– En Trafalgar – contesté.
Cuando esta histórica y grandiosa palabra resonó en la sala en medio del general silencio, todas las cabezas de las personas allí presentes se movieron como si perteneciesen a un solo cuerpo, y todos los ojos fijáronse en mí con vivísimo interés.
– ¿Entonces ha sido usted marino? – interrogó el duque.
– Asistí al combate teniendo catorce años de edad. Yo era amigo de un oficial que iba en el Trinidad. La pérdida de la tripulación me obligó a tomar parte en la batalla.
– ¿Y cuándo empezó usted a servir en la campaña contra los franceses?
– El 2 de Mayo de 1808, mi general. Los franceses me fusilaron en la Moncloa. Salveme milagrosamente; pero en mi cuerpo han quedado escritos los horrores de aquel día.
– ¿Y desde entonces se alistó usted?
– Alisteme en los regimientos de voluntarios de Andalucía, y estuve en la batalla de Bailén.
– ¡También en la batalla de Bailén! – dijo Wellington con asombro.
– Sí, mi general, el 19 de Julio de 1808. ¿Quiere vuecencia ver mi hoja de servicios, que comienza en dicha fecha?
– No, me basta – repuso Wellington. – ¿Y después?
– Volví a Madrid, y tomé parte en la jornada del 3 de Diciembre. Caí prisionero y me quisieron llevar a Francia.
– ¿Le llevaron a usted a Francia?
– No, mi general, porque me escapé en Lerma, y fui a parar a Zaragoza en tan buena ocasión, que alcancé el segundo sitio de aquella inmortal ciudad.
– ¿Todo el sitio? – dijo Wellington con creciente interés hacia mi persona.
– Todo, desde el 19 de Diciembre hasta el 12 de Febrero de 1809. Puedo dar a vuecencia noticia circunstanciada de todas las peripecias de aquel grande hecho de armas, gloria y orgullo de cuantos nos encontramos en él.
– ¿Y a qué ejército pasó usted luego?
– Al del Centro, y serví bastante tiempo a las órdenes del duque del Parque. Estuve en la batalla de Tamames y en Extremadura.
– ¿No se encontró usted en un nuevo asedio?
– En el de Cádiz, mi general. Defendí durante tres días el castillo de San Lorenzo de Puntales.
– ¿Y luego formó usted parte de la expedición del general Blake a Valencia?
– Sí, mi general; pero me destinaron al segundo cuerpo que mandaba O’Donnell, y durante cuatro meses serví a las órdenes del Empecinado en esa singular guerra de partidas en que tanto se aprende.
– ¿También ha sido usted guerrillero? – dijo Wellington sonriendo. – Veo que ha ganado usted bien sus grados. Irá usted a Salamanca, si así lo desea.
– Señor, lo deseo ardientemente.
Todos los presentes seguían observándome, y miss Fly con más atención que ninguno.
– Bien – añadió el héroe de Talavera, fijando alternativamente la vista en mí y en el mapa. – Tiene usted que hacer lo siguiente: Se dirigirá usted hoy mismo disfrazado a Salamanca, dando un rodeo para entrar por Cabrerizos. Forzosamente ha de pasar usted por entre las tropas de Marmont que vigilan los caminos de Ledesma y Toro. Hay muchas probabilidades de que sea usted arcabuceado por espía; pero Dios protege a los valientes, y quizás… quizás logre usted penetrar en la plaza. Una vez dentro sacará usted un croquis de las fortificaciones, examinando con la mayor atención los conventos que han sido convertidos en fuertes, los edificios que han sido demolidos, la artillería que defiende los aproches de la ciudad, el estado de la muralla, las obras de tierra y fajina, todo absolutamente, sin olvidar las provisiones que tiene el enemigo en los almacenes.
– Mi general – repuse – comprendo bien lo que se desea, y espero contentar a vuecencia. ¿Cuándo debo partir?
