Él sabe muy bien que «África no existe, pero sí existen los africanos». Creo que eso le radiografía. Un reportero que se interna, que se asombra, que se conmueve, que busca el rasgo revelador, que se pone en el lugar del otro, que se acerca a la orilla y luego se adentra un poco más. Que se arriesga a contaminarse con el dolor, y la alegría, de los demás. Y que por eso no ha perdido la curiosidad inagotable del niño, pero enriquecida con la conciencia del adulto, del que sabe qué hay que hacer y adónde quiere ir. Con las palabras y con las imágenes, como demostró en Océano África y ahondó en Hijos del Nilo. Y si ha llegado más lejos es porque no solo escribe reportajes y libros, sino porque ha logrado que su mirada vuele en documentales como Tras los pasos de Mandela; El derbi de Sudáfrica; RD Congo, un país en tinieblas y Tensión en el subsuelo.
Nacido en Barcelona en 1981, licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona, aunque se recuerda como «eterno estudiante de Ciencias Políticas», África le ha convertido en gran medida en lo que es, aunque su compañera y sus hijas han acabado de anclarle en el suelo del mundo. Cofundador de Revista 5W y de la productora social independiente Muzungu, trabaja como corresponsal africano para La Vanguardia y otros medios. Dice que es «amante de las maletas improvisadas y de abrir bien los ojos al viajar», y distingue con lucidez al reportero del viajero: «Pueden vivir en el mismo cuerpo, porque nos gusta viajar, pero para el viajero la importancia del viaje reside en uno mismo y para el reportero reside en los demás. Yo intento hablar de los demás porque, aparte de que es mucho más interesante, me ayuda a explicar lo que está pasando». Por eso puede decir sin impostar la voz: «Todos somos hijos del Nilo». Parte de una trilogía en marcha, acaba de retratar el calado de su hambre de saber y las baterías de su perseverancia. Es consciente del peligro que encierra difuminar la frontera entre activismo y periodismo, porque sabe que «periodismo también es dar voz a quien piensas que es un cabrón». Pero no le da miedo convocar términos como honestidad o justicia: «Son palabras muy grandes, pero es que nosotros trabajamos para explicar la historia de los demás, no para decir que estamos en un sitio».
Xavier Aldekoa tiene lo que hay que tener: paciencia, empatía y humildad. No va con el reportaje escrito de antemano. Por eso sigue viajando, para ver con sus propios ojos, escuchar con sus propios oídos, escribir con sus propias palabras. Para buscar la verdad: «Cuando vas corriendo es más difícil saber qué le pasa al otro. La humildad es saber que el reportaje que has ido a buscar no existe, y es más fácil de aceptar si tienes tiempo para encontrar el que realmente existe».
Si tuviera que volver a África, no lo dudaría: me encantaría que Xavi me embarcara en su esquife. Tiene el valor de los que no presumen de tenerlo, de quienes saben que el miedo es necesario. Periodista en África, a Xavi Aldekoa le seguiré acompañando donde quiera que vaya, y más ahora que hemos estrechado lazos de sangre indisolubles hablando cara a cara durante horas (para hacer un libro hablado) de la pasión que compartimos. Gracias, Xavi.
Alfonso Armada
Xavier Aldekoa sobre Alfonso Armada
A Alfonso Armada lo conocí mucho antes de conocerlo, porque lo leía. Él no lo sabe, pero viajaba con él. Lo descubrí con trece años, que es esa edad en la que uno busca referentes como si se muriera de sed, y yo me agarraba a las páginas de los periódicos como un náufrago a un tablón de madera. Ahí estaba Alfonso, explicando el genocidio de Ruanda en la portada de El País, que para mí entonces olía a roble recién cortado. Aún hoy, cuando llego por primera vez a algún país africano, el aroma de la tierra me transporta a aquella niñez. Por eso, cuando pisé por primera vez Sierra Leona sus caminos rojizos eran los de Miguel Gil; en Mozambique vi las huellas de Gervasio Sánchez y en Congo divisé entre la bruma las sombras de Bru Rovira o de Ramón Lobo. Para mi yo de trece años, Ruanda era la de Armada en El País.
Alfonso nació en Vigo (1958), pero le gusta decir que es portugués, que la ironía gallega alcanza incluso a quienes tienen cara de buena persona. Cuando en 1992 Gervasio Sánchez y Arturo Pérez-Reverte vieron llegar a Sarajevo, en mitad de la guerra de los Balcanes, a aquel tipo prudente, de maneras tímidas y gafas redondas, pensaron qué hacía un tipo como él en un jaleo como ese. Alfonso respondió a aquel recelo inicial como de costumbre: con trabajo, rigor, amor por el oficio, un cuidado quirúrgico con la palabra y un respeto innegociable por la víctima. También con amistad. Con Gervasio al volante —Alfonso no tiene carnet de conducir y en muchos viajes el freelance aragonés le hizo las fotos y de chófer—, forman una de las grandes parejas periodísticas de nuestro país. Son tan diferentes como complementarios. Cómplices. Casi hermanos.
Él dice que fue en Segovia, pero nos conocimos en Madrid, aunque yo aquel día estaba tan nervioso que quizá ni era yo mismo. Tanto a él como a Gervasio les había pedido si podían presentar mi primer libro en la capital, y los dos fueron generosos. Alfonso se preparó un texto hermoso que le robé descaradamente al final del acto y aún conservo en un cajón como un tesoro. Escribió: «A menudo, cuando estás sobre el terreno, sea en Sarajevo o en un poblado misérrimo de Burundi, piensas si lo que haces vale la pena, si lo escucha alguien, si cambia, aunque sea una mínima parte, el estado de las cosas. Bueno, aquí está tal vez la respuesta: en la necesidad de escuchar, de prestar atención».
Durante sus años de periodista en África y luego, ya en ABC, como corresponsal en las calles de Nueva York, donde vio estrellarse el segundo avión en las Torres Gemelas desde la azotea del edificio donde vivía, Alfonso mandó un mensaje constante a quien quisiera leerle: hay una forma de acercarse al periodismo, una actitud en la vida, que prioriza el respeto al protagonista de la historia, escuchar a la víctima y apartarse de en medio. Alfonso es periodista porque escucha. Por eso no ha necesitado nunca vestirse con el aura de corresponsal maldito o aventurero. Para qué.
Alfonso es además un tipo inquieto, que quizá es la forma más poética de rebeldía. De adolescente, se escapó de casa para ir a trabajar de camarero a Lleida y aun así el mundo se le quedó corto. Quiso ir en autostop a Nueva Zelanda y acabó en una fábrica de harinas y piensos de Holanda. Luego volvió a Madrid para seguir agrandándose el mundo, y cursó Periodismo, pero también estudios de teatro en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (Resad). Ese interés por la escena, el cine y la literatura, por la cultura en definitiva, siguió guiando sus pasos cuando, tras la aventura neoyorquina, se empapó de savia nueva y vértigos jóvenes como director del máster de ABC primero y se bebió mil libros como director del suplemento Cultural de ABC después.
Contribuyó a la estantería con su parte. Además de subdirector de la revista Teatra y de dirigir la revista digital FronteraD, ha publicado una decena de libros, entre ellos, ay, Cuadernos africanos, y algunos acompañado de su mujer, la fotógrafa Corina Arranz. Ha escrito también obras de teatro, poesía en gallego y castellano y nutrió dos blogs, no fuera a parecer que la pereza le vencía. Durante toda la vida el gallego ha trabajado mucho y bien.
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