Es evidente la utilidad de la parábola como recurso didáctico para exponer una doctrina al pueblo, por su fuerza para atraer el interés y su honda incisión en la memoria: una vez fuertemente retenida en esta la anécdota, queda casi indeleblemente grabada la doctrina correlativa. Por eso, Nuestro Señor, ante las muchedumbres sencillas, empleó a menudo este eficaz procedimiento oratorio. Además, la parábola evangélica, por la hondura de su contenido, se presta ampliamente a ulteriores indagaciones y correspondencias, al ser de nuevo comentada. De ahí que haya sido siempre una cantera inagotable de donde extraer los tesoros del mensaje de Jesús.
* * *
Dichas estas cosas, conviene que pasemos a presentar, brevemente, a nuestro autor. San Gregorio Magno fue una de las últimas luces esplendorosas de la era propiamente patrística. Nació en Roma hacia el año 540. Pertenecía a una ilustre familia de patricios. Como otros muchos Santos Padres, abandonó la carrera política en la flor de la edad y cuando la fortuna le sonreía: renunció al cargo de pretor de Roma, vendió sus cuantiosas riquezas —que repartió entre los pobres y en donaciones pías y religiosas—, convirtió la casa de sus mayores, situada sobre el monte Celio, en un monasterio y allí se retiró al recogimiento del claustro, organizado bajo la disciplina de la Regla de San Benito.
Pero no permanecería por muchos años en aquella paz. Gregorio, como Ambrosio, había dado muestras de especial competencia para los asuntos políticos antes de retirarse del mundo, de la misma manera que ahora sabía ser un monje humilde y observante. Así pues, la Sede Romana requirió pronto sus servicios y él, convencido de que era la Voluntad de Dios, volvió a los negocios públicos, muy a pesar suyo, pero con ánimo esforzado, para defender los intereses de la Iglesia y de las almas. Al cabo de poco tiempo fue elevado a la dignidad cardenalicia. Poco después marchó a Constantinopla en calidad de Nuncio Apostólico, misión esta de las más delicadas y difíciles, por los antagonismos políticos entre las dos capitales del Imperio romano desmembrado. En 590 era elegido papa. Murió en 604.
San Gregorio, como buen romano, fue hombre de genio práctico, manifestado en sus difíciles misiones diplomáticas y en el gobierno sabio de la Iglesia. Este mismo genio aparece también en sus escritos, en los que tiene especial preferencia por los temas pastorales, morales y canónicos, entremezclando la doctrina dogmática con las exhortaciones ascéticas.
Sus obras literarias pueden reducirse esencialmente a dos grupos: las Homilías y los Diálogos. Estos últimos son una colección de consideraciones espirituales; fueron probablemente redactados en 593 y 594; Gregorio, a la sazón, tras unos años de intenso trabajo en el gobierno de la Silla apostólica, se tomó una temporada de retiro para reorganizar su vida interior; su íntimo amigo, el diácono Pedro, le hacía compañía; ambos charlaban de cosas espirituales y se inflamaban mutuamente en el amor de Dios y en los deseos de santidad y de caridad con el prójimo. De vez en cuando, Gregorio resumía esas charlas, dándoles forma literaria.
Las Homilías integran tres series: las 22 homilías sobre Ezequiel, las 40 sobre distintos pasajes de los Evangelios —Homiliae in Evangelia— y las Morales —Moralium libri XXXV sive expositio in librum Iob—.
La doctrina de san Gregorio Magno tiene muchos puntos comunes con la de san Agustín: la perfección no excluye totalmente las pequeñas faltas, debidas más bien a la intrínseca limitación humana que a la ausencia de buena voluntad; en su temática tiene un puesto predominante el amor de Dios y del prójimo; el amor es esencialmente activo y ha de traducirse en obras; analiza la tentación y da avisos sagaces para saberse conducir en ella.
