Agradecióselo Andrés, y el corregidor volvió a su casa y dio cuenta a su mujer de lo que con don Juan había pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.
En el tiempo que él faltó de su casa dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso de su vida, y de cómo siempre había creído ser gitana y ser nieta de aquella vieja; pero que siempre se había estimado en mucho más de lo que de ser gitana se esperaba.
Preguntole su madre que le dijese la verdad, si quería bien a don Juan de Cárcamo. Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por haberse considerado gitana, y que mejoraba su suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal como don Juan de Cárcamo, y por haber visto por experiencia su buena condición y honesto trato, alguna vez le había mirado con ojos aficionados; pero que, en resolución, ya había dicho que no tenía otra voluntad de aquella que ellos quisiesen.
Llegose la noche, y siendo casi las diez sacaron a Andrés de la cárcel, sin las esposas y el piedeamigo; pero no sin una gran cadena que, desde los pies, todo el cuerpo le ceñía. Llegó de este modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en casa del corregidor, y con silencio y recato le entraron en un aposento, donde le dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo, y le dijo que se confesase, porque había de morir otro día.
A lo cual respondió Andrés:
—De muy buena gana me confesaré; pero, ¿cómo no me desposan primero? Y si me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo que me espera.
Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados los sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida con ellos. Pareciole buen consejo al corregidor, y así, entró a llamar al que le confesaba, y díjole que primero habían de desposar al gitano con Preciosa la gitana, y que después se confesaría, y que se encomendase a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.
En efecto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero cuando Preciosa vio a don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al brazo de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:
—Vuelve en ti, niña, que todo lo que ves ha de redundar en tu gusto y provecho.
Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabía cómo consolarse, y la gitana vieja estaba turbada, y los circunstantes, colgados del fin de aquel caso.
El corregidor dijo:
—Señor tiniente cura, este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha de desposar.
—Eso no podré yo hacer si no preceden primero las circunstancias que para tal caso se requieren. ¿Dónde se han hecho las amonestaciones? ¿Adónde está la licencia de mi superior, para que con ellas se haga el desposorio?
—Inadvertencia ha sido mía —respondió el corregidor—; pero yo haré que el vicario la dé.
—Pues hasta que la vea —respondió el tiniente cura—, estos señores perdonen.
Y sin replicar más palabra, porque no sucediese algún escándalo, se salió de casa y los dejó a todos confusos.
—El padre ha hecho muy bien —dijo a esta sazón el corregidor—, y podría ser fuese providencia del cielo esta, para que el suplicio de Andrés se dilate, porque, en efecto, él se ha de desposar con Preciosa, y han de preceder primero las amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a muchas amargas dificultades; y, con todo esto, querría saber de Andrés, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se hallase esposo de Preciosa, ¿si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero o ya don Juan de Cárcamo?
Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:
—Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio, y ha descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo, la tuviera en tanto que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el del cielo.
—Pues por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y entrego en esperanza por la más rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi alma, y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a doña Constanza de Acevedo y Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.
Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban, y en breves razones doña Giomar contó la pérdida de su hija, y su hallazgo, con las certísimas señas que la gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento. Abrazó a sus suegros, llamoles padres y señores suyos; besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las suyas.
Rompiose el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que habían estado presentes; el cual, sabido por el alcalde, tío del muerto, vio tomados los caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para ejecutarla en el yerno del corregidor.
Vistiose don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana; volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y perdonase a don Juan; el cual, no olvidándose de su camarada Clemente, le hizo buscar; pero no le hallaron ni supieron dél hasta que desde allí a cuatro días tuvo nuevas ciertas que se había embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de Cartagena, y ya se habían partido.
Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don Francisco de Cárcamo, estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas.
Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase. Pero que, ante todas cosas, se había de desposar con Preciosa.
Concedió licencia el arzobispo para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bienquisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del desposorio; quedose la gitana vieja en casa; que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.
Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes. Y más porque vio cuán bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de Acevedo. Dio priesa a su partida por llegar presto a ver a sus hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el extraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su amor y su culpa, a quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.
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