Por fin nos alejamos de ese pueblo donde se respira el olor de la leña humeante de los braseros. Nos alejamos de aquella plaza donde las tiendas apestan a fruta fermentada. Aquí el aire puro nos golpea la cara, el frescor de la noche nos arranca unos suspiros.
Detrás de nosotros, el valle queda sepultado en las tinieblas, a lo lejos el horizonte nos promete la luz. La noche nos pisa los talones y los camiones galopan por la montaña como animales bien alimentados. Con los rostros bañados en luz, llegamos al horizonte para asistir a la puesta del astro que, a lo lejos, clava sobre las nubes de fuego sus monstruosas flechas de esperanza.
La carretera sigue su curso sin la menor emoción. La planicie del lugar nos permite ir más deprisa, pero de repente un silbido, como el grito de un animal en plena noche, nos deja clavados en el sitio. Oímos la voz del comandante:
–Todos abajo. En marcha. Carguen fusiles.
Al bajar caemos sobre unas piedras desiguales que nos hacen perder el equilibrio. Un atisbo de claridad basta para guiarnos por la pálida carretera, mientras que, a ambos lados, la sombra de la noche difumina el paisaje. Avanzamos en silencio, a empujones y respirando en la oscuridad el aire fresco, impregnado de angustia en la inmensa soledad. Muy de vez en cuando se escuchan órdenes en voz baja:
–Alto. A la derecha. Suban al talud junto a la carretera.
Para llegar al talud debemos bajar a la cuneta. Las zarzas nos reciben con un quejido ahogado y nos aprisionan los pies. Nos libramos de ellas con miedo y rabia, nuestras rodillas chocan unas con otras en medio de una agitación lamentable… Con la ayuda de las zarzas que nos arañan la piel, remontamos la tapia vegetal. Nuestros esfuerzos dan resultado. Con los codos clavados en lo más alto del talud, nos parece estar asomados a una muralla.
Ante nosotros se extiende una gran pantalla negra sin fondo. Con ayuda de las bayonetas cavamos un hueco para colocar las rodillas. En la noche sombría, nos llega desde la lejanía, como una ondulación en el aire, un rugido de motores. ¿Qué será? ¿Quién viene? La incertidumbre se apodera de nosotros y nos aterra. Los motores se acercan, casi podemos oír cómo las ruedas aplastan las piedras. Es nuestro convoy. «¡En marcha!».
Recibimos órdenes desde la oscuridad fantasmal. Nos encontramos apiñados como borregos sobre las ruedas recauchutadas, cuyo movimiento nos causa un ligero escalofrío en las tripas. Seguimos comentando lo ocurrido con frases cortas y en voz baja.
–Un gallina que ha dado la alerta… Una falsa alarma para coger el tranquillo… Hay algunos que nunca han hecho el servicio militar, ¿sabes? Tengo las piernas en carne viva… Nada mejor que esto para aprender el oficio.
En el fondo, todos estamos felices de que solo haya sido un susto, porque por muy impacientes que estemos por entrar en combate, el primer contacto con la realidad no deja indiferente a nadie. El bautismo de fuego sacude el carácter de los más aguerridos, y con más razón el de aquellos jóvenes que no han recibido ni una mínima instrucción militar. En el momento de iniciar el combate, a todo novato le sale instintivamente un movimiento de retirada.
El camión, brincando sobre las piedras, nos lleva hacia la noche. Las ruedas, liberadas de la tracción del motor, circulan en silencio durante el descenso. En algún lugar debajo de la carretera, el agua a borbotones lucha contra las piedras. El motor vuelve a rugir, las ruedas trepan despidiendo piedras hacia el guardabarros. El movimiento nos adormece, las sacudidas nos arrullan, la consciencia se nubla. Agarrados al fusil, la niebla hace las veces de sueño, de sueños…
Una brusca sacudida. Nos paramos en seco. Levantamos el mentón que reposa sobre nuestro pecho. Qué frío hace fuera. Los motores rugen delante de nosotros y se alejan. Otros llegan desde atrás, nos adelantan con precaución y nos dejan solos. Hace mucho frío. El conductor mete mano en el capó del motor maldiciendo. Sentimos el frío en la espalda.
–No queda agua en el radiador, pasad los bidones.
