No hay medio más adecuado que la literatura para constatar el desarrollo y las contradicciones de la feminidad en el sur. Prácticamente todas las escritoras de dicha región recibieron una educación orientada a convertirlas en ladies hermosas, frágiles, puras y sumisas. El conflicto entre las exigencias de esta imagen imperante en su cultura y sus propias necesidades como personas constituyó un motor importante de su obra creativa. El conflicto y el rechazo parecen inevitables cuando el propio concepto de la lady suscribía expresamente la anulación de la autonomía personal. Nada mejor que la mujer creativa y a menudo iconoclasta para detectar y denunciar las contradicciones internas del mito que a menudo exige a la vez inteligencia y sumisión, fortaleza y fragilidad, para enfrentarse al complejo entramado constituido por la raza, la clase social y la sexualidad. Las escritoras del sur han expuesto desde hace mucho la pesada carga que supone para la mujer blanca su identificación (no creada por ella) con toda una civilización y su condición de emblema del patriotismo y de la supuesta excelencia del sur, sin olvidar la relación de dicha imagen con un sistema basado en la opresión racial, ni el alejamiento de lo físico y lo sensual al que la obligaba precisamente su condición de símbolo de la supremacía blanca.
A lo largo de la historia las escritoras sureñas reaccionaron de distinta manera ante la situación de conflicto entre los códigos de género imperantes y sus aspiraciones y creencias personales. Fueron varias las que rechazaron cualquier apariencia de conformismo y criticaron la sociedad sureña con fiereza. A menudo la crítica iba unida al abandono del sur, y la residencia en otros ambientes proporcionaba nuevas perspectivas a los posicionamientos de dichas mujeres sobre los problemas del sur. Convencidas de que no eran seres inferiores, las famosas hermanas Grimké, de Charleston, se fueron al norte (Sarah en 1821 y Angelina en 1829), desde donde atacaron los presupuestos en los que la sociedad sureña basaba su imagen de la mujer, incluyendo, por supuesto, la esclavitud. En 1852, Sarah Grimké escribió que “the powers of my mind have never been allowed expansion; in childhood they were repressed by the false idea that a girl need not have the education I coveted” (en Jones 27; en Scott 64). Según Anne Firor Scott, hubo algo en las experiencias juveniles de estas dos hermanas que les proporcionó una independencia mental poco común en la mujer del siglo XIX y que las hacía comparables a Mary Wollstonecraft y Margaret Fuller (64). En 1837 Sarah Grimké publicó Letters on the Equality of the Sexes, que para Scott constituye “a lucid critique of the whole nineteenth-century image of women” (61-62).
Aunque según sus biógrafos fue una devota esposa y madre, Kate Chopin se rebeló, al menos en su imaginación, desde sus primeros escarceos con la literatura, contra las restricciones que convertían a la mujer en una esclava. Significativamente, tituló su primer sketch, escrito al menos veinte años antes de convertirse en escritora profesional, “Emancipation”, título que supone un paralelismo intencionado entre la situación de la mujer y la de los esclavos. El sketch trata de la emancipación de un animal que un día encuentra su jaula accidentalmente abierta. Dicha jaula es un anticipo simbólico del espacio restrictivo y protegido de la esfera doméstica en la novela The Awakening, en la que la protagonista Edna Pontellier vive la vida restringida de la esposa y madre convencional. El animal se siente atraído por “the spell of the unknown” y, una vez que abandona la jaula en la que tenía garantizada la protección y el sustento, se niega a regresar y prefiere vivir la vida con toda su carga de “seeking, finding, joying and suffering” (“Emancipation” 177, 178). En The Awakening, Edna se comporta como el animal que prefiere la exploración de su ser y del mundo a la seguridad de la jaula del matrimonio convencional en una sociedad patriarcal, incluso a sabiendas de que el precio de la libertad es a menudo la inseguridad y el sufrimiento. Una vez superado el miedo inicial, tanto el animal como Edna se encaminan hacia lo desconocido para acabar despertando a un nuevo mundo y, eventualmente, un nuevo yo.