La ascética de san Gregorio trasluce claramente una unidad y un centro: Cristo. Percibió el santo, de modo pleno, la responsabilidad de su ministerio de pastor de las almas y a esta misión van dirigidos principalmente sus escritos, fruto, en general, de su propia predicación oral. A instruir a los fieles en las sendas de la perfección cristiana dedica conscientemente sus esfuerzos. No se dirige a un determinado grupo de personas, sino, casi siempre, a los fieles corrientes; de vez en cuando, a los sacerdotes, recordándoles su misión y dándoles doctrina para que sepan conducir a los demás fieles. Entre los deberes pastorales insiste en la predicación y en la corrección fraterna y amorosa, pero llena de sentido de responsabilidad, que deben hacer los ministros del Señor a toda clase de personas, según sus condiciones, pero sin dejarse vencer por la timidez, la cobardía, los respetos humanos o la falsa prudencia de la carne.
Nos obligaría a escribir más páginas de las que queremos si intentáramos siquiera resumir la multiforme labor de san Gregorio Magno en los catorce años de su pontificado. Baste consignar, además de lo ya dicho, que el Santo Padre echó las bases de la estructura de los dominios temporales de la Iglesia, es decir, del Patrimonium Petri de la Sede Romana. Hizo frente generosamente a las calamidades sociales y económicas, que produjeron en su tiempo las recientes invasiones de los bárbaros. Protegió a Roma de los longobardos, a los que, finalmente, encauzó hacia su conversión al catolicismo. Envió misioneros a Inglaterra y estrechó relaciones con Francia y los visigodos de España. Se mantuvo hábil en los conflictos diplomáticos con Constantinopla. Reorganizó la disciplina eclesiástica y la liturgia: de él procede la revisión del canto en las iglesias, llamado por esta causa canto gregoriano.
* * *
La selección de homilías sobre las parábolas del Evangelio, que integran el presente volumen, está sacada de las Homiliae in Evangelia de san Gregorio, recogidas en la edición de MIGNE, Patrología, Series latina, vol. LXXVI, columnas 785-1314. Hemos seguido, con ligeros retoques, la versión castellana, de autor desconocido, revisada y publicada por el docto sacerdote don Francisco Caminero en 1878. Para los pasajes evangélicos, al principio de cada capítulo, ha sido adoptada, la versión de la Sagrada Biblia. Santos Evangelios, EUNSA, 3.ª ed., Pamplona, 1990.
NEBLÍ siente especial alegría en poner a disposición de sus lectores los escritos de los Santos Padres. Estos, después de la Sagrada Escritura, constituyen, juntamente con los documentos del Magisterio de la Iglesia, la fuente más pura y rica de las enseñanzas cristianas. Hacia los escritos de los Padres debemos sentir los fieles de la Iglesia de Cristo un hondo respeto, una cariñosa veneración y un acuciante deseo de aprender su doctrina para hacerla vida en nuestras propias vidas.
JOSÉ MARÍA CASCIARO
PARÁBOLA DEL TESORO ESCONDIDO
El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.
Asimismo, el Reino de los Cielos es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.
Asimismo, el Reino de los Cielos es semejante a una red barredera que, echada en el mar, recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y sentándose echan lo bueno en cestos, mientras lo malo lo tiran fuera. Así será el fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí será el llanto y rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto? Le respondieron: Sí. Él les dijo: Por eso, todo escriba instruido acerca del Reino de los Cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas (Mt 13, 44-52).
El reino de los cielos, carísimos hermanos, se dice semejante a las cosas terrenas, para que nuestra alma, por el conocimiento de lo que ve, venga en conocimiento de lo desconocido, de modo que por las cosas visibles se sienta atraída a las invisibles, y excitada por lo que diariamente aprende, se enardezca y aprenda, por lo conocido que sabe amar, a tener amor a lo que no conoce. He aquí, pues, que el reino de los cielos es comparado a un tesoro escondido en un campo, «cuyo tesoro esconde