra maestra de Dios.
Aquella mujer era de las que resisten el más minucioso análisis, de las escogidas entre las hermosas, de las que redimen perversos o pervierten santos, según se les antoja. Luzbel se hubiera hecho humilde por una sonrisa de su boca, y el santo que vivió en el desierto, sin más compañía que un cerdo, hubiera renunciado a su parte de paraíso a la menor indicación que ella le hiciese de cenarse juntos el marrano.
Don Juan la miró primero de refilón, y en conjunto, luego por la espalda, después de perfil, y, pareciéndole guapa, pasó junto a ella para verla mejor. Entonces se quedó parado, cual si le hubiesen detenido poniéndole una mano sobre el hombro, porque creyó conocerla, o, mejor dicho, reconocerla. Su memoria le trajo al pensamiento un nombre en que iban compendiados muchos recuerdos, pero la desconfianza le hizo decirse en seguida: «No, no es ella…, con esa ropa… ¡imposible!». Sin embargo, no se rindió a la duda, y tornó a mirarla. Ella ni aceleró ni acortó el paso; la insistencia casi descarada de don Juan no descompuso su tranquilo caminar de diosa vestida a la moderna; pero a la segunda vez que le sintió pasar a su lado, alzó el manguito en que llevaba metidas las manos, y se oprimió el velillo contra el rostro, como queriendo recatarse, lo cual avivó en el hombre la curiosidad y la sospecha. De pronto, ella, casi gritando, dijo:
– ¡Ten cuidado, monín!
Hasta