Habíamos comenzado a descender, y a nuestra izquierda el cielo empezaba a teñirse de rosa y pálido oro, anunciando el cercano día. Las crestas de los cerros irregulares cuyas siluetas semejaban, cual un perro dormido, cual un pellejo de vino, principiaban a aclararse, dejando ver desparramados caseríos, manchas de carrascales, olmedas y grupos de colmenas.
– Quiero saber otra cosa – me dijo mosén Antón inclinándose de nuevo sobre mí, como un picacho próximo a desprenderse. – En caso de entrar en combate las tropas regulares que manda usted y su amigo ¿deben batirse por separado o mezcladas con mi gente?
– Creo que de una manera u otra lo harán bien. Mezclándolas se evitan las envidias y la rivalidad que siempre existe entre la tropa del ejército y la voluntaria.
La cara de mosén Antón se contrajo de un modo especial, indicando disgusto.
– Ya, ya comprendo lo que mi coronel desea – dije con viveza, y era verdad que lo comprendía. – Lo que mi coronel quiere es precisamente que exista esa rivalidad y emulación. Ahora caigo en que lo mejor es hacerles pelear por separado para que unos se estimulen con el ejemplo de los otros, si hay diferencia en el modo de combatir.
– Muy bien, señor oficial – repuso con satisfacción, – veo que usted tiene todo el saber militar en la punta de la uña.
Llegamos a lo hondo de un estrecho barranco y la partida hizo alto. Mosén Antón dispuso que se guardase el mayor silencio y D. Vicente Sardina despertó exclamando:
– ¿Qué hay? ¿Hemos dado con los franceses? ¡A ellos!… ¡Que se escapan!… ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!
– Despabílese usted, hombre – dijo entre veras y burlas el cura. – Aquí no se ven franceses más que en sueños.
– ¿Acaso yo dormía…?
– No, velaba.
– Eso es un insulto, mosén Antón… Sostener que el jefe de la partida dormía, cuando… Si se me cerraron los ojos fue porque estaba recapacitando sobre la bobería y descuido de esos tontos de franceses que se dejan sorprender…
– Silencio – dijo el jefe de Estado Mayor, bajándose del caballo, – voy a hacer un reconocimiento.
– Sí – indicó con burlona malignidad Sardina. – Puede que detrás de aquella peña esté el general Gui, con veinte mil hombres… Pero si no me engaño, tras aquel muro arruinado se ve el sombrerito de Napoleón. Gran presa hemos hecho… Lo menos caen hoy en nuestras manos cincuenta mil gabachones.
– Descabece usted otro sueño – dijo Trijueque.
– ¿Pero dónde estamos? Por fuerza este endiablado cura nos ha traído a Madrid. ¿Apostamos a que quiere sorprender al rey José en su misma corte y cogerle prisionero? ¿Aquel mojón no es la puerta de Atocha…? ¡Pero quia! Si es una colmena… ¿no hubiera sido más cuerdo quedarnos sosegadamente en aquel cómodo lugar de Val de Rebollo? A esta hora ni a usted ni a mí nos hubiera faltado un buen tazón de chocolate.
Mosén Antón no contestaba a las burlas de su jefe, y haciéndonos señas de que le siguiéramos, a mí, al Sr. Viriato y a otro guerrillero llamado Narices, hombre pequeño, flaco y resbaladizo como una culebra, llevonos por una vereda adelante y por entre espesos carrascales, cuyas ramas apartábamos a un lado y a otro para poder pasar.
– No hacer ruido – nos decía a cada momento. – Si el enemigo está donde sospecho, tendrá por aquí sus escuchas.
Mosén Antón apartaba, tronchándolas, ramas corpulentas que impedían el paso. El jabalí perseguido no se abre camino en la trocha con mejor arte. A ratos se agachaba, atendiendo con viva ansiedad; pintábase en su rostro, tan feo como expresivo, una dolorosa duda; volvía a emprender el paso y por último llegamos a lo más alto del cerro y a un punto desde donde se veía otra hondonada como aquella en que acababa de hacer alto la partida. En la meseta donde nos hallábamos el monte tenía una extensa calva, no reapareciendo la vegetación sino en lo más bajo del declive.
