El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco Ibanez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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pasividad resignada, la fuerza brutal y sin iniciativa de las bestias de labor. Algunos acababan de desengancharse de pesadas carretas, de las cuales habían venido tirando hasta el lindero del bosque, y se limpiaban el sudoroso cuerpo. Otros lavaban y secaban los grandes aparatos que habían servido para la narcotización y el registro del gigante.

      Vió además Gillespie que la mayor parte de los jinetes que mantenían en respeto á la muchedumbre eran hombres igualmente; hombres enormes y barbudos, con una expresión de estupidez disciplinada, de brutalidad automática, reveladora de su situación inferior. A pesar de que iban armados con grandes cimitarras, su traje era una túnica igual á la de las mujeres. Todos ellos parecían simples soldados. Varias muchachas de bélica elegancia, llevando sobre sus cortas melenas el casquete alado, hacían caracolear sus caballos entre las de estos guerreros inferiores, dándoles órdenes con un laconismo de jefes.

      La doctora volvió á interrumpir las reflexiones del prisionero.

      – Antes de que emprendamos la marcha á la capital, creo oportuno que tome usted un ligero refrigerio. Mi gusto hubiese sido prepararle un desayuno al estilo de nuestro país, pero no hemos tenido tiempo para ello, pues, como lo dije, su vida estaba en peligro, y nadie piensa en dar de almorzar á un muerto. Podía haber hecho traer algunas de las latas de conserva que guarda usted en su embarcación, pero ésta se halla ya muy lejos.

      La noticia hizo perder su calma al gigante… ¡Verse privado de un bote que representaba la única probabilidad de volver al mundo de sus semejantes!…

      – Poco después de la salida del sol – continuó la traductora – se han encargado de remolcarlo hasta el puerto de la capital los navíos de nuestra escuadra del Sol Naciente.

      Gillespie necesitó mostrar su mal humor con palabras ofensivas.

      – ¿Y qué navíos son esos?… ¿Cómo unos barquitos iguales á juguetes, con sólo la fuerza de sus velas, van á poder remolcar mi bote, dentro del cual cabe amontonada toda esa escuadra del Sol Naciente?…

      – Gentleman – dijo la profesora con sequedad – , nuestros buques no tienen velas; eso fué en tiempos remotos. Nuestros navíos navegan á voluntad sobre el agua y por debajo del agua. La misma energía que mueve nuestras máquinas terrestres y aéreas agita las colas de ellos con igual fuerza que las de los peces más veloces… De su tamaño no creo necesario hablar. El tamaño no significa nada. Nosotros hemos llegado á poseer navíos más grandes que el que le trajo á usted, y los suprimimos por inhábiles para defenderse.

      Hubo un largo silencio después de las palabras poco cordiales cruzadas entre los dos. Pero la doctora no parecía tenaz en sus rencores y siguió hablando:

      – He tenido que improvisar un ligero desayuno con lo que encontré más á mano. Perdone usted su frugalidad y su monotonía. Cuando estemos en la capital (si es que los altos señores del Consejo Ejecutivo quieren concederle la vida á perpetuidad, ó sea hasta que perezca usted de muerte ordinaria), estoy seguro de que comerá mejor.

      Sin separarse el portavoz de la boca, empezó á rugir otra vez una serie de palabras desconocidas, que despertaron gran actividad en los linderos del bosque.

      Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba rematada por un largo pistón. Esta bomba la acababan de limpiar los vigorosos siervos, pues había servido durante la noche para inyectar al gigante su dosis de narcótico. Poco después empezaron á salir de la selva rebaños de vacas bien cuidadas, gordas y lustrosas. Parecían enormes junto á los hombrecillos que las guiaban, pero no tenían en realidad para Gillespie mayor tamaño que una rata vieja. A los pocos momentos eran centenares; al final llenaron la mayor parte de la pradera, siendo más de mil.

      Numerosos enanos, que por sus trajes parecían hombres de campo y en realidad eran mujeres, silbaron y agitaron sus cayados para ordenar y agrupar á estos animales.

