El diagnóstico, desde luego, no es novedoso. Por lo menos desde la década de 1970, poseemos un conocimiento científicamente riguroso de los efectos amenazantes que el uso de clorofluocarbonos (CFC) produce sobre la capa de ozono (cf. Singer, 2003: 27). En el año 2001, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático o IPCC presentó el Tercer Informe de Evaluación, en cuya elaboración participaron numerosos autores y expertos de distintas partes del mundo (cf. ibíd.: 28). Los datos recabados en ese entonces ya eran escalofriantes. Lo que revela el informe, tal como relata Singer, es que la década de 1990 había sido la más calurosa y “1998 el año más caluroso en los 140 años para los que se han conservado datos meteorológicos”; que el nivel del mar había aumentado “entre 10 y 20 centímetros a lo largo del pasado siglo”; y que, “desde la década de 1960, la capa de hielo y nieve” había “disminuido en un 10 %” (ibíd.). El problema es que todos estos datos, por no mencionar el “incremento sin precedentes en la concentración de dióxido de carbono, metano y óxido de nitrógeno en la atmósfera, producido por actividades humanas como la quema de combustibles fósiles, la deforestación y (en el caso del metano) la producción ganadera y arrocera” (ibíd.), han ido empeorando en las últimas dos décadas.1
Lo que está ocurriendo en Australia, pero también en otras partes del mundo, como California, la selva amazónica o incluso las sierras de Córdoba, es sólo una muestra de los efectos que produce el calentamiento global, agravado por algunos factores de incidencia local, como la complicidad de algunos gobiernos en materia de desmonte, deforestación, desarrollo urbanístico no sustentable y falta de inversión adecuada en infraestructura y prevención. Con el calentamiento global no sólo aumentan los riesgos de incendio, sino también de inundaciones, al variar drásticamente el régimen de lluvias. Las evidencias al respecto también son globales y elocuentes, según consta en numerosos documentos e informes.2 Hay, por cierto, otros fenómenos igualmente preocupantes, como la reaparición de viejas epidemias, la aparición de otras nuevas o las crisis migratorias que algunos de estos fenómenos generan, las cuales también poseen un impacto global.3
Ante un panorama así de sombrío, y previendo un futuro no menos desolador, se impone una sola pregunta: ¿qué hacer? Algunas directivas sobre cómo afrontar estos tipos de fenómenos vienen siendo propuestas desde hace décadas por distintas comisiones, instituciones y especialistas. Sin dudas, el Protocolo de Kioto de 1997 significó un hito en este sentido, no sólo por el grado de consenso alcanzado en torno a qué hacer, sino por los exigentes compromisos que fijó en materia de “reducción o limitación de emisiones de gases causantes del efecto invernadero en 2012 para 39 naciones desarrolladas” (Singer, 2003: 35). El camino transitado desde entonces, sin embargo, ha sido difícil. En el año 2001, Estados Unidos abandonó el Protocolo, siendo la principal potencia generadora de gases de efecto invernadero. Pero, así como ha habido retrocesos, también cabe constatar algunos avances. El Acuerdo de Copenhague (2009), que volvió a incluir a los Estados Unidos, como así también la Cumbre de Clima de Varsovia (2013) o la Cumbre de Clima de París (2015), en la cual se celebró un acuerdo histórico que volvió a comprometer a las naciones desarrolladas a implementar las medidas y los recursos necesarios para reducir la temperatura global del planeta, permiten contar con una hoja de ruta bastante más certera y esperanzadora. Hoy, pues, el problema principal ya no sería el de ‘qué hacer’, sino el de visualizar qué herramientas resultan más efectivas para lograr que los principales actores a nivel mundial finalmente cumplan los compromisos asumidos. En este plano, tanto la política como el derecho internacional están llamados a asumir un rol clave.
