– Ahí está el hijo del tío Pacho de la Braña— dijo un vecino.– Esta noche los de Lorío metieron en casa á nuestros rapaces, pero no llegaron á la suya riendo. Nolo y los de Fresnedo los alcanzaron cerca de la peña de Sobeyana y les calentaron bien las espaldas.
Todos levantan la cabeza y admiran el porte gallardo de entrambos jóvenes.
– ¡Bravo mozo!– exclamó D. Félix mirándole con complacencia.
– No hay otro más real ni más valiente desde el Condado á los Barreros— manifestó el vecino que había hablado.– Si no estuviese picado con nuestros chicos hace una temporada, ni hubiera pasado lo del Obellayo ni lo de ayer tampoco…¿Te acuerdas, Goro, cuando tú y yo solos al pie del puente de Arco detuvimos á nueve mozos de Rivota, dando tiempo para que los nuestros pasaran el río y los cogieran por la espalda?
El tío Goro de Canzana sonríe, da una chupada á la pipa y responde:
– Era el día de Nuestra Señora de Setiembre. Tú y yo habíamos pasado á Muñera acompañando á unas rapazas. Cuando veníamos ya á casa nos tropezamos en el puente con los de Rivota. Yo te dije: «No corramos, Manuel; los nuestros están cerca; hace poco les oí gritar». Entonces, uno á cada lado del puente, nos meneamos como pudimos. Á ti te dieron un palo en la cabeza y quisiste caer, pero alzándote en seguida empezaste á repartir garrotazos que daba miedo verte. Á mí me molieron también los hombros, pero hice soltar el palo á dos de ellos. «¡Vamos, vamos que aquí nos matan!» dijiste.– Aguarda un poco, te respondí, porque había visto las monteras de los nuestros. ¡Y gracias á Dios llegaron á tiempo!
El tío Goro de Canzana sonríe siempre, pero sus ojos se humedecen al recordar los tiempos heroicos de su juventud.
– Eso está bien— manifestó otro vecino— y no es faltar á la ley el que los rapaces se den alguna vez dos vardascazos; las manos se sueltan y el pellejo se endurece. Pero ¿qué decir de lo que pasa en Langreo, donde por un pique cualquiera echan mano á la navaja barbera, cuando no sacan esas pistolas de seis tiros como la que trajo de Oviedo el señor capitán?
– El que saca una navaja no es mozo leal ni regular. No se degüella á los hombres como á las reses— repuso el tío Goro con la profundidad que le caracterizaba.
El estallido lejano de un cohete les hizo á todos levantarse de sus asientos y salir fuera del pórtico.
– ¡Ahí están los ramos!– gritaron los chicos.
La pequeña iglesia de Entralgo se halla situada en la falda de la colina y dista del pueblo dos tiros de piedra. Desde el campo que hay delante se domina bastante bien el valle. Por la falda de la colina opuesta, donde está asentada Canzana, bajaba ya la procesión de los ramos llevando á su frente al valeroso Celso. Sonaban lejos las notas agudas de la gaita y el sordo redoble del tambor. Poco después se escucha el ruido de los panderos y el cántico de las mozas. Por fin, entre los árboles que á modo de bóveda sombrean la calzada pedregosa se divisan los pañuelos de cien colores de las zagalas y los ramos de pan guarnecidos de flores y cintas y la novilla juguetona y empenachada. Los de Entralgo tiran sus monteras al alto saludando con alegría la pintoresca comitiva. Cuando llega salen á recibirla y se cambian entre unos y otros cordiales saludos.
El glorioso Bartolo aprovecha la confusión para acercarse á Nolo y le dice:
– Ya sé que esta noche en la peña de Sobeyana habéis zurrado la piel á esos cerdos de Lorío. Todos te lo agradecemos, Nolo. En este pueblo siempre tendrás guardadas las espaldas.
