La escritura del presente ensayo despertó en mí el recuerdo de algunas personalidades muy atractivas, hoy desaparecidas, que querría evocar aquí. Pierre Vidal-Naquet, que fue miembro del tribunal de mi tesis en la EHESS en 1989, aceptó escribir el prólogo cuando fue publicada, un año después. Al poco de la lectura de la tesis me regaló un ejemplar de la reedición de L’Affaire Audin, su primer libro, gracias al cual descubrí el compromiso de los judíos con la independencia de Argelia.6 Por mediación de Pierre mi libro fue leído por el gran orientalista marxista Maxime Rodinson (1915-2004) quien me envió una carta crítica y a la vez amistosa. Poco después conocí a otras figuras singulares. En primer lugar a Boris Frankel (1921-2004), a quien se debe la introducción del freudo-marxismo en Francia, que me explicó su rocambolesca historia, que se puede leer hoy en un precioso libro de memorias.7 Boris Frankel era un judío de Danzig que buscó refugio en Francia en 1939 y se hizo trotskysta durante la Segunda Guerra Mundial, en Suiza, adonde había conseguido escapar de nuevo gracias a la negligencia cómplice de un guardia de fronteras francés. Expulsado después de la guerra, vivió como apátrida hasta la década de 1980, cuando Mitterrand le concedió la nacionalidad francesa. En mayo de 1968 el general De Gaulle había intentado expulsarlo a Alemania, país que sin voluntad alguna de acoger a un apátrida rebelde lo devolvió enseguida a Francia. Vivía en la austeridad más absoluta y sus ocios los dedicaba por completo a las exposiciones de pintura. Como muchos judíos alemanes emigrados, era un germanófilo cultural y no podía pasar sin la lectura de Die Zeit y del Frankfurter Allgemeine Zeitung. El afecto con el que me hablaba de sus compañeros de exilio, entre los que se contaban Manès Sperber y Lucien Goldmann, me ayudó a entender las observaciones de Hannah Arendt acerca del calor humano del judaísmo paria. Finalmente, desde Frankfurt me escribió Jakob Moneta (1914-2012), de quien ya conocía un texto autobiográfico muy hermoso.8 Víctima, aún niño, de un pogromo en Galitzia, se había refugiado con su familia en Alemania, donde se hizo comunista hacia el final de la República de Weimar. Después de 1933 se trasladó a Palestina, de donde regresaría para instalarse en Colonia en 1948, criticando la fundación del Estado de Israel, una opción sorprendente en un momento en que el Congreso Judío Mundial declaraba a Alemania terra non grata. Posteriormente sería agregado en la Embajada de la RFA en París, durante la década de 1950, asumiendo riesgos al aprovechar su pasaporte diplomático para ayudar al FLN argelino. Moneta me hizo descubrir otra sorprendente figura poco conocida fuera de su país, Sal Santen (1915-1998). Este judío holandés había sobrevivido a Auschwitz, donde la mayor parte de su familia fue exterminada. En Ámsterdam, ciudad en la que vivía como periodista y escritor, fue condenado en 1960 a dos años de prisión a causa de sus actividades de apoyo al movimiento de resistencia nacional argelino. Junto con otros militantes anticoloniales había participado en una red de elaboración de documentación falsa y en la instalación en Marruecos de una pequeña fábrica de armas para el FLN. Estos hombres no se consideraban «víctimas», sino militantes e intelectuales comprometidos. Siempre tuve la impresión de que la judeidad era para ellos un ethos, una experiencia del mundo, un compromiso existencial del lado de los oprimidos. Se calificaban a sí mismos de internacionalistas, una palabra que para ellos no tenía nada de abstracto, y en esta condición atravesaron su siglo de sangre y fuego. Quisiera dedicar este ensayo a su memoria. Y el valor de este homenaje, añadiría, no es meramente afectivo. También tiene que ver con un imperativo metodológico con el que me identifico. Por diferentes razones, que tienen que ver tanto con mis orígenes como con mi formación, mi aproximación a la historia judía es rigurosamente «secular». He leído apasionadamente a Gershom Scholem y a Josef H. Yerushalmi, admiro su erudición y he aprendido mucho de sus obras –y sé que sería cómico que pretendiese compararlas con las mías–, pero mi visión de la historia difiere sensiblemente de la suya, tanto por sus motivaciones como por su finalidad. No me he interesado nunca por la historia judía como un objeto de estudio en sí. A mi modo de ver, la historia judía es fascinante en tanto que prisma a través del que podemos leer la historia del mundo. En el origen de mis investigaciones no se encontrará, por consiguiente, la búsqueda identitaria que inspiró la vocación de historiador en Yerushalmi a raíz de la contemplación, en el Museum of Fine Arts de Boston, de un cuadro de Gauguin titulado «¿De dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos?»9 En este sentido el libro que el lector tiene entre sus manos no es sino otra manera de historizar el siglo XX –un objeto al que he dedicado otras obras– y, más allá de eso, de cuestionar nuestro presente.
