El padre Salmón, que era hombre caritativo, reprendió a los muchachos su grosería, y a la señora de Cuervatón su crueldad. Cuando se dispuso abajar, todos se lo disputaban, no queriendo dejarle de la mano: este le enseñaba los cinco perritos recién paridos por Zoraidilla, aquel le hacía tocar con el dedo el diente de la niña, uno le pedía receta para el dolor de muelas, otro le cantaba una seguidilla nueva, y todos le daban tales muestras de cariño y admiración, que bien se le podía considerar como el hombre más popular de su tiempo.
Cuando bajaba, allí eran de oír las exclamaciones, las palmadas, los vítores, y de ver los besos de correa, y el pedir y dar bendiciones.
– ¿Cuándo me receta para estos desmayillos?
– Ya sé de cabo a rabo la oración a San Antonio. ¿Cuándo se la echo a Su Paternidad?
– Razón tenía el padrito en decir que el aguardiente de Chinchón da mejor gusto a los puches que el de Ocaña, y que no hay plato de lentejas sin dos ajitos machacados. Así lo hemos hecho.
– Padre, ¿las ranas son carne, o son pescado? porque mi abuela las comió el viernes y está llena de escrúpulos.
– ¿Qué nombre le pondremos a lo que ha de venir si sale macho? Pondrémosle Anastasio como Su Reverendísima, en señal de agradecimiento por habernos ayudado a criar al mayorcito.
– Ya están compradas las dos velas para la Virgen de la Buena Dicha, y aquí Ramona las está adornando con flores y lentejuelas.
– Viva cientos de miles de años su magnitud sapientísima y empingorotadísima para alivio de estos pobres a quienes socorre.
Y así continuaban hasta que el padre salía a la calle. No; no ha existido hombre más popular que el padre Salmón. Casi, casi estoy por asegurar que su popularidad excedió dos dedos y aun tres a la de Fernando VII. ¡Desventurado Salmón! Oh tú, varón felicísimo, harto de lisonjas, de regalos y de bienestar; oh tú, teólogo de tumba y hachero, predicador burdo y de cuatro suelas, fraile mercenario que si no redimiste ningún cautivo, tampoco hiciste daño a nadie; oh tú, hombre dichoso sobre todos los dichosos de la tierra, pues no cavilaste jamás ni te apasionaste, ni aborreciste, ni padeciste mal alguno en muchos años, ni viste turbada tu apacible existencia: ¡quién te había de decir entonces que aquel mismo pueblo tan solícito en victorearte, en regalarte en aplaudirte, en venerarte y adorarte como a persona divina, te había de coser a puñaladas veinte y seis años después en la enfermería de tu santa casa, y cuando ya viejo, enfermo, inválido y sin alientos no pensabas más que en Dios! ¡Quién te había de decir que aquel mismo pueblo de quien fuiste ídolo, te había de echar al cuello un cordel de cáñamo para arrastrarte por los profanados claustros, sirviendo tu antes regalado cuerpo de horrible trofeo a indecentes mujerzuelas! ¡Ay! ¡lo que es el mundo y que cosas tan atroces ofrece la historia! Y así es bien que digas: si buen chocolate sorbí, buenos palos me dieron; si buenos abrazos, y agasajos, y besos de correa recibí, con buen pie de puñaladas se lo cobraron.
V
Pero como nada de esto viene ahora al caso, voy a dar cuenta del asombro que me causó la conversación que inmediatamente después de su salida tuve con aquel popularísimo fraile; y lo ocurrido fue que apoyándose en mi brazo para descargar sobre él parte del peso de su bien aprovechada humanidad, me dijo:
– Gabriel, o mejor, Sr. D. Gabriel, pues a todo un Pico de la Mirandola se le debe tratar con miramiento: has de saber que necesito que me informes detenidamente de la vida de ese D. Diego de Rumblar, en cuya compañía te he visto varias veces. Tú dirás que qué me importa a mí si el tal niño canta o llora; pero a esto te respondo que no soy yo quien tiene interés en saber sus malas mañas, sino una elevadísima familia, cuya casa frecuenta mi inutilidad las más de las tardes. Como D. Diego está para casar con la niña, las señoras, que ya barruntan la mala vida que lleva el rapaz en Madrid, están muy disgustadas. Ayer cuando afirmé que le había visto en esta casa, me dijo la señora condesa: «Por Dios, padre Salmón, haga Vd. el favor de averiguar con qué hombres se junta, a qué sitios va, en qué gasta su dinero, porque si es cierto lo que sospechamos, antes se hundirá el cielo que entre él en nuestra familia».