Todo esto, por cierto, resume en líneas muy gruesas el creciente nivel de concientización que hemos alcanzado en torno a un fenómeno cuyo tratamiento resulta impostergable. Pero también es verdad que las consecuencias de este fenómeno ya son visibles en varias regiones del planeta, habiéndose vuelto muchas de ellas tan inevitables como irreversibles. En algunos casos, como el de Australia, la magnitud del daño producido por el calentamiento global es tan grande que su mitigación probablemente exceda con creces la capacidad de dicho país para hacerle frente. Si tomamos en cuenta que Australia representa una de las potencias que más contribuyen a la producción de gases de efecto invernadero, habrá quienes sugieran tratar su caso bajo el famoso apotegma: «el que las hace, las paga». Sin embargo, obrar de esta manera no sólo dejaría sin solución a algunas regiones del planeta que sufren consecuencias similares a las de Australia sin haber contribuido en la misma medida a generarlas, sino que implicaría desconocer el impacto que estas mismas consecuencias, a su vez, producen en otros países y regiones. Como lo puso cristalinamente Ulrich Beck al referirse a “la globalización de los riesgos civilizatorios”:
A la producción industrial le acompaña un universalismo de los peligros, independientemente de los lugares de su producción: las cadenas de alimentos conectan en la práctica a todos los habitantes de la Tierra. Atraviesan las fronteras. El contenido en ácidos del aire no ataca sólo a las esculturas y a los tesoros artísticos, sino que ha disuelto ya desde hace tiempo las barreras aduaneras modernas. También en Canadá los lagos tienen mucho ácido, también en las cumbres de Escandinavia se mueren los bosques (Beck, 1998: 42).
Por eso, hay dos cuestiones que deberíamos diferenciar con mucho cuidado. Por una parte, está la cuestión de cómo distribuir los costos entre los causantes de cierto fenómeno, la cual ciertamente plantea obstáculos prácticos de gran envergadura, en especial debido a la reticencia que siguen exhibiendo muchas potencias a asumir las responsabilidades que les competen y a la dificultad de establecer sanciones realmente efectivas por parte de la comunidad internacional. Pero, por otra parte, está la cuestión de cómo comportarnos en el mientras tanto frente a algunos hechos que tienen incidencia directa en nuestras comunidades, es decir: en la medida en que las soluciones a la primera cuestión sigan postergándose en el tiempo. En todo caso, el carácter global o heredado de un fenómeno no tiene por qué implicar que no haya nada que pueda hacerse a nivel local para combatir o mitigar su impacto.
A fin de ilustrar de manera más clara lo que quiero decir, considérese un ejemplo del ámbito local. En el año 2015, se sucedieron en la Provincia de Córdoba una serie de inundaciones que dejaron un saldo de siete muertos y más de 1500 viviendas dañadas.4 Es claro que las extensas precipitaciones en breves períodos de tiempo configuran un paisaje cuya constatación resulta cada vez más frecuente en distintas partes del mundo y en la que el calentamiento global sin dudas juega su parte. No obstante, como sostienen los especialistas, la incidencia de las lluvias no habría sido la misma si algunas medidas preventivas se hubieran tomado a tiempo, especialmente en lo que atañe a la realización de obras hídricas, así como al control del desmonte y la desforestación. Hace mucho que en la Provincia de Córdoba se discute la necesidad de reformar Ley de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos (Ley N° 9814) actualmente vigente. La reforma de esta ley no sólo parece necesaria para que la Provincia finalmente se adecúe a la Ley Nacional 26.331, sino también para evitar que Córdoba continúe figurando entre las regiones líderes del planeta en materia de deforestación: entre 1998 y 2006, la tasa de deforestación fue ni más ni menos que del 2,5 al 2,9 por ciento anual (cf. Groshaus, 2015). En consecuencia, ¿no resulta evidente que la naturaleza global de un problema no tiene por qué comportarse como un impedimento insuperable para el surgimiento de soluciones locales perfectamente capaces de hacerle frente?
El caso de Córdoba, como así también el de otras provincias argentinas, resulta además una excelente ilustración de lo mucho que pueden incidir la política y el derecho a la hora garantizar un mundo mejor. Lamentablemente, la ilustración aquí opera en sentido negativo, pues lo que estos casos exhiben son justamente los problemas que plantean algunas malas decisiones. Por ejemplo, para volver a situarnos en la Provincia de Córdoba, considérense ahora las inundaciones que se produjeron durante el verano de 2017, las que llevaron a la Comisión de Emergencia Agropecuaria a declarar en estado de emergencia y/o desastre agropecuario a zonas de 23 cuencas hidrogeológicas.5 Como producto de esta declaración, muchos productores rurales recibieron subsidios y exenciones impositivas tendientes a amortiguar el costo de las pérdidas ocasionadas por la lluvia. Sin embargo, lo que las evidencias muestran es que el monocultivo que en los últimos años ha venido a reemplazar al bosque nativo, al neutralizar la capacidad de absorción del suelo, se encuentra