Al preparar esta obra me he percatado de mi deuda con numerosos investigadores. Quisiera mencionar aquí al menos a dos de ellos: Dan Diner, con el que cada conversación es una fuente de enriquecimiento y de reflexión, y Michael Löwy, que me introdujo y me guió, hace ahora casi treinta años, en el estudio de la historia judía. Se ha convertido en un amigo y sigue siendo para mí un interlocutor indispensable. Ignoro hasta qué punto uno y otro podrán compartir mis hipótesis y mis interpretaciones, de las que no tienen, por supuesto, ninguna responsabilidad, pero su ayuda ha sido preciosa. Esto vale también para Laurent Jeanpierre y Rémy Toulouse, quienes sometieron mi manuscrito a una espléndida lectura crítica. Dejo aquí constancia de mi agradecimiento a todos ellos.
1. Véase Isaac Deutscher, The Prophet Armed. Trotsky 1879-1921, Londres, Verso, 2003, p. 299 [ed. or, 1954; Trotsky. El profeta armado (1879-1921), trad. de José Luis González, México, ERA, 1966].
2. Citado en François Bédarida, Churchill, París, Fayard, 1999, pp. 177-178 [Churchill, trad. de Miguel Veyrat, Madrid, FCE, 2002].
3. John Maynard Keynes, Two Memoirs. Dr. Melchior, A Defeated Enemy, My Early Beliefs, Londres, A. M. Kelley, 1949, p. 229 (trad. fr.: Le Docteur Melchior, un ennemi vaincu, París, Climats, 1998).
4. Véase Christopher Hitchens, Les Crimes de Monsieur Kissinger, París, Saint-Simon, 2000.
5. Henry Kissinger, Diplomacy, Nueva York, Simon & Schuster, 1994, p. 121.
6. Pierre Vidal-Naquet, L’Affaire Audin, París, Éditions de Minuit, 1989 (ed. or., 1958).
7. Boris Frankel y Sonia Combe, Profession révolutionnaire, Lormont, Au Bord de l’eau, 2004.
8. Jakob Moneta, Mehr Gewalt für die Ohnmächtigen, Frankfurt, ISP Verlag, 1991.
9. Yosef Hayim Yerushalmi, Transmetre l’histoire juive. Entretiens avec Sylvie Anne Goldberg, París, Albin Michel, 2012, p. 45.
LA MODERNIDAD JUDÍA
El concepto de modernidad no ha tenido nunca un estatuto claro, riguroso. Su significación varía de una disciplina a otra, lo mismo que sus referencias temporales. Es más vaporoso en el terreno de la literatura y las artes que en el de la historiografía. Cuando se habla de modernidad política y de modernismo estético se alude no solo a objetos distintos sino a épocas diferentes, aunque exista siempre una relación entre ambos. En el presente libro «modernidad» indica una etapa de la historia judía que se imbrica de manera inextricable con la historia general, singularmente con la historia de Europa. Engloba diferentes dimensiones –social, política, cultural– que habría que estudiar, insistamos de nuevo en ello, en sus relaciones recíprocas. A la vez, las periodizaciones históricas suscitan siempre objeciones. En la mayor parte de los casos son insatisfactorias y aproximativas. Los periodos son construcciones conceptuales, convenciones, referencias, y no tanto bloques temporales homogéneos. Las épocas, como los siglos, son espacios mentales que no coinciden nunca con las secuencias del calendario.