Como tendremos ocasión de demostrar, un análisis detallado de la película aconseja eliminar el concepto intermedio de testigo para referirse a los personajes que intervienen en la recuperación del pasado propuesto por Lanzmann. Shoah, como ya hemos adelantado, evita la descripción del suceso histórico y abole la distancia que media entre las víctimas y el espectador. Precisamente el trabajo del film opera en esa dirección: adscribir el testigo inicial a uno de los dos grupos morales encarnados por las víctimas o los verdugos. La búsqueda de información en el relato del testigo es la coartada para la recuperación del trauma ante el horror, en el caso de los supervivientes y acompañantes compasivos, o de la normal aceptación de la crueldad para los verdugos y testigos indiferentes. Una figura que ofrezca testimonio del acontecimiento sin verse compelida a tomar partido resulta una imposibilidad, además de una inmoralidad. El exterminio de los judíos europeos es el acontecimiento fundacional que divide el mundo en dos órdenes morales, víctimas y verdugos, sin posibles zonas intermedias o independientes.
Shoah pretende, a partir de la recolección obsesiva de las informaciones contenidas en el testimonio, la recuperación del hecho original. El relato de los supervivientes atemperado por los años llegará a un punto de quiebra que nos dé cuenta del horror por el que rescataremos el momento. El testimonio de los antiguos verdugos recobrará, gracias a la sutil zapa entrevistadora de Lanzmann, su jerga cargada de la crueldad que ejecutó a los judíos. Los auténticos testigos de los sucesos, la abundante población polaca que cuenta lo que vio, no resistirán esta actualización del crimen, su compasión o su indiferencia los situará a uno u otro lado.
El proyecto ha reunido a los testigos de antaño, la puesta en escena los ha hecho representar el crimen y su interpretación actual los categoriza como víctimas o verdugos. Finalmente, la recreación de este crimen frente al espectador, que se torna un testigo vicario, también le empuja a un posicionamiento. Tras la resurrección de las víctimas, la película les ofrece una segunda muerte acompañados del espectador.
Víctimas y verdugos en la genealogía del Holocausto
Imposible comprender la memoria del exterminio de los judíos europeos sin atender a estas dos figuras. La radical singularidad del suceso histórico reside, por encima de sus abrumadoras cifras, en la novedad de las víctimas y en los nuevos verdugos requeridos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial no existían formas adecuadas en el universo cultural de la época para singularizar a la víctima del exterminio racial de entre los millones de cadáveres que yacían por Europa. Tampoco el verdugo genocida era correctamente retratado acudiendo a los perfiles tradicionales del antisemita organizador de pogromos o del sádico invasor. Esa carencia de formas para representar a los personajes, además de los múltiples intereses de posguerra, cegó el acontecimiento. Los documentos, las huellas y los testimonios no escaseaban, pero faltaba el gran metarrelato que los integrase y diese sentido.
La genealogía de la narración del Holocausto resulta necesaria para dar cuenta de un lento y progresivo proceso que va readaptando distintos relatos para incluir las novedosas figuras de la víctima racial y el verdugo genocida. La filmación de atrocidades –las primeras, las soviéticas; las determinantes, las filmaciones occidentales de la liberación de los campos de concentración– se impuso en las pantallas cinematográficas a concepciones bélicas que habían quedado periclitadas con la Segunda Guerra Mundial. Sobre la identidad de los cadáveres amontonados solo se sabía que no eran militares ni consecuencia de la guerra, pero ya era suficiente para que emergiera una exigencia de las víctimas. El fin de la guerra requería nuevos gestos que fueran más allá de los militares vencidos y los gobernantes depuestos, la Humanidad exigía una reparación. Resultaba necesaria una restauración de valores y una abyección encarnada en los verdugos sentados en el banquillo. Estos novedosos requerimientos, sin embargo, no alcanzarían al legado de las víctimas judías en la étnicamente reorganizada Europa de la posguerra.
