El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Belén A.L. Yoldi
Издательство: Bookwire
Серия: El mentagión
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788419106971
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una de aquellas mantis se interpuso y su jinete le cerró el paso mientras otro golpeaba en la cabeza de las prisioneras con el tacón de su lanza, dejándolas inconscientes. Después echaron mano a otra red boleadora y dirigieron sus monturas hacia el guerrero con el propósito evidente de cazarlo del mismo modo. Los de las orillas disparaban dardos para apoyar a sus compinches.

      Poco podía hacer ya Miles, con su espada, para contenerlos. El combate estaba perdido y las damas no se levantaban.

      Así que el guerrero agarró rudamente a Javier por la capucha de la sudadera y tiró de él con fuerza, arrastrándolo río abajo, lejos de la contienda. El muchacho quiso zafarse, pero no le sirvió de nada.

      —¿Qué haces? No podemos abandonarlas así… ¡Tenemos que salvarlas! —gritó, exasperado. No es que quisiera luchar con aquellos monstruos. ¡Esa idea le aterraba! Pero se resistía a abandonar a las únicas personas amigas que conocía en ese mundo, las únicas con las que podía tener un objetivo en común, salir de allí.

      —¡Es inútil! —sentenció el errante tirando con más energías de él.

      Llevaba al chico a rastras mientras huía, con el agua ya por la cintura. Sus músculos y tendones de atleta acusaban el esfuerzo y se le marcaban claramente, lo mismo que las venas del cuello.

      Lograron ganar unos metros preciosos hacia la libertad porque sus perseguidores no se atrevían a entrar en esa parte estrecha del río, donde la corriente era ya demasiado rápida y las paredes de roca, demasiado altas.

      Javier volvió a forcejear con el errante para intentar liberarse. Estaba furioso, creía que solo buscaba salvar su culo.

      —¡Ahora, no! —contestó Miles con apremio. Había arrojado la capa contra la cara de uno de los perseguidores para cegarlo momentáneamente y quitarse un peso de encima. También había envainado su espada mientras corría. Con la otra mano aferraba al chico y lo empujaba, obligándolo a caminar torrente abajo, quisiera o no. Para el niño esa huida era una traición.

      —Pero, pero… ¡las matarán! —gritó desesperado.

      —No. Ya lo has oído. ¡Las necesitan vivas! —Y añadió—: ¡No podremos salvarlas si nos hacen también prisioneros!

      El muchacho pareció comprender al fin, porque la expresión de su cara cambió.

      —Y ahora, si quieres salir de esta… ¡nada! —recomendó el guerrero lanzándole a lo más hondo del río de un empujón. Después se echó él mismo al agua, aferró el escudo de madera que flotaba sobre las olas y se dejó llevar por la corriente detrás del muchacho.

      Desde ahí, el río se precipitaba por un cauce encajonado entre dos escarpaduras. Solo había una vía de escape, el mismo camino peligroso que seguía el agua.

      El muchacho apenas podría recordar después los detalles del accidentado descenso por los rápidos y nunca se explicaría cómo había logrado salir vivo de aquel cañón. Pues la fuerza del agua lo arrastraba y más de una vez creyó que iba a morir estrellado contra una roca o ahogado en el torrente.

      Un torbellino de olas y espuma arrastró consigo, impetuoso, a los dos fugitivos. Ellos solo podían luchar para mantenerse a flote. Atrás quedaron sus perseguidores.

      Dos enanos montados en aquellas mantis negras les habían seguido tenazmente por la parte alta del acantilado, pero tuvieron que frenar la carrera al llegar al borde de una cortadura. Ahora contemplaban coléricos cómo el río les arrebataba a unas presas que ya consideraban suyas.

      Viendo el giro que tomaba aquella fuga, los endiablados jinetes consideraron más prudente desistir de su empeño. Si no se ahogaban en esas aguas revueltas, tarde o temprano los humanos tendrían que regresar a tierra firme —eso lo sabían sus perseguidores— y entonces los cazarían; les harían pagar cara su huida, sobre todo a aquel tipo de la ballesta; harían que los insectos se comieran sus ojos para torturarlo. Eso mascullaban, furiosos.

