No tardaría mucho el autor en pontificar extendiendo su riguroso y meditado proyecto a los métodos de otros cineastas, condenando sin paliativos el uso del material de archivo para representar el Holocausto. Imparables, sus adalides dieron un paso al frente abalanzándose, abanderados tras esta nueva Bilderverbot, contra aquellos osados como Georges Didi-Huberman cuando en 2001 se propuso analizar las cuatro conocidas fotografías producidas en el verano de 1944 por el Sonderkommando de Birkenau. La condena cayó sobre él y, más todavía, sobre Clément Cheroux, comisario de la exposición titulada Mémoire des camps. Photographies des camps de concentration et d’extermination nazis (1933-1939), aun cuando su título hacía explícito que su objeto no se limitaba a la solución final ni a la cuestión judía.
La historia de Shoah es, por tanto, bien particular: obra colosal, nacida de un radical giro en la representación del Holocausto en una coyuntura en la que los dispersos sujetos que más próximos habían estado del exterminio todavía se hallaban en condiciones de relatar sus experiencias, acaso por última vez, corría el peligro de convertirse en a-histórica. Durante décadas, Shoah fue inexpugnable y rechazaba al invasor con su impenetrable armadura, la intemperancia de su autor y una literatura nacida de la admiración pero convertida poco a poco en doxa. Surgiendo de los accidentes de la historia y de una lucha denodada por vencer el silencio, Shoah y su autor acababan aspirando, voluntaria o involuntariamente, a la eternidad. ¿Qué cabía añadir a lo dicho acerca del film si se aguardaba la sanción de Lanzmann que, por demás, preservaba los detalles de cada secuencia, sus brutos y sus descartes; en suma, su fuera de campo?
Ese tiempo –alargado como una sombra al atardecer– ya concluyó. Y Shoah, film sin duda prodigioso, ha tenido que inscribirse en la historia, reconocerse marcado por el horizonte de expectativas del que nació, entre principios de los años setenta y mediados de los ochenta del siglo pasado. Como documento, los historiadores habrán de explotarlo en sus pormenores y no solo en su condición de pieza compacta; como lugar de memoria, será celebrado por su potencial de condensación llamado a servir de reconocimiento (lugar de memoria) para una parte de la comunidad de supervivientes no siempre tratada con respeto, menos aún con reconocimiento, por las comunidades judías de la posguerra; como documental modélico, se convertirá en ejemplo por excelencia para explicar a emergentes cineastas cómo enfrentarse con una víctima (también con un verdugo o un testigo) cuando se evoca un traumático pasado, qué dosis de respeto, empatía y hostigamiento deben convertirse en forma de filmación y cómo esos sentimientos se articulan con un deber sacralizado en Occidente, el «deber de memoria» es decir, cuáles son los límites del derecho de arrancar su testimonio a un ser cicatrizado por la aflicción. En todos estos casos, Shoah es todavía, en su calidad de obra, artística y/o documental, a la vez una pieza de archivo y un archivo en sí mismo.
El libro de Arturo Lozano que el lector tiene entre sus manos –Víctimas y verdugos en Shoah (Claude Lanzmann, 1985). Genealogía y análisis de un estado de la memoria del Holocausto– es una indagación valerosa sobre la obra de Claude Lanzmann que se atreve a levantar la mirada más allá del horizonte de su autor, sin por ello perderle el respeto ni escucharlo con cuidado; un libro que mira alrededor de la obra fílmica en busca también de aquellos lazos que la monumentalidad de la obra había logrado invisibilizar. No solo eso. Inscribe el film en la historia y las fuentes que le preceden (las imágenes, los testimonios, la historiografía, los traumas, la justicia, los diversos presentes que actúan de ganzúa para la interpretación del pasado). En pocas palabras, devuelve a la historia una obra que la resquebrajó –como una catástrofe– por su originalidad y quizá soñó no regresar a ella. Cuando Arturo Lozano me propuso el estudio exhaustivo y minucioso de Shoah para su tesis doctoral (de esto hace ya mucho tiempo), yo yacía todavía bajo el deslumbramiento de una obra que se me antojaba infranqueable y que había logrado borrar sus conexiones con el entorno. Jamás se lo expresé así, pero creí que la empresa estaba condenada a una fidelidad parroquiana a su autor y el itinerario de Lozano quedaría doblegado a la paráfrasis, no carente –esto sí– de inteligencia y originalidad. Los años pasaron y la inexorable historización mencionada más arriba fue abriéndose camino de forma lenta, pero inexorable. Dicho en términos más precisos, el tiempo dio la razón a Arturo y me la quitó a mí. Este libro es el resultado de un esfuerzo por abordar, desde el prisma de la mirada de una obra-monumento, la mayor catástrofe de la Europa contemporánea: el exterminio judío emprendido –y casi consumado– por los nazis. El lector hará bien en conocer en detalle la obra y seguir el hilo de sus razonamientos minuciosos, pero hallará también en estas páginas, claves para interpretar, desde la atalaya del siglo XXI, lo que fue el llamado Holocausto.
No es por azar si el libro menciona en su título la pareja víctimas y verdugos. Porque Lozano penetra en un film que rechaza la cronología, apuesta por formas cercanas al mito, aspira a la performatividad, y lo analiza desde el prisma de esa dialéctica compleja. Pero además el título contiene otra clave: el término genealogía. Este subraya la necesidad de devolver el film a esa red tan compleja de causas y efectos que denominamos historia, desenterrar sus nexos contemporáneos y proyectarlo hacia adelante. La tercera voz que no debiera olvidarse es la de análisis. Este nos devuelve a una evidencia que el acontecimiento Shoah consiguió diluir: Shoah es una obra de arte en lo que esta tiene de aspiración a la redención y de trascendencia, pero también en lo que moviliza de puesta en escena, montaje, composición, uso del sonido directo, movimientos de cámara, formas de filmar los rostros, los documentos y los paisajes, de captar los estridentes y los desoladores silencios.
Cualquier analista de una obra de creación es consciente de que dicha obra sobrevivirá a su análisis. Por esta razón, los análisis necesitan ser reavivados como parte de una historia –ciertamente más fugaz–, pero historia a la postre. Con todo, la saturación académica de nuestros días nos precipita a menudo en una jungla de publicaciones entre las cuales resulta difícil discernir la recitación de mantras y el lenguaje de oficio propio de una época, de separar los estudios que perdurarán, para ser retomados por nuevos analistas, de aquellos que quedarán como testimonio de una jerga –sin lugar a dudas sintomática, pero poco más– de su tiempo. El libro de Arturo Lozano es uno de esos textos que ayudan a ver, que se adhieren a la obra de la que nos hablan desprendiéndose de ella estratégicamente para ayudarnos a descubrir sus bambalinas, sus deudas, la proyección que no le fue dado a su autor pensar. Esa tarea, meticulosa y honesta, es lo que conocemos como historia de las imágenes: el reconocimiento y el ejercicio crítico de las imágenes como parte (y no solo como ilustración) de la historia.
Valencia, noviembre de 2017
Vicente Sánchez-Biosca Universitat de València