Los acontecimientos que siguieron a la movilización han sido interpretados reiteradamente por los historiadores angloamericanos como ejemplos de la naturaleza tiránica y arbitraria del gobierno mexicano, en contraste con los objetivos de orientación democrática de los pobladores texanos. Cuando los texanos desafiaron la recaudación de derechos de aduanas y se encolerizaron por los intentos mexicanos de acabar con el contrabando, los ciudadanos estadounidenses los respaldaron. Es obvio que la facción de guerra (war party) que se amotinó en Anáhuac, Texas, en diciembre de 1831, tenía respaldo popular. Uno de los líderes de la facción, Sam Houston, “era un protegido reconocido de Andrew Jackson, a la sazón presidente de Estados Unidos. El propósito de Houston era, a la larga, incorporar Texas a Estados Unidos”.8 Los angloamericanos, a quienes México había concedido permiso para establecerse en Texas, socavaron la autoridad de su anfitrión de diversas maneras. Disfrazaban cada vez menos su insubordinación y en el verano de 1832; un grupo de ellos atacó la guarnición mexicana, pero fue derrotado. Ese mismo año, el coronel Juan Almonte realizó una gira de buena voluntad en Texas y rindió un informe secreto sobre la situación de la provincia. En el informe recomendaba hacer muchas concesiones a los texanos, pero también “que la provincia se mantenga bien aprovisionada de soldados mexicanos”. El historiador texano Fehrenbach criticó las acciones mexicanas: “Hasta a un mexicano de buena voluntad le resultaba virtualmente imposible entender que los angloamericanos eran capaces de autodisciplinarse”. Añade Fehrenbach: “Por esta razón, los pasos que dieron entonces los pobladores fueron mal interpretados en México, tanto por los liberales, como por los conservadores. Por iniciativa propia, los pobladores del ayuntamiento de San Felipe convocaron una asamblea para el l0 de octubre de 1832. Diez y seis distritos anglo-texanos acudieron a la asamblea”. La asamblea de anglo-texanos aprobó resoluciones dirigidas al gobierno de México y al estado de Coahuila. Fundamentalmente, lo que pedían era mayor autonomía para Texas. Fehrenbach, al igual que otros historiadores estadounidenses, erróneamente ha pintado un cuadro de un gobierno mexicano tiránico que no acogió las “justas demandas de los pobladores”:
Todas las resoluciones comenzaban con enfáticas expresiones de lealtad a la Confederación y la Constitución mexicanas. Estas expresiones eran totalmente sinceras. Lo que solicitaban los texanos era pluralidad cultural bajo la soberanía mexicana; esa pluralidad no solo era ajena a la naturaleza hispánica, sino que, además, debido a la fobia antiestadounidense que permeaba a la mayoría de los mexicanos, no podía ser evaluada en sus méritos. De hecho, las asambleas mismas, tan naturales en la experiencia y la tradición de los angloparlantes, estaban totalmente al margen de la ley mexicana. En México no surgía del pueblo ninguna iniciativa que no fuera el motín o la insurrección. Guando asumían el poder, tanto los liberales como los conservadores gobernaban por decreto. En este contexto, la asamblea solo podía parecer a los oficiales mexicanos de Texas y de México, como una gigantesca conspiración contra las bases de la nación.9
Fehrenbach y otros historiadores angloamericanos no lograron darse cuenta de que en México existía la pluralidad cultural, a tal grado que hasta a los angloamericanos se les permitía mantener su cultura. Lo cierto es que a quienes era ajena la pluralidad cultural, era a los angloamericanos. Los acontecimientos posteriores a la asamblea corroboraron la preocupación de los mexicanos en cuanto a la independencia de los angloamericanos en Texas.
En 1833, se celebró una segunda asamblea. Fehrenbach alega que los angloamericanos procedieron de acuerdo con su tradición al redactar una constitución y presentársela al gobierno central, y que los mexicanos tomaron el documento como un pronunciamiento. Asevera igualmente que los historiadores mexicanos han interpretado la acción como “una ingeniosa estratagema para separar a Texas de México”, interpretación que él reconoce que “no puede negarse por completo”, puesto que angloamericanos prominentes, entre ellos Sam Houston, agitaban a favor de la independencia. La asamblea designó a Austin para que sometiera sus quejas y resoluciones al gobierno de México.10
Austin partió hacia la ciudad de México para exigir las demandas de los angloamericanos en Texas. Su gestión iba encaminada primordialmente a que se dejara sin efecto la prohibición de más inmigración angloamericana en Texas y a que se convirtiera al territorio en un estado aparte. El problema de la abolición de la esclavitud también presentaba una excesiva inquietud. Al escribirle a un amigo desde la ciudad de México, Austin pone de manifiesto una actitud nada conciliadora: “Si se rechaza nuestra proposición, estaré a favor de que nos organicemos sin ella. No concibo otra forma de salvar el país de la anarquía total y de la ruina. Ya estoy hastiado de las medidas conciliatorias, y de ahora en adelante seré inflexible en cuanto a Texas”.11
En carta del 2 de octubre de 1833, Austin incitaba al ayuntamiento de San Antonio a declarar a Texas como estado independiente. Después se justificaría atribuyendo la incitación a “un momento de irritación e impaciencia”; no obstante, sus actos no eran los de un moderado. El contenido de la nota fue a parar a manos de las autoridades mexicanas, que ya dudaban de la buena fe de Austin. Subsecuentemente Austin fue encarcelado y muchas de las concesiones que había logrado se fueron a pique. Contribuyeron a la desconfianza general que reinaba, los manejos del embajador estadounidense en México, Anthony Butler, cuyos abiertos intentos de sobornar a los funcionarios gubernamentales para que vendieran Texas enfurecían a los mexicanos, llegando a ofrecer 200 000 dólares a un funcionario. Todo el problema se agravó en mayo de 1834, al apoderarse de la presidencia de México Antonio López de Santa Anna.12
López de Santa Anna es un enigma en la historia mexicana. Desde que llegó al poder en Tampico en 1829 hasta su caída en 1855, ejerció una influencia disociadora en la política mexicana. Durante ese periodo se disputaban el control del país los conservadores, que representaban los intereses de los terratenientes (y de la iglesia y los militares), y los liberales, que querían convertir a México en un Estado moderno bajo la supremacía de los comerciantes. Santa Anna manipuló ambas facciones y se cambiaba de un partido a otro para tomar el poder. Su gestión profundizó la desunión de la época, debilitó a México y lo convirtió en fácil víctima de las ambiciones de Estados Unidos. Además, la perfidia de Santa Anna dio a los historiadores estadounidenses una víctima propiciatoria a quien atribuirle la responsabilidad de las guerras. Muchos historiadores señalan que la abolición del federalismo por parte de Santa Anna desencadenó movimientos separatistas en varios estados mexicanos; sin embargo, los mismos historiadores se olvidan de señalar que Estados Unidos atravesó una etapa similar en el proceso de forjarse como nación.
Sea cual fuere el papel de Santa Anna, la revuelta texana había comenzado a fraguarse antes de su gestión por hombres como William Barret Travis, F. M. Johnson y Sam Houston, agitadores continuos a favor de la secesión. Además, la mayoría de los anglo-texanos se resistía a subordinarse al gobierno de México.
Los partidarios de la guerra eran muchos en Texas. En el otoño de 1834, Henry Smith publicó