Mosén Antón se echó de barriga en el suelo. Parecía una inmensa cigarra negra en el momento en que, contrayendo las angulosas zancas y plegando las alas, se dispone a dar el salto. Nos colocamos a su lado en análoga posición y entonces nos habló así:
– ¿Ven ustedes abajo el pueblo?
En efecto; bajo nosotros se veían los tejados rojos de algunas casas apiñadas.
– Ese pueblo es Grajanejos – añadió. – Anoche se me metió en la cabeza que los franceses que estaban en Cogolludo habían de venir a pernoctar aquí por Miralejo… Se me metió en la cabeza, sí señores; y cuando a mí se me mete una cosa en la cabeza…
– Tiene que suceder, aunque Dios no quiera – dijo Viriato
– Yo no me equivoco – añadió con cierta confusión el padre Trijueque. – Yo dije: «Pues que los franceses están en Cogolludo de regreso de Aragón, han de tomar una de estas dos direcciones, o la vuelta del Casar de Talamanca para ir a tierra de Madrid, o la vuelta de Grajanejos para tomar el camino real y marchar hacia Guadalajara o hacia Brihuega». El primer movimiento es inverosímil, porque están muy hambrientos y habían de tardar tres o cuatro días en llegar a la Corte: el segundo movimiento es seguro, y sentado que es seguro, ahora digo: «Si pasan el Henares, ¿cuál puede ser su intención? O tratar de sorprendernos en este laberinto de bancos y pequeños valles, lo cual sería fácil si ellos fueran nosotros y nosotros ellos, o simplemente guarecerse dentro de los muros de Brihuega o Guadalajara, donde tienen abundantes provisiones». En uno u otro caso, entrarán en el camino real, que está a nuestra vista. Observen ustedes; a la luz de la aurora se ve claramente el camino real que va desde Madrid a Zaragoza. Es una hermosa calzada, que podría empedrarse con los cráneos de franceses que hemos matado en ella.
Vimos en efecto el camino real de Aragón que serpenteaba entre el arroyo y la montaña de enfrente, siguiendo las sinuosidades del angosto valle.
– Todos esos cálculos – dijo Viriato – son admirables, y demuestran el consumado talento de vuecencia. ¡Y dice mosén Antón que no ha estudiado lógica!… no puede ser. Lo que hay de malo en esto, es que por de pronto esas ingeniosas previsiones han resultado fallidas, porque yo estoy ciego de tanto mirar y no veo franceses en Grajanejos.
Mosén Antón no decía nada, y miraba atentamente a los extremos visibles del valle y a las suaves colinas que enfrente teníamos. En su rostro se pintaba una ira reconcentrada y profunda; apretaba las mandíbulas; fruncía el ceño, haciendo culebrear las cejas negras y espesas como dos bigotes y el resoplido de su aliento no discrepaba en fuerza y calor del de un caballo.
He dicho que se había tendido de barriga, con las palmas de las manos en tierra y los codos en alto, en actitud muy parecida a la de los cigarrones cuando se disponen a dar el salto. De súbito mosén Antón saltó todo lo que puede saltar un hombre en tal postura; levantose en pie, extendió los brazos, lanzaron las cavidades de su pecho un graznido de ave de rapiña, brilló el rayo en sus ojos y señalando a la derecha hacia el punto donde desaparecía el valle formando un recodo, exclamó:
– ¡Los franceses, ahí están los franceses!
No vimos nada; pero oímos un rumor vago y lejano que acrecían con sus hondos ecos las angosturas del valle. Era ruido de caballos, de gentes de armas, el ruido a ningún otro parecido de un ejército que se acerca.
– ¿No lo dije? ¿No lo dije?… ¿Me he equivocado alguna vez? – gritaba mosén Antón desfigurado por el júbilo, con toda su persona descompuesta y alterada, cual máquina que se va a desengranar. – Cogidos, cogidos en una ratonera. Ni uno sólo escapará… Lo que pensé, lo mismo que pensé; pasaron el Henares por Carrascosa, subieron a los