Por fin volvemos a ponernos en marcha. Qué divertidas son estas sacudidas: más rápido, más rápido, estamos solos. El motor debe resentirse igualmente; tose, se desgañita, también él está enfermo. A lo lejos, advertimos un destello rojo. Nos acercamos al convoy que nos espera y retomamos nuestro sitio. Buff… Por suerte tenemos una manta para hacer una cabañita alrededor del fusil: la manta nos rasca la nariz, pero al menos respiramos al calor. Está muy oscuro. El conductor, apoyado sobre su volante, abre bien los ojos para no perder al convoy; él también sufre, pero no podemos hacer nada, tendrá que apañárselas…
El aire nos pellizca los párpados y la frente, todo lo que llevamos al descubierto. Parece que hace más frío. Pero no, es el aire que sopla con más intensidad. Un viento suave nos acaricia en la noche, avanzamos al mismo ritmo monótono. Subimos. A la derecha, la noche profunda sin fondo. Lo que se ve a lo lejos debe de ser el valle. A la izquierda, un bulto oscuro muy alto parece descender para unirse con la carretera. En efecto, tras una leve curva, allá arriba, delante de nosotros, el bulto oscuro se une a la carretera, un resplandor pálido se tiende encima. ¿Es el día? ¡No! ¿La luna? No hay luna. ¿Quién sabe…? Una ilusión…
De repente el camión se detiene, las ruedas se bloquean brutalmente, la carrocería sorprendida por la frenada se inclina hacia delante, los sólidos amortiguadores la recolocan hacia atrás, la carga sigue automáticamente el vaivén amplificándolo. Los pulmones han hecho lo propio, un retortijón en el estómago se hace eco. Un murmullo en la noche, ensordecido por la distancia, desciende por la carretera. Pronto se convierte en una avalancha de sombras que irrumpen y gesticulan señalando a lo alto de la carretera. Mil bocas repiten angustiadas:
–Los moros, los moros, los moros…
Nuestro conductor, contagiado por el pánico, da un violento volantazo y empotra la parte delantera del camión en la cuneta. A golpe de acelerador, saca el coche hacia el lado opuesto. Y mientras nos preparamos para salir volando por donde hemos venido, la voz del comandante acalla el tumulto en plena oscuridad:
–Todos al suelo: una ametralladora aquí, aquí la otra ametralladora…
En cuanto da la orden, todo el mundo salta del camión en un santiamén y se dispersa desordenadamente por la ladera que domina la carretera, justo enfrente de esta. En un abrir y cerrar de ojos el lugar se vacía, los camiones desaparecen, la pendiente de la colina queda sembrada de hombres tumbados boca abajo con la mejilla contra la culata, inquietos, ateridos, decididos. La menor sombra de sospecha desencadenaría una ráfaga infernal. Tumbados en el suelo, nos percatamos de la situación estratégica favorable y de la eficacia de la dispersión; nos sentimos fuertes, recobramos la confianza, el coraje.
–No pasarán.1 Los minutos suceden a los segundos, ni una sombra, ni un ruido, nada, silencio. Un ligero murmullo, la orden se va transmitiendo poco a poco:
–Quédense donde están. Compañía balcánica: a patrullar la carretera.
La compañía se va rehaciendo como buenamente puede. Faltan dos hombres, qué se le va a hacer. Avanzamos en columnas de a uno, a ambos lados de la carretera, con el arma empuñada, los ojos y las orejas al acecho. Nos seguimos a ojo. A la cabeza del grupo, el viejo capitán marca el paso. Llegamos al final de la carretera, la noche recubre la superficie de una luminosidad engañosa y delante percibimos un paisaje, más bien lo intuimos. La carretera gira a la izquierda y es engullida por lo desconocido.
El informe de la patrulla apacigua los ánimos, no hay peligro inminente. Se le ordena ir un poco más lejos y vuelve alarmada: la carretera que sale hacia la izquierda da un giro en forma de herradura y, tras un terraplén, llega justo enfrente del lugar donde estamos. Allí, a la izquierda de la carretera, sobre un cerro, hay hombres, sin duda muchos hombres. Están enfrente, separados por un barranco, en una colina que domina nuestra posición.
Tras haber debatido una y otra vez, los estrategas del destacamento deciden analizar la situación, pero no