Los mercaderes y latifundistas no se interesaron –al principio– por la extracción minera, por su alta volatilidad e inseguridad (derrumbes, inundaciones, vetas verticales, distancia de los puertos, etc.). Para el pueblo mestizo, en cambio, era la rueda de su posible fortuna. Por eso fueron ellos los que descubrieron las minas («cateadores»), los que cavaron piques y persiguieron las vetas («barreteros»), amontonaron y chancaron el mineral («apires») e inventaron –entre todos– la tecnología minera «preindustrial» (barreta, corvo, pólvora, combo, trapiches, malacates, cueros de vaca, fuerza hidráulica, etc.). Gracias a ellos, hacia 1835 ‘Chile’ era ya un exportador de cobre y plata a nivel mundial.
El problema surgió de que los pirquineros, si bien podían extraer gran cantidad de mineral, no podían, en cambio, fundirlo y convertirlo en barras de metal. Tampoco podían transportarlo hasta los puertos de exportación. Su producto se acumulaba en la «cancha», próxima a los piques de la mina. Fue ese problema el que les dio la oportunidad a los mercaderes y banqueros para intervenir en la minería. No como productores, sino como comerciantes que compraban las «pastas» y vendían pólvora, herramientas, charqui, aguardiente, etc. («habilitadores»)... o bien, como «fundidores» (dueños de hornos metalúrgicos) y, al final, como «exportadores» de barras de cobre y plata, sobre todo, a Inglaterra… Se formó de ese modo, encima del estrato pirquinero, una cúpula de capital minero (mercantil) que se fue apoderando progresivamente –por deuda– de las «posesiones» pirquineras. Es que el precio del mineral pirquinero puesto «en cancha» –allí lo compraba el «habilitador»– fue abusivamente bajo, mientras el de los «insumos» que aquél vendía, abusivamente alto. Entre 1798 y 1802, por ejemplo, la deuda acumulada del pirquinero se multiplicó por diez… Por su lado, el precio mundial lo fijaban los ingleses, que compraban la barra de metal en «el puerto de exportación» (Caldera). La triple ganancia mercantil fue triturando la acosada ganancia del productor pirquinero y perpetuando su deuda hasta entregar la mina.
La red del «comercio de habilitación» cubrió todo el Norte Minero. De allí surgieron las fortunas millonarias del siglo XIX (Edwards, Puelma, Cousiño, Ossa, Goyenechea, etc). La deuda comercial de los pirquineros (similar a la deuda por arriendo de los inquilinos) permitió a los «habilitadores»: a) despojar al pirquinero de su posesión minera, convirtiéndose ellos mismos en «grandes mineros»; b) lograda esa condición, pudieron obtener créditos sin interés del Fondo de Minería (banco creado por el Rey de España para socorrer a los pirquineros); c) convertir a los pirquineros en un «peonaje asalariado» que debía endeudarse en la pulpería del patrón para adquirir sus medios de subsistencia; d) sumar como ganancia (superplusvalía) la ficha-salario y el interés usurero de la deuda en pulpería; e) mantener una fuerza de trabajo cautiva en «las oficinas» o «pueblos de compañía» (company-towns), es decir: la masa poblacional conchabada por el «gran minero»; f) manipular el voto de los ciudadanos cautivos en el company-town, y g) negociar con las autoridades la represión militar de las «rebeliones pampinas».
Ante ese semiesclavismo, el peonaje minero, lo mismo que el peonaje agrícola, se rebeló... Y lo hizo de tres maneras: a) fugándose, para engrosar los «bandidos del desierto» («cangalleros»); b) saboteando la faena productiva, y c) mediante huelgas pacíficas de negociación… En el desierto, la rebelión del ‘bandidaje’ no tuvo la misma escala y persistencia que en la región agrícola. Y la rebelión ‘sindical’ tuvo un costo altísimo: ejército en formación de batalla, fusiles, ametralladoras e, incluso, cañones… (masacres mineras: 1906, 1907, 1921, 1925).