      – Es todo lo que hemos podido reunir – dijo la profesora – . El Comité de recibimiento del Hombre-Montaña, nombrado anoche por el gobierno, no ha tenido tiempo para preparar mejor las cosas. Sin embargo, en pocas horas nuestras máquinas terrestres y aéreas han llegado á requisar todas las vacas existentes en un radio de diez millas, como diría usted. Y ahora, gentleman, vuelva á tenderse; adopte su primera postura para tomar un poco de leche.

      Pero Gillespie estaba pensativo desde mucho antes. Se dispuso á obedecer la orden y luego se detuvo para mirar con una expresión interrogante á la universitaria.

      – Una palabra nada más, y en seguida me tiendo.

      La doctora le hizo ver con un gesto que estaba dispuesta á escucharle. El americano mostró con un dedo los automóviles que le rodeaban, después las máquinas aéreas inmóviles en el espacio, y finalmente las esbeltas muchachas del casquete alado, armadas con lanzas, arcos y sables.

      – No comprendo, profesora…

      – Llámeme profesor – interrumpió la dama universitaria – Profesor Flimnap.

      – Está bien – continuó el americano – . Digo, profesor Flimnap, que no puedo comprender todas esas armas primitivas al lado de tanta máquina terrestre y aérea, que me parecen perfectas, y de esa escuadra del Sol Naciente de que me ha hablado antes.

      El doctor hembra sonrió con superioridad.

      – Ya le dije que los Hombres-Montañas deben asombrarse cuando nos visitan, así como nosotros nos asombrábamos al verles en otros tiempos. Hay cosas que no comprenderá usted nunca si no le damos una explicación preliminar. Y esta explicación sólo la recibirá usted si los altos señores del Consejo Ejecutivo quieren que viva. En cuanto á la desproporción entre nuestras armas y nuestras máquinas, no debe usted preocuparse de ella. Vivimos organizados como queremos, como á nosotros nos conviene.

      El joven no quiso mostrarse vencido por el aire de superioridad con que fueron dichas tales palabras, y añadió:

      – Entre los objetos que han sacado de mis bolsillos habrá visto usted seguramente una máquina de hierro formada por un tubo largo y un cilindro con otros seis tubos más pequeños, dentro de los cuales hay lo que llamamos una cápsula, que se compone de una porción de substancia explosiva y un pedazo de acero cónico. Tengan mucho cuidado al mover la tal máquina, porque es capaz de hacer volar á uno de los navíos de su escuadra del Sol Naciente. Con varias máquinas de la misma clase ustedes serían mucho más fuertes que lo son ahora.

      La universitaria abandonó el portavoz para reir con una serie da carcajadas que le hicieron llevarse las manos á las dos curvas superpuestas de su pecho y de su abdomen.

      – ¡Cuántas palabras – dijo al extinguirse su risa – , cuántas palabras para describirme un revólver! ¡Pero si yo conozco eso tan bien como usted!… Las gentes que hoy han visto el suyo (los cargadores y los marineros) seguramente que no saben lo que es; pero para nosotros, las personas estudiosas, esa máquina del tubo grande y de los seis tubos con sus cápsulas explosivas resulta una verdadera antigualla. Además, la consideramos repugnante é indigna de todo recuerdo. No intente, gentleman, deslumbrarnos con sus descubrimientos. Aquí sabemos más que usted. Prescinda da nuevas observaciones y acuéstese prontito á tomar su leche.

      El americano tuvo que obedecer, avergonzado de su derrota. Las vacas, en fila incesante, subían y bajaban por una dobla rampa situada junto á la bomba. Cuando estaban en lo alto, al lado da la boca del receptáculo, los siervos forzudos las ordeñaban rápidamente con un aparato, arrojando la leche en el interior del enorme vaso de metal. Varios hombres tomaron el doble balancín del pistón para subirlo y bajarlo, impeliendo el líquido del interior. Mientras tanto, otros de los siervos desnudos desarrollaban los flexibles anillos de una manga de riego ajustada á la bomba.

      – Abra usted la boca, Gentleman-Montaña – ordenó el profesor hembra.

      Gillespie obedeció, é inmediatamente le introdujeron entre los labios una barra de metal ampliamente perforada, de la que surgía un chorro de leche más grueso que el brazo musculoso de cualquiera de aquellos atletas. Gillespie bebió durante mucho tiempo