y pequeñeces, de que no podía llegar a todo, y eso le hacía sufrir mucho. Por lo que más sufría Pablo VI era porque algunas veces no veía claro lo que había que hacer en un momento determinado de la Iglesia. Esa era mi impresión. Era impresionante su modo de hablar de las cosas de la Iglesia, de las cosas de Cristo. A nadie he visto y oído hablar de las cosas de la Iglesia con tanta unción, convicción y plenitud como a Pablo VI. (...) Yo recuerdo perfectamente algo que no se me olvidará nunca: cuando visito a Pablo VI al día siguiente del Ministro de Asuntos exteriores López Bravo, que había ido a echar una filípica al papa. Pablo VI no podía con ello: no tuvo más remedio que desahogarse y contarme lo que había pasado, llegando a decirme: «Tres veces le señalé la puerta para que se marchara...».