Ana sonreía y le comunicaba su sonrisa. Si se ponía pensativa, se veía triste a él. Una fuerza sobrenatural hacía que Kitty dirigiese los ojos al rostro de Ana. Estaba hermosísima en su sencillo vestido negro; hermosos eran sus redondos brazos, que lucían preciosas pulseras, hermoso su cuello firme adornado con un hilo de perlas, bellos los rizados cabellos de su peinado algo desordenado, suaves eran los movimientos llenos de gracia de sus pies y manos diminutos, bella la animación de su hermoso rostro. Pero había algo terrible y cruel en su belleza.
Kitty la miraba más subyugada todavía que antes, y cuanto más la miraba más sufría. Se sentía anonadada, y en su semblante se dibujaba una expresión tal de abatimiento que cuando Vronsky se encontró con ella en el curso del baile tardó un momento en reconocerla, de tan desfigurada como se le apareció en aquel momento.
–¡Qué espléndido baile! –dijo él, por decir algo.
–Sí –contestó Kitty.
Durante la mazurca, Ana, al repetir una figura imaginada por Korsunsky, salió al centro del círculo, escogió dos caballeros y llamó a Kitty y a otra dama. Al acercarse, Kitty levantó los ojos hacia ella asustada. Ana la miró y le sonrió cerrando los ojos mientras le apretaba la mano. Pero al advertir en el rostro de Kitty una expresión de desesperación y de sorpresa por toda respuesta a su sonrisa, Ana se volvió de espaldas a ella y empezó a hablar alegremente con otra señora. «Sí, sí –se dijo Kitty–, hay en ella algo extraño, hermoso y a la vez diabólico.»
Ana no quería quedarse a cenar, pero el dueño de la casa insistió.
–Ea, Ana Arkadievna –dijo Korsunsky, tomando bajo la manga de su frac el brazo desnudo de Ana–. Tengo una idea magnífica para el cotillón. Un bijoux.
Y comenzó a andar, haciendo ademán de llevársela, mientras el dueño de la casa le animaba con su sonrisa.
–No me quedo –repuso Ana, sonriente. Y, a pesar de su sonrisa, los dos hombres comprendieron en su acento que no se quedaría.
–He bailado esta noche en Moscú más que todo el año en San Petersburgo y debo descansar antes de mi viaje –añadió Ana, volviéndose hacia Vronsky, que estaba a su lado.
–¿Se va decididamente mañana? –preguntó Vronsky.
–Sí, seguramente –respondió Ana, como sorprendida de la audacia de tal pregunta.
Su sonrisa y el fuego de su mirada cuando le contestó abrasaron el alma de Vronsky.
Ana Arkadievna se fue, pues, sin quedarse a cenar.
Capítulo 24
«Sin duda hay en mí algo repugnante, algo que repele a la gente», pensaba Levin al salir de casa de los Scherbazky y dirigirse a la de su hermano. «No sirvo para convivir en sociedad. Dicen que esto es orgullo, pero no soy orgulloso. Si lo fuera, no me habría puesto en la situación que me he puesto.»
Imaginó a Vronsky dichoso, inteligente, benévolo y, con toda seguridad, sin haberse encontrado jamás en una situación como la suya de esta noche.
«Forzoso es que Kitty haya de preferirle. Es natural; no tengo que quejarme de nadie ni de nada. Yo sólo tengo la culpa. ¿Con qué derecho imaginé que ella había de querer unir su vida a la mía? ¿Quién soy yo? Un hombre inútil para sí y para los otros.»
Recordó a su hermano Nicolás y se detuvo con satisfacción en su recuerdo. «¿No tendrá razón cuando dice que todo en el mundo es malo y repugnante? Acaso no hayamos juzgado bien a Nicolás. Desde el punto de vista del criado Prokofy, que le vio borracho y con el abrigo roto, es un hombre despreciable; pero yo te conozco de otro modo, conozco su alma y se que nos parecemos. Y yo, en vez de buscarle, he ido a comer primero y después al baile en esa casa.»