– Ahora mismo. Estamos a doce leguas de Salamanca. Con la marcha que emprenderemos hoy, espero que pernoctemos en Castroverde, cerca ya de Valmuza. Pero adelántese usted a caballo y pasado mañana martes podrá entrar en la ciudad. En todo el martes ha de desempeñar por completo esta comisión, saliendo el miércoles por la mañana para venir al cuartel general, que en dicho día estará seguramente en Bernuy. En Bernuy, pues, le aguardo a usted el miércoles a las doce en punto de la mañana. No acostumbro esperar.
– Corriente mi general. El miércoles a las doce estaré en Bernuy de vuelta de mi expedición.
– Tome usted precauciones. Diríjase usted a la calzada de Ledesma, pero cuidando de marchar siempre fuera del arrecife. Disfrácese usted bien, pues los franceses dejan entrar a los aldeanos que llevan víveres a la plaza; y al levantar el croquis evite en lo posible las miradas de la gente. Lleve usted armas, ocultándolas bien: no provoque a los enemigos; fínjase amigo de ellos, en una palabra, ponga usted en juego su ingenio, su valor, y todo el conocimiento de los hombres y de la guerra que ha adquirido en tantos años de activa vida militar. El Mayor general del ejército entregará a usted la suma que necesite para la expedición.
– Mi general – dije – ¿tiene vuecencia algo más que mandarme?
– Nada más – repuso sonriendo con benevolencia – sino que adoro la puntualidad y considero como origen del éxito en la guerra la exacta apreciación y distribución del tiempo.
– Eso quiere decir que si no estoy de vuelta el miércoles a las doce, desagradaré a vuecencia.
– Y mucho. En el tiempo marcado puede hacerse lo que encargo. Dos horas para sacar el croquis, dos para visitar los fuertes, ofreciendo en venta a los soldados algún artículo que necesiten, cuatro para recorrer toda la población y sacar nota de los edificios demolidos, dos para vencer obstáculos imprevistos, media para descansar. Son diez horas y media del martes por el día. La primera mitad de la noche para estudiar el espíritu de la ciudad, lo que piensan de esta campaña la guarnición y el vecindario, una hora para dormir y lo restante para salir y ponerse fuera del alcance y de la vista del enemigo. No deteniéndose en ninguna parte puede usted presentárseme en Bernuy a la hora convenida.
– A la orden de mi general – dije disponiéndome a salir.
Lord Wellington, el hombre más grande de la Gran Bretaña, el rival de Bonaparte, la esperanza de Europa, el vencedor de Talavera, de la Albuera, de Arroyo Molinos y de Ciudad-Rodrigo, levantose de su asiento, y con una grave cortesanía y cordialidad, que inundó mi alma de orgullo y alegría, diome la mano, que estreché con gratitud entre las mías.
Salí a disponer mi viaje.
XII
Hallábame una hora después en una casa de labradores ajustando el precio del vestido que había de ponerme, cuando sentí en el hombro un golpecito producido al parecer por un látigo que movían manos delicadas. Volvime y miss Fly, pues no era otra la que me azotaba, dijo:
– Caballero, hace una hora que os busco.
– Señora, los preparativos de mi viaje me han impedido ir a ponerme a las órdenes de usted.
Miss Fly no oyó mis últimas palabras, porque toda su atención estaba fija en una aldeana que teníamos delante, la cual, por su parte, amamantando un tierno chiquillo, no quitaba los ojos de la inglesa.
– Señora – dijo esta – ¿me podréis proporcionar un vestido como el que tenéis puesto?
La aldeana no entendía el castellano corrompido de la inglesa, y mirábala absorta sin contestarle.
– Señorita Fly – dije – ¿va usted a vestirse de aldeana?
– Sí – me respondió sonriendo con malicia. – Quiero ir con vos.
– ¡Conmigo! – exclamé con la mayor sorpresa.
– Con vos, sí; quiero ir disfrazada con vos a Salamanca