El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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esto; pero los que venían detrás solían ver á los aldeanos quedarse parados un instante con la montera en la mano, mirándole á las espaldas de un modo bastante menos respetuoso que á la cara. Solían oir también á alguno crujir los dientes y murmurar sordamente: «¡Mal rayo te parta, ladrón!»

      En pos de D. Marcelino venía D. Primitivo, varón formidable, de elevada estatura y amplias espaldas, rostro mofletudo y encendido, lleno de herpes, barba escasa y recortada y los ojos siempre encarnizados como los de un chacal. Era procurador del juzgado. Sentía pasión profunda, inmensa hacia la horticultura, á la cual dedicaba casi todos sus ocios; pero era una pasión honrada y platónica, porque D. Primitivo no tenía huerta. Entreteníala, pues, ya que no la satisficiese, poniéndose escrupulosamente al tanto de todas las particularidades de las huertas de sus amigos, dándoles siempre oportunos consejos acerca del cuidado de la hortaliza y de la conservación de los frutales y regalándoles semillas exóticas que no se sabía dónde y cómo las adquiriera. Los propietarios le respetaban y decían de él ahuecando la voz y con asombro que «conocía sesenta y cuatro castas de peras». Á pesar de esta afición agrícola, D. Primitivo era un animal carnívoro, esto es, se alimentaba casi exclusivamente de carne, lo cual, al decir del médico de Vegalora, introducía en su organismo un exceso de fibrina que ocasionaba las herpes de que estaba plagado y le exponía á una congestión cerebral, y que no se anduviera en fiestas, porque tenía la espada de Damocles suspendida sobre su cabeza.

      Con ambos señores venía el licenciado D. Juan Crisóstomo Álvarez Velasco de la Cueva (que así firmaba siempre sus demandas y réplicas), persona pulquérrima á quien distinguían de lejos los vecinos de la villa por la blancura inmaculada de sus pecheras. Gastaba bigote y perilla, lo cual le daba más aspecto de coronel de caballería que de hombre de toga. Hablaba poco, casi nada, pero era tan exquisita y ceremoniosa su cortesía, que los que platicaban con él siempre quedaban un poco cortados y descontentos de sí mismos. Asentía á todo cuanto se le dijese, cerrando los ojos, bajando la cabeza y diciendo en tono melífluo: «¡Perfectamente!» Tenía el Sr. Velasco de la Cueva infinitos modos de pronunciar este perfectamente, alargando, contrayendo, reforzando ó suavizando las sílabas, de tal suerte que se ajustaba al tono y significado de las palabras del interlocutor. Á pesar de eso, el promotor fiscal, que era hombre chusco, hacía su parodia en la tienda de D. Marcelino, y contaba que un día, explicándole á D. Juan de qué modo se había caído de un caballo, al llegar al punto de decir «el caballo se levantó de atrás y me arrojó por la cabeza, estrellándome contra una pared cercana», D. Juan Crisóstomo le había interrumpido exclamando: «¡Perfectamente!» Sería invención del promotor, pero era muy verosímil.

      Al penetrar los tres varones en el comedor, el conde y Octavio se levantaron: el cura permaneció sentado lo mismo que las mujeres.

      – ¡Oh, señores, qué pronto se han tomado ustedes la molestia de venir!

      – Señor conde— dijo D. Marcelino,– estábamos impacientes por saber cómo habían llegado ustedes á la Segada. Aunque calienta un poco el sol, ya estamos acostumbrados á sufrirlo… ¿no es verdad, D. Primitivo?… Además, cuando las cosas se hacen con gusto… ¿eh? ¿eh?

      Y reía bienaventuradamente D. Marcelino, y reía el conde, y reía D. Primitivo, y reía el cura, y hasta se reía el señorito Octavio.

      – De todos modos, lo agradezco en el alma, señores. ¿Y qué tal, qué tal por estas tierras?

      – Perfectamente.

      No hay para qué manifestar quién pronunció este adverbio.

      – En la última carta que le escribí, señor conde— dijo D. Marcelino,– le comunicaba todas las noticias de este pueblo, y ya ve que eran bien poco interesantes.