Levin se acercó a un farol, leyó la dirección de su hermano, que guardaba en la cartera, y llamó a un coche de punto.
Durante el largo camino hacia el domicilio de su hermano, Levin iba evocando lo que conocía de su vida. Recordaba que durante los cursos universitarios y hasta un año después de salir de la universidad, su hermano, a pesar de las burlas de sus compañeros, había hecho vida de fraile, cumpliendo rigurosamente los preceptos religiosos, asistiendo a la iglesia, observando los ayunos y huyendo de los placeres y de la mujer sobre todo. Recordó después cómo, de pronto y sin ningún motivo aparente, empezó a tratar a las peores gentes y se lanzó a la vida más desenfrenada. Recordó también que en cierto caso su hermano había tomado a su servicio un mozo del pueblo y en un momento de ira le había golpeado tan brutalmente que había sido llevado a los Tribunales; se acordó aún de cuando su hermano, perdiendo dinero con un fullero, le había aceptado una letra, denunciándole después por engaño (a aquella letra se refería Sergio Ivanovich).
Otra vez Nicolás había pasado una noche en la prevención por alboroto. Y, en fin, había llegado al extremo de pleitear contra su hermano Sergio acusándole de no abonarle la parte que en derecho le correspondía de la herencia materna.
Su última hazaña la realizó en el oeste de Rusia, donde había ido a trabajar, y consistió en maltratar a un alcalde, por lo que fue procesado. Y si bien todo esto era desagradable, a Levin no se lo pareció tanto como a los que desconocían el corazón de Nicolás y su verdadera historia. Levin se acordaba de que en aquel período de devoción, ayunos y austeridad, cuando Nicolás buscaba en la religión un freno para sus pasiones, nadie le aprobaba y todos se burlaban de él, incluso el propio Levin. Le apodaban Noé, fraile, etcétera, y, luego, cuando se entregó libremente a sus pasiones, todos le volvieron la espalda, espantados y con repugnancia.
Levin comprendía que, en rigor, Nicolás, a pesar de su vida, no debía encontrarse más culpable que aquellos que le despreciaban. Él no tenía ninguna culpa de haber nacido con su carácter indomable y con su limitada inteligencia. Por otra parte, su hermano siempre había querido ser bueno.
«Le hablaré con el corazón en la mano, le demostraré que le quiero y le comprendo, y le obligaré a descubrirme su alma», decidió Levin cuando, ya cerca de las once, llegaba a la fonda que le indicaran.
–Arriba. Los números 12 y 13 –dijo el conserje, contestando a la pregunta de Levin.
–¿Está?
–Creo que sí.
La puerta de la habitación número 12 se hallaba entornada y por ella salía un rayo de luz y un espeso humo de tabaco malo. Sonaba una voz desconocida para Levin, y al lado de ella reconoció la tosecilla peculiar de su hermano.
Al entrar Levin, el desconocido decía:
–Todo depende de la inteligencia y prudencia con que se lleve el asunto.
Constantino Levin, desde la puerta, divisó a un joven con el cabello espeso y enmarañado vestido con una poddiovka . Una muchacha pecosa, con un vestido de lana sin cuello ni puños, estaba sentada en el diván. No se veía a Nicolás, y Levin sintió el corazón oprimido al pensar entre qué clase de gente vivía su hermano.
Mientras se quitaba los chanclos, Levin, cuya llegada no había notado nadie, oyó al individuo de la poddiovka hablando de una empresa a realizar.
–¡Que el diablo se lleve las clases privilegiadas! –dijo la voz de Nicolás tras un carraspeo–. Macha, pide algo de cenar y danos vino si queda. Si no, envía a buscarlo.
La mujer se levantó, salió del otro lado del tabique y vio a Levin.
–Nicolás Dmitrievich: aquí hay un señor –dijo.
–¿Por quién pregunta? –exclamó la voz irritada de Nicolás.
–Soy yo –repuso Constantino Levin, presentándose.
–¿Quién es «yo»? –repitió la voz de Nicolás, con más