– Pues el señor conde – le respondí, – es un poco calavera. Cosas de la juventud… yo creo que se enmendará.
– Se enmendará. Luego es malo. Bien, Gabriel. Has dicho lo que necesitaba saber. ¿A dónde va por las noches? ¿Con quién se junta?
– Todo lo sé perfectamente – respondí, – y no da un paso sin que yo me entere de ello.
– ¿De modo que podré satisfacer a la señora condesa? ¡Oh! Bendito seas, que me proporcionas la ocasión de corresponder a las grandes finezas de la dama más hermosa de España, al menos según mi indocto parecer en asunto de mujeres. Mañana tengo que ir a su casa, porque has de saber que la señora condesa es la que ha formado la Congregación de lavado y cosido.
– ¿Y qué es eso?
– Una junta de señoras de la nobleza para lavar y coser la ropa de los soldados en estas críticas circunstancias. Y no creas que es cosa de engañifa, sino que ellas mismas con sus divinas manos lavan y cosen. También pertenece la señora condesa a la junta de las Buenas patricias, en que hay damas de todas categorías, desde la duquesa a la escofietera. Pero esto no hace al caso, sino que mañana tengo que ir a esa casa, y les diré todo lo que tú me confíes. Aunque ahora me ocurre que más fácil y expedito será cogerte por la mano y plantarte en presencia de tan alta señora para que por ti mismo y con tus buenas explicaderas, le des cuenta y razón de lo que desea saber.
– Padre, no sé si estará bien que yo vaya a esa casa – dije tratando de disimular la alegría que el anuncio de la visita me causara.
– Yendo conmigo, no tengas cuidado. Además, has de saber que la señora condesa es una persona ilustradísima, y que entiende de poesía y letras humanas, de modo que al saber tus conocimientos en la lengua latina, es seguro que te recibirá bien, y aun espero que te proporcione una buena colocación.
– Eso será lo de menos, con tal que yo consiga prestar a tan buena señora el servicio que desea. Y dígame, padre, ¿conoce Su Reverencia, por ventura, a la que va a ser mujer de D. Diego?
– ¡Que si la conozco! Como que soy su amigo, y su confidente, y desde que entro en la casa viene a mí saltando y brincando, y todo el día está: «padre Salmón por aquí, padre Salmón por acullá».
– ¿Y es Vuestra Paternidad su confesor?
– Eso no, que lo es mi compañero y amigo el padre Castillo, el cual va también todas las tardes a la casa.
– Y ella estará tan enamorada de D. Diego, que beberá los vientos por él.
– Me figuro que no le puede ver ni en pintura. Es opinión general en la casa que la niña tiene puesto el pensamiento y el corazón en otra persona; pero aunque se vuelven locos, no ha sido posible dar con ella. El señor marqués y su hermana no piensan más que en averiguar quién podrá ser ese desconocido zascandil que ha trastornado el seso a la más discreta y bella muchacha que ha peinado azabaches y llorado perlas en el mundo; y todo se vuelve averiguaciones y acechos, y observa por aquí y husmea por allí. La condesa no se afana tanto y suele decir: «Eso se le pasará»; pero yo conozco que no las tiene todas consigo. He aquí la causa de que hayan querido apresurar el casamiento; pero aquí viene lo de que Rumblarito es un perdido y un mala cabeza, y todo proyecto se desbarata, y allá va el estira y afloja de las consultas: «Padre, ¿qué haremos? ¿Padre, ¿qué no haremos? Padre, ¿qué no haremos?». A cuyo apremiante cuestionar les contesto: «Calma, señoras mías, calma, que a mucha prisa gran vagar. Que mi estrella querida doña Inés es el super omnia de la virtud, de la buena crianza, del recato, de la modestia, no queda