La charla se hacía demasiado grave para el ambiente del salón y Vronsky, comprendiéndolo, en vez de replicar, trató de cambiar de tema. Sonrió, pues, alegremente, y se dirigió a las señoras.
–Podíamos probar ahora, Princesa –dijo.
Pero Levin no quiso dejar de completar su pensamiento.
–Opino que el intento de los espiritistas de explicar sus prodigios por la existencia de una fuerza desconocida es muy desacertado. El caso es que hablan de una fuerza espiritual y quieren someterla a ensayos materiales.
Todos esperaban que completase su pensamiento y él lo comprendió.
–Pues, a mi entender, sería usted un excelente médium –dijo la condesa Nordston–. Hay en usted algo de… extático…
Levin abrió la boca para replicar; pero se puso rojo y no dijo nada.
–Ea, probemos, probemos lo de las mesas –insistió Vronsky. Y dirigiéndose a la madre de Kitty, preguntó–: ¿Nos lo permite? –mientras miraba a su alrededor, buscando un velador.
Kitty se levantó para ir a buscarlo. Al pasar ante Levin, se cruzaron sus miradas. Ella le compadecía con toda su alma. Le compadecía por la pena que le causaba.
«Perdóneme, si puede», le dijo con los ojos. «¡Soy tan feliz!»
«Odio a todos, incluso a usted y a mí mismo» , contestó la mirada de él.
Y cogió el sombrero. Pero la suerte le fue también contraria esta vez. En el instante en que todos se sentaban en torno al velador y Levin se disponía a salir, entró el anciano Príncipe y, tras saludar a las señoras, dijo alegremente a Levin:
–¡Caramba! ¿Desde cuándo está usted aquí? ¡No lo sabía! Me alegro mucho de verle.
El Príncipe le hablaba a veces de usted, a veces de tú. Le abrazó y se puso a hablar con él. No había reparado en Vronsky, que se había puesto en pie y esperaba el momento en que el Príncipe se dirigiese a él.
Kitty comprendía que, después de lo ocurrido, la amabilidad de su padre debía resultar muy dolorosa para Levin. Notó también la frialdad con que el Príncipe saludó por fin a Vronsky y cómo éste le contemplaba con amistoso asombro, sin duda preguntándose por qué se sentiría tan mal dispuesto hacia él.
Kitty se ruborizó.
–Príncipe: déjenos a Constantino Dmitrievich. Queremos hacer unos experimentos ––dijo la condesa Nordston.
–¿Qué experimentos? ¿Con los veladores? Perdóneme, pero, en mi opinión, casi es más divertido el juego de prendas –opinó el Príncipe mirando a Vronsky y adivinando que era él quien había sugerido el entretenimiento–. Por lo menos, jugar a prendas tiene algún sentido.
Vronsky, más extrañado aún, contempló al Príncipe con sus ojos tranquilos. Luego empezó a hablar con la condesa Nordston del baile que debía celebrarse la semana siguiente.
–Asistirá usted, ¿verdad? –preguntó a Kitty.
En cuanto el viejo Príncipe dejó de hablarle, Levin salió procurando no llamar la atención.
La última impresión que retuvo de aquella noche fue la expresión feliz y sonriente del rostro de Kitty al contestar a Vronsky a su pregunta sobre el baile que se había de celebrar.
Capítulo 15
Pero en aquel instante entró la Princesa. El horror se pintó en sus facciones al ver que los dos jóvenes estaban solos y que en sus semblantes se retrataba una profunda turbación. Levin saludó en silencio a la Princesa. Kitty callaba y mantenía bajos los ojos.
«Gracias a Dios, le ha dicho que no», pensó su madre.
Y en su rostro se pintó la habitual sonrisa con que recibía a sus invitados cada jueves.
Se sentó y empezó a hacer a Levin preguntas sobre su vida en el pueblo. El se sentó también, esperando que llegasen otros invitados para poder irse sin llamar la atención.
Cinco minutos después entró una amiga de Kitty, casada el invierno pasado: la condesa Nordston.
Era una mujer seca, amarillenta, de brillantes ojos negros, nerviosa y enfermiza. Quería a Kitty y, como siempre sucede cuando una casada siente cariño por una soltera, su afecto se manifestaba en su deseo de casar a la joven con un hombre que respondía a su ideal de felicidad, y este hombre era Vronsky.
La Condesa había solido hallar a Levin en casa de los Scherbazky a principios del invierno. No simpatizaba con él. Su mayor placer cuando le encontraba consistía en divertirse a su costa.
–Me agrada mucho –decía– observar cómo me mira desde la altura de su superioridad, bien cuando interrumpe su culta conversación conmigo considerándome una necia o bien cuando condesciende en soportar mi inferioridad. Esa condescendencia me encanta. Me satisface mucho saber que no puede tolerarme.
Tenía razón: Levin la despreciaba y la encontraba inaguantable en virtud de lo que ella tenía por sus mejores cualidades: el nerviosismo y el refinado desprecio a indiferencia hacia todo lo sencillo y corriente.
Entre ambos se habían establecido, pues, aquellas relaciones tan frecuentes en sociedad, caracterizadas por el hecho de que dos personas mantengan en apariencia relaciones de amistad sin que por eso dejen de experimentar tanto desprecio el uno por el otro que no puedan ni siquiera ofenderse.
La condesa Nordston atacó inmediatamente a Levin.
–¡Caramba, Constantino Dmitrievich! ¡Ya le tenemos otra vez en nuestra corrompida Babilonia! –dijo, tendiéndole su manecita amarillenta y recordando que Levin meses antes había llamado Babilonia a Moscú–. ¿Qué? ¿Se ha regenerado Babilonia o se ha encenagado usted? –preguntó, mirando a Kitty con cierta ironía.
–Me honra mucho, Condesa, que recuerde usted mis palabras –dijo Levin, quien, repuesto ya, se amoldaba maquinalmente al tono habitual, entre burlesco y hostil, con que trataba a la Condesa–. ¡Debieron de impresionarla mucho!
–¡Figúrese! ¡Hasta me las apunté! ¿Has patinado hoy, Kitty?
Y comenzó a hablar con la joven. Aunque marcharse entonces era una inconveniencia, Levin prefirió cometerla a permanecer toda la noche viendo a Kitty mirarle de vez en cuando y rehuir su mirada en otras ocasiones.
Ya iba a levantarse cuando la Princesa, reparando en su silencio, le preguntó:
–¿Estará mucho tiempo aquí? Seguramente no podrá ser mucho, pues, según tengo entendido, pertenece usted al zemstvo.
–Ya no me ocupo del zemstvo, Princesa –repuso él–. He venido por unos días.
«Algo le pasa» , pensó la condesa Nordston notando su rostro serio y concentrado. «Es extraño que no empiece a desarrollar sus tesis… Pero yo le llevaré al terreno que me interesa. ¡Me gusta tanto ponerle en ridículo ante Kitty!»
–Explíqueme esto, por favor –le dijo en voz alta–, usted, que elogia tanto a los campesinos. En nuestra aldea de la provincia de Kaluga los aldeanos y las aldeanas se han bebido cuanto tenían y ahora no nos pagan. ¿Qué me dice usted de esto, que elogia siempre a los campesinos?
Una señora entraba en aquel momento. Levin se levantó.
–Perdone, Condesa; pero le aseguro que no entiendo nada ni nada puedo decirle –repuso él, dirigiendo su mirada a la puerta, por donde, detrás de la dama, acababa de entrar un militar.
«Debe de ser Vronsky» , pensó Levin.
Y, para asegurarse de ello, miró a Kitty, que, habiendo tenido tiempo