4. El artesanado (1750-1880)
Otro sector importante del pueblo mestizo emigró y se arranchó en las ciudades, particularmente, en Santiago. Allí se podía subsistir instalando un taller artesanal independiente, como microempresario. Y no se arrancharon en «la ciudad culta», sino en la ribera norte, inundable y arenosa, del río Mapocho («la Chimba»). Pero la inmigración era continua, y ocuparon luego el poniente (Matucana-Yungay) y el sur (Matadero). Sus «ranchos», con chimenea y acequia de entrada y salida, cercaron la ciudad por tres de sus cuatro costados (en 1865, el 69,5 % de las habitaciones del país eran «ranchos y cuartos»). Las autoridades, hacia 1840, pesarosas, anunciaron que la capital estaba tomada por la «plebe».
Por su actividad productiva, los rancheríos artesanales se infestaron de lodazales, aguas servidas y humo de hornillas y fraguas. La contaminación era tal, que muy pocos se atrevían a ir a comprar en lo que Vicuña Mackenna llamó «aduar africano», o «ciudad bárbara». Por esta razón, las mujeres de los artesanos debieron vender sus productos en el centro de la ciudad: en los puentes, plazas, atrios de las iglesias y en las calles centrales. De ese modo, entre 1830 y 1870, la «ciudad bárbara» se expandió comercialmente desde el norte, el sur y el poniente hacia el vértice de la «ciudad culta». El centro de la capital se cubrió de canastos, toldos, braseros, mujeres pregonando artesanías, niños gritando, peones ociosos de talante rudo. Y allí la «ciudad bárbara» desarrolló dos polos de concentración y expansión: el barrio de La Vega y el Mercado, por el norte, y el barrio Matadero –con su periferia de curtiembres y badanerías– por el sur. Bajando de esos polos, cientos y cientos de «regatones» pregonaban su mercadería por las calles, y aun en el primer patio de las casonas señoriales. El artesanado mestizo, zumbando como panal de abejas, se adhirió, para vivir, al corazón aristocrático de la República de Chile.
Ante esa invasión, la Municipalidad de Santiago contraatacó sin tapujos: decretó la expulsión de las fraguas y los ranchos y trazó un «camino de cintura» (San Pablo, Matucana, Avenida Matta, Avenida Vicuña Mackenna) que sirviera como frontera entre la «ciudad culta» (dentro de la cintura) y la «ciudad bárbara» (fuera de ella). A la vez, por la Ley de Patentes de 1840, creó ventajas monopólicas para las «fábricas» introducidas por los técnicos e ingenieros extranjeros.
El contraataque fue letal: detuvo en seco la expansión productiva del artesanado y tornó imposible su transformación en burguesía industrial, como había ocurrido en Inglaterra. Al mismo tiempo, el patriciado mercantil de Santiago abortó su propia transformación en burguesía industrial, fascinado (siempre) por su retrógrado afán de ser aristocracia, como en el Antiguo Régimen… Por dos vías, pues, la oligarquía chilena traicionó su destino capitalista… y el microempresariado artesanal, derrotado, devino en un peonaje asalariado subcapitalista.
Para no morir, los artesanos se rebelaron contra el librecambismo económico del régimen impuesto en 1833. A la vez, la ‘juventud oligárquica’, liberal à la francesa (se autodenominaron «girondinos chilenos»), atacó la «tiranía política» de Diego Portales y Manuel Montt; pero no pudiendo hacer oposición desde el Congreso (estaban excluidos de él), los liberales se unieron a los artesanos, que hacían oposición desde las calles… Se formó así un «frente revolucionario» de jóvenes oligarcas y artesanos mestizos, donde estos últimos, por ser «ciudadanos» con derecho a voto, eran, a la vez, milicianos con formación militar. El «frente» así formado evolucionó, pues, hacia el ‘motín armado’. Eso dio lugar a las guerras civiles de 1829, 1837, 1851 y 1859… El objetivo político de los rebeldes era restaurar la vigencia de la Constitución de 1828, que era productivista en lo económico y liberal en lo político. Pero el Ejército (convertido por Diego Portales en una guardia pretoriana) ganó, contra el dicho «frente», todas las batallas necesarias para destruirlo. No hubo, pues, ni revolución industrial, ni revolución democrático-burguesa, ni abolición de los conchabamientos entre patrón y peón. La ‘aristocracia’