La tierra de acogida de gran parte de los supervivientes, el nuevo Estado de Israel, mantuvo una relación ambivalente con las víctimas judías. Israel era hijo de dos padres enfrentados: la Diáspora y el sionismo. Fue necesaria la destrucción de la primera para la realización del proyecto del segundo. La común identidad de los judíos asesinados en Europa y los fundadores de la nación resultaba uno de los principales motivos legitimadores del nuevo Estado. El escollo aparecía en la escasa adaptación de la víctima a los relatos fundacionales del momento. Una descripción realista de lo sucedido en Europa casaba mal con el ideal promocionado del bravo judío israelí y carecía de cualquier provecho para los vigorosos discursos fundadores de una nación entre vecinos hostiles. El momento no era propicio para la víctima.
Una figura acrisoló como ninguna otra la identificación narrativa y la certeza moral que en adelante se depositarían en la víctima como un valor seguro. El diario de Ana Frank es el inicio de un doble fenómeno todavía no solapado en el que emergía la víctima, pero todavía quedaba postergada su especificidad judía. La industria mediática deshistorizaba a una víctima judía para convertirla en una figura exportable a cualquier relato particular. Su incuestionable éxito auguró a la víctima una brillantísima trayectoria en la cultura popular que los años han venido a confirmar.
El juicio contra Adolf Eichmann en Jerusalén en 1962 supuso la eclosión de las dos figuras que veníamos siguiendo. Un juicio conformado de acuerdo con principios mediáticos más que jurídicos proporcionó al imaginario una figura emblemática de la víctima y una revisión de los viejos retratos del verdugo. El desfile por el estrado de multitud de supervivientes que testificaron sobre los horrores vistos y padecidos galvanizó las audiencias mundiales. Los contornos de esa víctima se depuraban de ideales guerreros de antaño y se extendían hasta cobijar a supervivientes, familiares y, por extensión, al nuevo Estado de adopción de todas las muertes en Europa, Israel. Paradójicamente, sería la ausencia de rasgos destacables en el verdugo lo que motivase una derogación de los modélicos grandes criminales juzgados en Núremberg.
La abrumadora presencia en el juicio de los testimonios sobre los horrores sufridos condujo a una unión indisoluble entre las víctimas europeas e Israel, que rentabilizaría el dolor pasado en el conflictivo presente. Por su parte, la más que demostrada culpabilidad de un verdugo de escaso relieve intrínseco cuestionó la desnazificación que había ofrecido un muy restringido número de culpables. Las investigaciones de los juzgados alemanes de esa extensa nómina de verdugos anónimos necesarios para llevar a cabo el exterminio se caracterizarían por la escasa eficiencia en su condena penal. Por el contrario, sí resultaron determinantes para descubrir el atroz pasado de numerosos ciudadanos perfectamente reintegrados en la comunidad y cuestionar el silencio sobre el pasado.
Un capítulo determinante en el forjado del metarrelato del Holocausto en Occidente merece una mención especial en esta introducción. Como ya hemos avanzado, la difusión televisiva de la serie Holocausto fue el gran acontecimiento que popularizó la conmemoración del exterminio de los judíos europeos. No cabe duda de que la producción significa uno de los grandes hitos de la introducción del acontecimiento en la cultura popular, por lo que resulta de obligado análisis en aquellos estudios centrados en la convergencia del hecho histórico con el universo de referencias compartidas globalmente. Nuestro recorrido por la genealogía del Holocausto tiene otros intereses y nuestra detención en ciertos momentos viene legitimada por la introducción de nuevos modos de representar a las víctimas y los verdugos que han producido variaciones de calado a la hora de repensar el judeicidio.
Un breve apunte sobre su gestación da cuenta de la falta de originalidad de la exitosa serie televisiva y su transportable fórmula de un acontecimiento a otro. Holocausto fue la respuesta de la cadena norteamericana NBC al éxito de la anterior temporada de la cadena ABC, Raíces (Roots, 1977), para lo que no dudó en recurrir al mismo director, Marvin J. Chomsky, y al mismo guionista, Gerald Green. El modelo resulta de gran interés para el estudio de las formas triunfantes de la industria mediática y del entronque del Holocausto con la industria cultural de finales del siglo pasado, pero su paupérrima originalidad en la formalización