– Muchas gracias, Bartolo— responde el héroe mientras en sus labios se dibuja una sonrisa altiva.– Nada sé de eso que me dices. Desde aquí nos hemos ido á la cama. Ya sabes que la peña de Sobeyana no está en el camino de Villoria.
– Aunque lo niegues es igual. Hasta los gatos saben en el pueblo lo que habéis hecho: yo mejor que ninguno porque estaba en los maizales de la vega esperando á ver si quedaban algunos pocos rezagados para abollarles los cascos. ¡Á mí no me han metido en casa, puño! Hasta que no pude más estuve arreando leña detrás del palacio del capitán, y cuando ya me vi cercado por más de treinta salté la cerca de la Pedrosa y me metí en la vega. El palo se me había roto en dos cachos sobre la mollera de Firmo de Rivota y tuve que sacar un bárgano de la sebe para defenderme. Esta mañana todavía estaban en el mismo sitio los dos pedazos del palo:… aquí los traigo para que nadie me llame embustero.
Y el glorioso hijo de la tía Jeroma sacó por debajo de la chaqueta que llevaba sobre el hombro los dos cachos del garrote, mudos testigos de su valor indomable. Nolo los contempla con expresión irónica y dice riendo:
– ¡Lástima de palo! No volverás á tener otro tan majo, Bartolo. Me alegro de que haya sido mentira lo que me dijeron.
– ¿Qué te dijeron?– preguntó un poco turbado el valiente.
– Que la tía Jeroma te había llevado por las orejas á casa antes de comenzar la gresca.
– ¿Quién dijo eso, puño? Suéltalo en seguida, porque quiero meterle estos cachos del garrote por los dientes— exclamó hecho una furia el hijo de la tía Jeroma.
Nolo se esquivó riendo y se introdujo entre la muchedumbre á ver si tropezaba con Demetria. Ésta, otras dos mozas de Canzana, Rosaura y Telva, y Eladia de Entralgo habían sido designadas por el señor cura para llevar en procesión la imagen de la Virgen. Tal resolución sirvió para que el festivo Regalado se proporcionase un rato de maligno placer á costa de Maripepa.
– Oyes, chica— exclamó así que acertó á verla.– Á todos nos ha sorprendido y disgustado que el señor cura no te llamase para llevar á la virgen. Porque, á la verdad… eso de haber elegido tres mozas de Canzana y sólo una de Entralgo no está bien.
– ¡Ya lo creo, como que las de Canzana le traen los jarritos de leche caliente, la manteca fresca, la morcilla y el queso! ¡Yo como soy una pobrecita no puedo traerle nada!– exclamó con acento de rabia Maripepa.
– Eso será, porque tú eres tan buena como las demás para llevar la Virgen; y aunque no eres rica sabes vestirte como la primera.
La coja con tales lisonjas se esponjó lo indecible. Acometida de un furor orgulloso, soltó por su boca desdentada mil improperios contra el párroco y contra las zagalas de Canzana que la perseguían cruelmente con su envidia. Esto causó el regocijo no sólo de Regalado, sino de cuantos la escuchaban.
Pero ya al son de la gaita y el tambor y con el estampido de los cohetes salía la sagrada imagen de la Virgen del Carmen por la puerta de la iglesia. Rodeábanla las mozas con sus panderos. Delante marchaba el capitán, portador del gran farol tradicional. Su uniforme resplandeciente causaba el asombro de aquellos campesinos, particularmente de los niños que se amontonaban en torno suyo devorándole con los ojos. Todos los años gozaban del mismo espectáculo y cada año les parecía más nuevo y sorprendente. Detrás venían seis ú ocho sacerdotes, casi todos los que contaba el concejo. Dieron la vuelta al templo y sobre el altar portátil levantado á sus espaldas colocaron la imagen. Allí se celebraba la misa al aire libre el día de la fiesta. La pequeña iglesia no podía contener á la muchedumbre de los fieles. Derramados por el frondoso bosque de castaños que en declive se extiende por detrás estaban ahora todos, la mayor parte de Entralgo, pero muchos también de las demás parroquias del valle.
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