Pero de repente, no sé a qué hora, ni después de cuántas horas de sueño, despertome una sensación singularísima, que no puedo descifrar, porque sin que fuese afectado ninguno de mis sentidos, me incorporé rápidamente diciendo: «¿quién está aquí?».
Ya despierto, grité a mi asistente:
– Tribaldos, levántate y enciende luz.
Casi en el mismo instante en que esto decía, comprendí mi engaño. Estaba enteramente solo. No había ocurrido otra cosa sino que mi espíritu, en una de sus caprichosas travesuras (pues esto son indudablemente las fantasmagorías del sueño) había hecho el más común de todos, que consiste en fingirse dos, con ilusoria y mentida división, alterando por un instante su eternal unidad. Este misterioso yo y tú suele presentarse también cuando estamos despiertos.
Pero si en mi alcoba nada ocurría de extraño fuera de mí, como lo demostró al entrar en ella Tribaldos alumbrando y registrando, algo ocurría en los bajos del edificio, donde el grave silencio de la noche fue interrumpido por fuerte algazara de gentes, coches y caballos.
– Mi comandante – dijo Tribaldos sacando el sable para dar tajos en el aire a un lado y otro – esos pillos no quieren dejarnos dormir esta noche. ¡Afuera, tunantes! ¿Pensáis que os tengo miedo?
– ¿Con quién hablas?
– Con los duendes, señor – repuso. – Han venido a divertirse con usía, después que jugaron conmigo. Uno me cogía por el pie derecho, otro por el izquierdo, y otro más feo que Barrabás atome una cuerda al cuello, con cuyo tren y el tirar por aquí y por allí me llevaron volando a mi pueblo para que viese a Dorotea hablando con el sargento Moscardón.
– ¿Pero crees tú en duendes?
– ¡Pues no he de creer, si los he visto! Más paseos he dado con ellos que pelos tengo en la cabeza – repuso con acento de convicción profunda. – Esta casa está llena de sus señorías.
– Tribaldos, hazme el favor de no matar más mosquitos con tu sable. Deja los duendes y baja a ver de qué proviene ese infernal ruido que se siente en el patio. Parece que han llegado viajeros; pero según lo que alborotan, ni el mismo sir Arturo Wellesley con todo su séquito traería más gente.
Salió el mozo dejándome solo, y al poco rato le vi aparecer de nuevo, murmurando entre dientes frases amenazadoras, y con desapacible mohín en la fisonomía.
– ¿Creerá mi comandante que son ingleses o príncipes viajantes los que de tal modo atruenan la casa? Pues son cómicos, señor, unos comiquillos que van a Salamanca para representar en las fiestas de San Juan. Lo menos conté ocho entre damas y galanes, y traen dos carros con lienzos pintados, trajes, coronas doradas, armaduras de cartón y mojigangas. Buena gente… El ventero les quiso echar a la calle; pero han sacado dinero y su majestad el Sr. Chiporro, al ver lo amarillo, les tratará como a duques.
– ¡Malditos sean los cómicos! Es la peor raza de bergantes que hormiguea en el mundo.
– Si yo fuera D. Carlos España – dijo mi asistente demostrándome los sentimientos benévolos de su corazón – cogería a todos los de la compañía, y llevándoles al corral, uno tras otro, a toditos les arcabuceaba.
– Tanto, no.
– Así dejarían de hacer picardías. Pedrezuela y su endemoniada mujer la María Pepa del Valle, cómicos eran. Había que ver con qué talento hacía él su papel de comisionado regio y ella el de la señora comisionada regia. De tal modo engañaron a la gente, que en todos los pueblos por donde corrían les creyeron, y en el Tomelloso, que es el mío, y no es tierra de bobos, también.
– Ese Pedrezuela – dije, sintiendo que el sueño se apoderaba nuevamente de mí – fue el que en varios pueblos de la margen del Tajo condenó a muerte a más de sesenta personas.
– El mismo que viste y calza – repuso – pero ya las pagó todas juntas, porque cuando el general Castaños y yo fuimos a ayudar al lord en el bloqueo de Ciudad-Rodrigo, cogimos a Pedrezuela y a su mujercita y los fusilamos contra una tapia. Desde entonces, cuando veo un cómico, muevo el dedo buscando el gatillo.
Tribaldos salió para volver un momento después.
– Me parece que se marchan ya – dije advirtiendo cierto acrecentamiento de ruido que anunciaba la partida.
– No, mi comandante – repuso riendo; – es que el sargento Panduro y el cabo Rocacha han pegado fuego al carro donde llevan los trebejos de representar. Oiga mi comandante chillar a los reyes, príncipes y senescales al ver cómo arden sus tronos, sus coronas y mantos de armiño. ¡Cáspita; cómo graznan las princesas y archipámpanas! Voy abajo a ver si esa canalla llora aquí tan bien como en el teatro… El jefe de la compañía da unos gritos… ¿Oye, mi comandante?… Vuelvo abajo a verlos partir.
Claramente oí aquella entre las demás voces irritadas, y lo más extraño es que su timbre, aunque lejano y desfigurado por la ira, me hizo estremecer. Yo conocía aquella voz.
Levanteme precipitadamente y vestime a toda prisa; pero los ruidos extinguiéronse poco a poco, indicando que las pobres víctimas de una cruel burla de soldados, salían a toda prisa de la venta. Cuando yo salía, entró Tribaldos y me dijo:
– Mi comandante, ya se ha ido esa flor y nata de la pillería. Todo el patio está lleno con pedazos encendidos de los palacios de Varsovia y con los yelmos de cartón y la sotana encarnada del Dux de Venecia.
– ¿Y por qué lado se han ido esos infelices?
– Hacia Grijuelo.
– Es que van a Salamanca. Coge tu fusil y sígueme al momento.
– Mi comandante, el general España quiere ver a usía ahora mismo. El ayudante de su excelencia ha traído el recado.
– El demonio cargue contigo, con el recado, con el ayudante y con el general… Pero me he puesto el corbatín del revés… dame acá esa casaca, bruto… pues no me iba sin ella.
– El general le espera a usía. De abajo se sienten las patadas y voces que da en su alojamiento.
Al bajar a la plaza, ya los incómodos viajeros habían desaparecido. D. Carlos España me salió al encuentro diciéndome:
– Acabo de recibir un despacho del lord, mandándome marchar hacia Santi Spíritus… Arriba todo el mundo; tocar llamada.
Y así concluyó un incidente que no debiera ser contado, si no se relacionara con otros curiosísimos que se verán a continuación.
IV
Dejando el camino real a la derecha, nos dirigimos por una senda áspera y tortuosa para atravesar la sierra. Vino la aurora y el día sin que en todo él ocurriese ningún suceso digno de ser marcado con piedra blanca, negra ni amarilla, mas en el siguiente tuve un encuentro que desde luego señalo como de los más felices de mi vida.
Marchábamos perezosamente al medio día sin cuidado ni precauciones, por la seguridad de que no encontraríamos franceses en tan agrestes parajes. Iban cantando los soldados, y los oficiales disertando en amena conversación sobre la campaña emprendida, dejábamos a los caballos seguir en su natural y pacífica andadura, sin espolearles ni reprimirles. El día era hermoso, y a más de hermoso algo caliente, por lo cual caía la llama del sol sobre nuestras espaldas, calentándolas