En la última década del siglo XIX, Ellen Glasgow, de una familia aristocrática de Virginia, inició su carrera literaria postulándose como una férrea defensora de nuevos ideales de conducta y nuevos modelos literarios, defendiendo un realismo hasta entonces ausente de la literatura del sur. Glasgow conmocionó a la rancia aristocracia de Richmond con sus planteamientos abiertamente feministas, su lucha activa por el sufragio femenino y su renuncia a amoldarse al prototipo de la lady. En las primeras fases de su carrera se convirtió en una auténtica iconoclasta con su rechazo de las tradiciones heredadas del Viejo sur y su ataque despiadado a muchas convenciones sociales y actitudes intelectuales que consideraba caducas. Era una época en la que la mayoría de sus coetáneos todavía nutrían su imaginación con las ilusiones, los mitos y las leyendas propagadas por las novelas románticas del período, en las que el sur seguía glorificando unos valores ya derrotados en la guerra civil. En la mejor y más lograda de sus primeras novelas, Virginia (1913), Glasgow satiriza con acierto y maestría lo que ella llamaba el “idealismo evasivo” de unos individuos incapaces de aceptar cualquier aspecto de la realidad que entrase en conflicto con su idealismo. La novela traza la trayectoria vital de Virginia Pendleton, la lady sureña que fracasa estrepitosamente debido a su incapacidad para adaptarse al dinamismo de los nuevos tiempos. Incapacitada por una educación que fomenta el sometimiento y la pasividad, Virginia carece de recursos para afrontar acontecimientos inesperados, y ni sus elevados ideales ni sus buenas intenciones tienen relevancia alguna en un mundo nuevo que acaba por hundirla.
En Their Eyes Were Watching God (1937), Zora Neale Hurston nos legó el retrato de Janie Crawford, una mujer negra que busca su propio espacio tanto físico como espiritural. En su empeño por liberarse del control masculino y de todos los que quieren dictar y definir su realidad, Janie habita en una sucesión de espacios que representan diferentes modalidades de identidad, hasta que consigue triunfar en su rechazo del espacio como medio de opresión. En el caso de Janie vemos cómo las mujeres encerradas en la esfera doméstica por maridos opresores, y disminuidas en lo personal por una sociedad que las considera inferiores, tienen restringido el acceso tanto al mundo exterior como a su propio espacio interior.
El sur ha sido tradicionalmente un hogar que hace difícil la vida de las hijas cuya feminidad anticonvencional cuestiona el dominio del llamado cult of true womanhood. Carson McCullers compartió con su coetánea y admirada Lillian Smith la oposición a una falsa lealtad a fantasías como la tradición sureña o la supremacía blanca, y el rechazo de las rígidas y opresoras dicotomías entre los masculino y lo femenino, lo blanco y lo negro. Las dos coincidieron en la inclusión en su producción literaria de la conexión entre la opresión de los negros y la de la mujer. El intento de clasificar el deseo sexual como inequívocamente heterosexual u homosexual es el producto de una polarización arbitraria e injusta, comparable en muchos aspectos al empeño por establecer una distinción radical entre los blancos y los negros. La bisexualidad de McCullers y el lesbianismo de Smith las convertía en transgresoras de las normas, y la soledad y exclusión que sentían en el sur pudo tener mucho que ver con su oposición a la exclusión de los negros y a cualquier ideología opresora. Los pronunciamientos de estas dos escritoras en contra de la segregación, junto con su sexualidad no convencional, les granjearon la crítica y el rechazo de muchos sureños conservadores. Mientras que Lillian Smith permaneció en el sur instando a las mujeres a denunciar la segregación racial como una práctica moralmente inaceptable y a rechazar una ideología según la cual la segregación era necesaria para preservar la santidad y la excelencia de la mujer sureña, Carson McCullers se fue a Nueva York a los diecisiete años, en 1934, y otra vez en 1940, ya casada con Reeves McCullers, y con la intención de no vivir nunca más en el sur. En Nueva York McCullers encontró una ciudad famosa por su floreciente cultura de sexualidades alternativas, que contrastaba con la insistencia de la cultura sureña en imponer definiciones sexuales rígidas y en reprimir cualquier comportamiento sexual anticonvencional. En un artículo titulado “Brooklyn Is My Neighborhood” expresó su satisfacción por la variedad de gente y costumbres que la rodeaba y por la complejidad y diversidad de un entorno en el que todos aceptan las excentricidades de los demás. En contraste con el conformismo y la homogeneidad de la cultura sureña, Brooklyn le satisface por