Una vez más, ¿qué tuvo de excepcional el imperialismo estadounidense inaugurado en 1898 a partir de la guerra hispano-cubano-estadounidense? A juzgar por los resultados, ubicó a Estados Unidos como potencia mundial, a partir de la obtención de nuevos mercados para mercaderías y finanzas que sirvieran como válvula de escape del capitalismo monopólico ante las recurrentes crisis de sobreproducción. También Estados Unidos se convirtió en árbitro necesario de la diplomacia mundial, y su ejército en gendarme de sus intereses económicos. No habría nada excepcional en este punto.
Tampoco resulta excepcional si se tiene en cuenta la continuidad de la dinámica expansionista de un estado que, una vez cerrada la frontera interna en la década de 1890, volvió su mirada hacia la frontera externa. Esto fue señalado por Thomas R. Hietala, quien ubica el origen del expansionismo en la era jacksoniana, cuando los sectores dirigentes creían que los Estados Unidos podrían expandirse rápidamente sin caer en las prácticas que habían debilitado a los imperios tradicionales (1985: 177). Por su parte, Philip S. Foner interpretó la continuidad del expansionismo estadounidense de fines del siglo XIX del siguiente modo: “Con la guerra con España, las fuerzas en desarrollo del imperialismo norteamericano maduraron. El ‘nacimiento’ fue, así, el producto de un largo período de gestación” (1972, vol. 1: 11).
El carácter excepcional, para Hietala, radica precisamente en una expansión que es entendida, justificada y estimulada por la contraposición con el modelo imperialista europeo: “Al atacar el engrandecimiento europeo y diferenciarlo del propio, los estadounidenses basaron su fuerte sentido de excepcionalismo y lo combinaron con una definición de su carácter nacional cada vez más estridente y chauvinista” (1985: 177). Lo excepcional encuentra su fundamento, pues, en el terreno de la ideología. En la construcción de un consenso sobre la supuesta superioridad moral de los Estados Unidos a partir de sus valores republicanos fundamentales: la democracia y el despliegue inusitado de la libertad individual. Una libertad cuya expresión más inquietante es, en nuestros días, la vigencia de la segunda enmienda de la Constitución estadounidense sobre “el derecho del pueblo a tener y portar armas” (Boorstin, 1997: 135).
La historiografía conservadora, a través de la escuela patriótica y la escuela del consenso, ha encumbrado la noción de excepcionalismo, colaborando así con la construcción de una identidad nacional cuyos valores se han pretendido universalizar.
Thomas Bender, desde una perspectiva global y crítica del excepcionalismo, destacó su dimensión moral, entendida como una elevada conciencia del bien y del mal, pero a la vez elástica, adaptable, pragmática (2011: 201). También Eric Foner identificó en clave crítica la cualidad excepcional del imperialismo estadounidense: una pretendida potestad de exportar la libertad, recurriendo a prácticas de intervención militares que precisamente niegan la libertad en toda la amplitud del término, sin siquiera “sentir conciencia alguna de contradicción por ello” (1998: 232).
Tal como ha quedado demostrado para el caso de la guerra hispano-cubanoestadounidense, la intervención de los Estados Unidos en la guerra por la libertad de los cubanos terminó por enajenarla por completo. Ello se hizo acudiendo a recursos legales tales como la Enmienda Platt, que rompió con los tradicionales métodos imperialistas de control directo de las poblaciones sometidas. Con todo, los estadounidenses experimentaron esa suerte de dominio durante la ocupación militar entre 1898 y 1902 y se valieron, como sus correligionarios europeos, de una retórica xenófoba para la construcción del consenso imperialista. En 1898, y desde entonces hasta nuestros días, el Gobierno estadounidense se atribuyó el derecho –e incluso la responsabilidad o “misión”– de exportar libertad al mundo entero. Tal vez lo más excepcional del imperialismo sea, entonces, que solo un estadounidense puede formular el imperialismo de este modo, y solo otro puede creerlo. En el resto del mundo “la dominación jamás es benigna” (Pozzi, 2009: 83).
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