      Lo último que vieron los perseguidores fueron dos cabezas, una rubia y otra morena, flotando junto a un tronco a la deriva, mientras se alejaban barranco abajo a lomos de la tempestuosa corriente. Poco después, el tronco desapareció también de la vista de los cazadores en la lejanía.

illustration UN MALDESPERTAR

      Mientras Javier y Miles todavía luchaban por salir del río, Nika había despertado con un fuerte dolor de cabeza. Se encontró tirada sobre unas piedras y rodeada por los rostros más feroces y horripilantes que había visto en su vida. Unos rostros escamosos y lampiños de pez abisal, con barbillas salientes, pómulos marcados y frentes en retroceso. Sus ojillos eran pequeños como botones de camisa, con pupilas verticales de serpiente, y sus bocas sin labios eran por el contrario enormes, abiertas de lado a lado de la cara. Unas bocas que dejaban al aire dos filas de dientes de aguja, largos y curvos, con colmillos sobresalientes que al juntarse producían un chasquido siniestro. En cambio, no tenían narices ni orejas, al menos visibles, solo se veían dos pequeños orificios sobre la boca para respirar y unas ranuras oblicuas a los lados de la cabeza protegidas por una especie de aleta de pez y por un pliegue móvil de la piel. Una cresta aserrada y cartilaginosa, que recordaba a la aleta dorsal de algunos reptiles, les recorría el cráneo desde mitad de la frente hasta la nuca. Estaban cubiertos de escamas y tenían dedos largos de lagarto, aunque caminaban erguidos y mostraban la inteligencia de un ser humano primitivo.

      Parecían el producto de una mente calenturienta. Un cruce imposible entre hombre, pez abisal y reptil.

      Al principio no se dieron cuenta de que la prisionera había despertado.

      Espiando a través de las pestañas, Nika contó hasta cuatro de aquellos lagartos duendes. Se golpeaban furiosos las corazas que les cubrían, hechas con cuero y pieles de animales, y esgrimían unas armas toscas. Parloteaban agriamente entre sí, enseñando los dientes, y parecían enzarzados en una disputa. Hablaban con sonidos guturales primitivos, chasquidos de lengua y cloqueos, más que con palabras articuladas. Les faltaba poco para llegar a las manos. Por lo visto, no estaban contentos con los resultados de la caza.

      De los seis que habían formado inicialmente la partida, dos pigmeos yacían en el barro, muertos, y los cadáveres de tres mantis gigantes vertían un líquido negruzco en las aguas del torrente.

      Estaban acostumbrados a sembrar el terror sin esfuerzo y, cuando salían a cazar humanos, los capturaban sin demasiada resistencia como a conejos asustados. Pero aquel guerrero les había plantado cara con una eficacia y unos reflejos demoledores, sin demostrar miedo. Para colmo, conocía bien el terreno que pisaba y había sabido aprovecharlo huyendo por el único elemento en el que las skrugs se desenvolvían con dificultad y donde más fácil se podía perder el rastro.

      Ahora, los pigmeos supervivientes estaban reunidos en corro y reñían entre ellos, dándose empujones y puñetazos violentos. O bien se echaban las culpas los unos a los otros por los errores cometidos o no se ponían de acuerdo sobre el plan de acción que debían seguir.

      Apeados de sus monturas parecían más pequeños e insignificantes, pensó Nika. Se desplazaban a saltitos, flexionando las rodillas. Sus brazos flacos tenían una largura desproporcionada y sus manos eran nerviosas y huesudas con unos dedos de reptil y unas uñas negras en punta, tan afiladas como los dientes. Daban grima.

      La chica desvió la vista con cuidado de no delatarse para explorar los alrededores. Observó que seguían al fondo del mismo barranco donde la habían capturado. No se habían movido del sitio.

      Al mirar a su derecha, tropezó con unas patas aserradas descomunales de cangrejo que se clavaban en la tierra delante de sus narices. Cuando levantó la vista, con un escalofrío, descubrió a su lado a una de aquellas horribles mantis. Estaba alimentándose con los restos de uno de sus congéneres caídos, tan cerca que la chica podía contar cada pelo filoso que salía de su abdomen. Con las pinzas delanteras sujetaba la pieza y al mascar con el pico producía