      – Este pueblo es muy pacífico— apuntó don Primitivo.

      – Aquí no llegan esos motines que hay ahora por Madrid un día sí y otro no. (Otra vez don Marcelino.)

      – Alguna ventaja habíamos de tener… alguna ventaja… alguna ventaja. Dios lo ha compensado todo, señores. Vivimos apartados de los deleites de la corte… es verdad… es verdad… pero vivimos por ahora tranquilos. No es poca fortuna, créame usted, no es poca fortuna…

      – La gente del país debe ser muy sencilla, ¿no es cierto? En estas provincias del Norte es donde se conservan todavía restos de aquella honradez y piedad que caracterizaban á nuestros mayores.

      – Es gente honrada á carta cabal— dijo don Primitivo.– Afortunadamente, todavía no nos los han maleado.

      – Unos infelices, señor conde… unos infelices… Lo único que les hace falta es un poco de filosofía alemana para ser hombres completos.

      Todos rieron con estrépito.

      – Alguna que otra vez— apuntó D. Marcelino,– cuando tienen una copa de más dentro del cuerpo, suelen cometer cualquier desmán, pero ya se sabe que entonces obra el vino por ellos.

      – Y tienen bastante afición á lo ajeno— indicó el señorito Octavio.– Casi todos los años nos dejan sin fruta en la huerta.

      – Es verdad, señorito, es verdad… Tiene usted mucha razón… Hay mucha afición á lo ajeno en esta comarca… Pero, créame usted, señorito, el gobierno también tiene alguna… y no es precisamente á la fruta…

      El conde dirigió una sonrisa al clérigo.

      – Desde la muerte del guardamontes, hace ya tres meses— dijo D. Primitivo,– no se ha oído hablar en este concejo de ninguna tropelía.

      – ¿Fué el que hallaron estrangulado en un maizal?– interrogó el conde.

      – No, señor; ese fué Antuña, el pagador de la carretera. Esa muerte ha sido mucho antes… á principios del otoño.

      – De todos modos, ha sido un asesinato horrible.

      – Pero, señor conde— profirió D. Marcelino,– Antuña murió porque quiso. ¿Á quién se le ocurre salir de noche de la villa con veinticuatro mil reales en el bolsillo? ¿No conoce usted que es una imprudencia mayúscula?

      – ¡Perfectamente!

      – Hechos aislados, señor conde, hechos aislados… por ahora, hechos aislados. El trueno gordo no tardará en venir. Pero no hay que tener cuidado, porque los excesos de la libertad se corrigen con la libertad… sí, señor, se corrigen con la libertad… Eso decía un periódico que le viene al señor juez de Madrid todos los días… todos los días.

      El conde se inclinó hacia el cura y le dijo algunas palabras al oído.

      – ¡Bravo, señor conde, bravo!– exclamó el clérigo, echándose hacia atrás en la silla y mirándole fijamente con aire triunfal.– Todos haremos lo que podamos para que se logre. Usted es la persona más á propósito.

      Después se pusieron ambos á cuchichear animadamente.

      D. Primitivo corrió la silla hacia ellos y preguntó en voz baja:

      – ¿Hay alguna noticia de allá?

      – No se trata ahora de allá, sino de acá— respondió el cura.

      Vuelta á cuchichear los tres. D. Primitivo parecía sumamente interesado en la conversación y movía los gigantescos brazos cual si sirviesen de volante á sus ojos carniceros, que rodaban por las órbitas con pavorosa velocidad. Al mismo tiempo hacía supremos y angustiosos esfuerzos para trasportar su desentonada voz al falsete discreto que usaban el conde y el sacerdote.

      El licenciado Velasco de la Cueva, después de posar en el grupo de sus amigos varias miradas á cual más imponente, osó también aproximar la silla, y presto le enteraron del asunto que trataban.

      La condesa se levantó y dijo al señorito Octavio, que era el único que concedió atención á su movimiento:

      – Con permiso: soy con ustedes al instante.

      Y se fué por la puerta del gabinete.

      El aya se puso también á hablar con los niños en voz baja, dirigiéndoles,